El
día veintidós de diciembre se ordenó un nuevo alarde en la plaza Pública de
esta villa. El pregonero convocó a los cuantiosos y a los peones comprendidos
entre las edades de costumbre. La villa tenía necesidad de conocer la fuerza de
la que podía echar mano para su defensa en caso de precisión. El pregonero
amenazó a los remolones con una multa de seiscientos mrs. El año de mil
quinientos setenta empieza como éste que pasó, con gran revuelo, con alardes y
reseñas, compañías que parten al frente, con los nuevamente convertidos
dispuestos a morir matando... Ya lo sospechaba Jorge de Peralta, siempre tan
pendiente del gasto público, ya lo sospechaban lo vecinos más desconfiados, que
las virtudes patrióticas no saldrían tan baratas como parecía. Ellos ya sabían
que la Guerra igual duraba un par de semanas que un par de años. Está la villa muy harta de costear envíos de
harina a Guadix, está bastante cansada del trasiego de soldados transeúntes que
riñen, fanfarronean y acaban con todo lo que se les pone por delante. La
carestía es grande, los ganapanes pasan sus días en la milicia local, las
mujeres de los ganapanes vuelven de la plaza de abastos haciéndose cruces de
los precios. Con tanta necesidad de hombres que tiene esta Guerra la mano de
obra está escasa y los propietarios cabreados, algunos se han vuelto
pacifistas, las cuadrillas que cogen aceituna son un desastre, este año va a
salir la recogida por la tapa de los sesos. A Gonzalo del Salto, personero que
fue de esta villa, propietario, le está martirizando la muela del juicio.
Gonzalo se suelta en la boca una ampolla de nolotil. A Gonzalo nadie le ve el
pelo, sale poco, un propio le sube hasta el sillón los vales de la cooperativa
con los kilos que entrega el tractor y con el rendimiento en grasa. En el patio
de la cooperativa se enrancian millones de kilos que no se pueden molturar rápidamente
por falta de capacidad. Con las primeras sombras de la noche las carreteras se
llenan de camiones, tractores y mulas mecánicas con remolque que transportan la
cosecha del día. Entre las últimas luces del atardecer navegan mulos cargados con
las cosechas de labradores menores. Leonís, fiel almotacén, medio tonto, es el
único amigo de Melchor de Peralta. Melchor no habla con nadie, hace tiempo que
no se lava, hace meses que no entra en un bar. Melchor da vueltas al jardín con
las manos a la espalda y los ojos en las baldosas del suelo. Melchor da vueltas
al jardín por las mañanas y por las tardes, de cuando en cuando le acompaña
Leonís, sólo tolera que él se le acerque. Leonís le cuenta chismes de las
pillerías que suceden en la villa, de las desavenencias maritales, de los
hermanos que se pelean con las particiones, de las mujeres que están dando que
hablar. Leonís le cuenta historias entretenidas para que se anime, intenta que
se interese en algo y a Melchor se le nota muy agradecido, sonríe con tristeza,
de vez en cuando contesta con algún monosílabo, pero continúa andando el jardín,
las manos a la espalda y los ojos en las baldosas. En las mañanas puras y
limpias de enero se distinguen las formas lejanas de Sierra Morena más allá del
perfil de la Loma de Úbeda. Melchor de Peralta no quiere que su hija Isabel se
preocupe por él y no consiente que le lleve la comida, que le lave la ropa.
Parece un menesteroso plagado de cascarrias, ya es uno de los locos oficiales
de esta villa. Sosiego continúa acobardado y no putea a su víctima tradicional,
porque teme que Melchor salga de improviso del letargo y le machaque las
seseras contra la barbacana de la plaza Pública. A las cuatro de la tarde el
sol se esconde detrás del cerro de la Madalena y el cielo, sin nubes pero
blanco, pudiera pasar por encapotado. A Melchor de Peralta le persiguen los
críos más atrevidos y alevosos. A Hernando de Lorca, que no regatea esfuerzos por
escandalizar, no le gusta que su suegro pase por loco. Los locos, los
indigentes introvertidos, son animales viejos camino de su agonía, acosados en
su retirada por una jauría de críos crueles. El espectro de Mateo Francés acude
desde el más allá al frente de Galera. Quiere vengarse de sus verdugos moros,
que lo mataron en la entrada que hizo a la Alpujarra el señor marqués de
Mondéjar, hoy caído en desgracia. Nuño de Mata quiere suicidarse pero le da
miedo. Quiere salvarse de morir por su propia mano y se apunta voluntario en el
ejército del Rey para que lo maten los infieles enemigos de la religión
verdadera. Nuño anda huido desde hace meses creyendo que es prófugo de la
Justicia. Sus atemorizadas elucubraciones paranoicas le hacen sentirse
realmente buscado. Nuño no se entrega a la policía porque quiere morir y si se
entrega y le condenan a garrote es fácil que los modernos, de aquí y de fuera,
alboroten y consigan que S.M. conmute la pena. Tan demenciado anda Nuño que no
repara en que si realmente fuese fugitivo podrían localizarlo con facilidad al
dar su nombre en la ventanilla militar. Nuño de Mata entra en el reino de
Granada por La Puebla de Don Fadrique con una compañía de aragoneses. Mateo
Francés, su espectro, espera sentado frente a los muros de Galera la llegada
del señor príncipe don Juan con las fuerzas que cercarán el lugar. Mateo
Francés se calienta con una lumbrecilla que ha encendido, los moros no le
descubren porque es un espectro, pero sí ven la llama. Jerónimo el Maleh
pregunta a voces quien es el borracho o el traidor que está encendiendo fuegos
en el campo, que parecen señales. Mateo se cabrea porque unos monfíes enviados
por el Maleh le apagan la lumbre, no les acomete por no descubrirse antes de
tiempo. Dentro de muy pocos días partirá para Galera la segunda compañía que
levanta esta villa contra los moros. Las cuadrillas que vigilan estos términos
han corrido varias cabalgadas matando monfíes y recuperando ganados robados.
Los Reyes Magos, que ya van camino de esta villa, hacen noche en una venta de
mala nota. Los Reyes Magos no quieren adelantarse y presentarse antes de
tiempo. Si los Reyes Magos se presentasen antes de tiempo encontrarían al
chiquillerío acosando al pobre Melchor demenciado. La venta en la que hacen
noche los Reyes Magos la atiende una mujer mayor, muy pintarrajeada, y dos
señoritas camareras. Los Reyes Magos se toman un botellín en la barra. Un
cliente reconoce a Baltasar y le dice que siempre se encuentran en los mismos
sitios. Baltasar se hace de nuevas y al cliente le parece que el rey mago es un
orgulloso y un estúpido.
El cabildo de regidores acordó en su
reunión del tres de enero que sólo se hagan escoltas de provisiones los lunes,
miércoles y viernes, que las formen diez caballeros y cincuenta escopeteros y
que lleguen hasta Hinojares, que está a la mitad del camino entre Quesada y
Zújar, que desde allí se ocupen los de la dicha villa. El cinco de enero el
cabildo mandó al señor depositario municipal que librase al convento del Señor
San Juan cuatrocientos treinta y nueve reales por el trigo que se le tomó para
proveer el campo del señor príncipe en el reino de Granada. Antón Martínez, que
es un pillo con mucho disimulo, se percató de los engaños que le hacían a sus
socios Francisco de las Navas y el mesonero, pero no protestó como Lope, que se
puso histérico y lo acallaron con cuatro insinuaciones. Antón Martínez se
prometió devolverles la pelota con discreción y a su debido tiempo. El trigo
que el concejo retiró del convento lo convirtieron en arena. Lo cambiaron en el
molino del cura Guerrero sin contar con el resto de los compinches. Fray Luis
de Prados paseaba con Gonzalo del Salto por la carretera de Tíscar la tarde de
Reyes. Antón Martínez acechó discretamente a la pareja y, viendo que una vez en
el pueblo se separaban, abordó al padre prior y dando muchas vueltas y rodeos
le insinuó que el trigo recién cobrado por el convento había llegado reencarnado
en arena a los almacenes de Guadix. Su lengua fue lo suficientemente equívoca
para no susurrarle el nombre de los bellacos culpables. Por complicarles la
vida a sus enemigos no dudó en apedrear el propio tejado. Fray Luis de Prados
denunció el asunto porque temía que, si se terminaba averiguando por otro
camino, se complicase al convento y a él mismo en un asunto tan turbio. Antón
Martínez acudió el primero a la reunión que celebraron los traficantes de arena
en el bar de Antonio de Baeza para tratar de los soluciones a este gran
inconveniente que se les había presentado. Antón Martínez fue de los que de
peor manera maldijo al cabrón chivato que le fue con el cuento al prior. A la
hora de buscar soluciones fue de los que propuso las más desaprensivas y
radicales. El mesonero presidió la asamblea con mucha eficacia y naturalidad. Todos
sospecharon de todos, porque todos se conocían bien. Antón Martínez, escondido
en un aparente semblante preocupado, se felicitaba por su astucia.
Galera está debajo de Huéscar, entre
Castilléjar y Orce. En su emplazamiento se juntan dos ríos, o mejor arroyos. Según
el mapa topográfico 1:50.000, cerca de la curva de nivel de los novecientos
metros hay un par de acequias que pintan las lindes de lo que sin duda es un
rincón de riego. Galera, por lo que se aprecia en dicho mapa, está en un llano,
aunque si uno se fija en las sinuosidades de las curvas de nivel realmente es una
superficie erizada en altorrelieve por una red atormentada de cauces que caminan
hacia el Negratín. No sé si es así porque no he estado en Galera, me lo estoy
imaginando. Lo que sí sé y no me lo imagino es como se ve la costa de Marruecos
desde la Contraviesa. Lo sé porque la he visto yo con mis ojos de ver el África,
aunque también lo he leído en Pedro Antonio de Alarcón, en Ángel Ganivet y en
los libros, más modernos, de excursionistas a Sierra Nevada. Pedro Antonio cita
a un tal Lirola que subió al Veleta y compuso, se supone que emocionado, un
poema en el que canta al Estrecho, a la costa nuestra y a la de ellos. Los
naturales del Cehel no se admiran para nada cuando ven en el horizonte como se
recortan las sierras del Moro. En Quesada, igualmente por razón de costumbre,
no nos admira ver Sierra Nevada. Dos veces he alcanzado a ver con nitidez la
costa vecina. Las dos en un atardecer de invierno. Otras muchas, necesitando de
mi mejor voluntad, la he vislumbrado entre las neblinas evaporadas del mar. De
noche las luces de los barcos se confunden con las estrellas. De día el mar se mezcla
con el cielo y apenas se puede distinguir el uno del otro. Cuando amanece en el
mar de Alborán, desde la Contraviesa parece que los barcos navegan entre los
almendros porque el horizonte, cosas de la curvatura de la Tierra, no queda
abajo sino arriba. Albondón es un pueblo solitario, nunca hay un cristo en las
callejuelas. Tengo entendido que Albondón es lugar muy reciente, que en la
época de esta historia emotiva no era ni pueblo. Seguramente es de esta manera,
porque me extrañaría muy mucho que el Rey Nuestro Señor hubiera consentido que
los albondoneros tuviesen por patrón a San Luis Rey de Francia que, como su
propio nombre indica, es agabachado y muy probablemente maricón, comunista y
protestante. El patrón de este pueblo es el abanderado de todos los enemigos de
España, por francés para la reacción, por padre de sus cien mil hijos para los
rojos. En las callejuelas de Albondón nunca he visto un cristo, será porque no
lo hay, será porque los cristos se ocultan entre las nieblas que soplan las
humedades del mar cercano, será porque, como en cierta película italiana,
Cristo se quedó en Éboli y no llegó hasta Albondón.
Pedro de Tribaldos se emborracha con
toda tranquilidad en su cortijo del royo de Bruñel. Los boyeros del concejo le
miran desde la dehesa Somera y dicen mira que tío más raro. Pedro de Tribaldos,
borracho, no se entera de que le han metido en las cámaras de su cortijo los
sacos del trigo que le sisaron a la república de esta villa. Pedro de Tribaldos
combate la resaca con vitamina B y con huevos en gazpachuelo. Pedro de
Tribaldos se acuesta y cuando se marea saca un pie de la cama y pisa el suelo
para sentir el frío. Pedro de Tribaldos quita la mancha de mora con otra verde.
Pedro de Tribaldos se despierta con sorpresa de sus nirvanas porque le visitan
en su cortijo, casualmente, el mesonero Antonio de Baeza y el personero
Francisco de las Navas que es su yerno. Sin dar tiempo apenas para los saludos,
el mesonero le espeta a bocajarro que o bien acepta ser alcalde accidental o le
denuncian por tener en sus cámaras el trigo metamorfoseado en arena. La pareja
de Sierra Morena quiere cazar varias perdices con un solo cartucho, quiere
salir de este lío que organizó el padre prior dando parte a la justicia de la
desaparición del grano. Quiere poner a una autoridad blanda y dispuesta a
tragar, achantada, porque no terminan de confiar en Lope de Saravia, que tiene
mucho orgullo y el orgullo puede perderle la cabeza y el buen sentido. Pedro de
Tribaldos se desengaña por sus propios ojos empapados en alcohol y, delante de
los sacos con el nombre escrito del convento del Señor San Juan, espantado,
acepta inmediatamente el plan de la pareja. Antonio de Baeza y Francisco de las
Navas obligan a Pedro a volver con ellos a Quesada. Están ya previstos los
hilos que habrá que mover para su nombramiento. Gracias a un aviso anónimo, la
Guardia Civil localizó otra parte de los sacos famosos en el cortijo del vascón
Juan de Alcalá Amurrio. Al mediodía lo detuvieron en su casa mientras comía
ignorante del enredo. Al caer la tarde partía el vascón en un lanrover de la
Benemérita camino de los calabozos de las casas de la Audiencia de Granada.
Leonor Jiménez, mujer del vascón, natural de Valdepeñas de Jaén, no sabiendo a
quien recurrir, desgarrada por el dolor, ahogada en desesperación, se arrojó a
los pies de fray Luis de Prados, personaje principal de esta villa al que se le
suponen grandes poderes y relaciones con las autoridades de aquí y del más
allá. Fray Luis de Prados no atendió a la desgraciada. Fray Luis leía, sin
traducir, a viejos poetas italianos pasados de moda. Aún hoy no sabe fray Luis
porqué actuó así, por qué no socorrió a la que ya tenía cara de viuda, poco
trabajo le hubiera costado, él mismo ya sospechaba bastante del asunto. Y es
que en un segundo decidimos ser héroes o cobardes. En un minuto pasamos de
santos a criminales. Resolvemos graves cuestiones en la fracción de un momento
y lo hacemos movidos por resortes que más se relacionan con las vísceras, con la
suerte y con el destino, que con el pensamiento y la razón. Pero no es excusa
válida. El padre prior, que desdeña a media humanidad, ha cometido una gran
torpeza sin motivo aparente. La viuda y los dos hijos cuerdos de Juan de Alcalá
Amurrio salen de Quesada en el más oscuro momento de sus vidas, hasta hace unas
horas prósperas y seguras. Caminan destrozados y vestidos de negro a suplicar a
la sorda y ciega Justicia que reflexione un poco sus acciones. El sol se pierde
en enero por los picachos de Sierra Mágina, la sangre de su agonía es de un
rojo desvaído porque los fríos del invierno la congelan. El asunto se zanjará
con esta cabeza de turco vascón porque al otro extremo, el extremo de la
intendencia militar, hay implicados con poderosas agarraderas. Por vez primera
Gonzalo del Salto Fuertes, personero que fue de esta villa, tiene que consolar
a su tutor y acariciarle los pelos caducos y las arrugas adiposas de la nuca. Fray
Luis de Prados, prior del convento de los frailes del Señor San Juan, llora
abrazado a su pupilo. Hubiera podido librar a Juan en las horas que el caso se
instruyó en la villa. Ahora, llegado a manos de las altas instancias de la
justicia de S.M., la cosa tiene poco remedio, porque los señores oidores ya
tienen el ejemplo necesario para acreditar el celo, insobornable, que gastan en
la persecución del mal. Si estropeasen este caso tendrían que buscar otro y no
hay necesidad.
En el lugar de Galera se refugian,
dispuestos a resistir, a morir matando, todos los nuevamente convertidos de la
comarca. Se han juntado los moros de Castilléjar, de Orce, de Benamaurel, de
Castril de la Peña, del mismo Galera. Los hijos del pueblo de Dios acumulan
armas y provisiones, han excavado un pasadizo hasta el río para tomar agua. Estos
ingenuos desesperados aguardan el auxilio de la Sublime Puerta, con esa ilusión
viven y mueren. El mulo es un semidios en las alturas del Cehel, la fuerza
motriz de la Naturaleza, el regulador de los tiempos y de los modos. El mulo es
el intermediario, casi divino, entre el necesitar y el conseguir, es alimento
que no se come pero que da de comer. El pobre pueblo de Quesada cree estar en
el bando de los vencedores. La despedida de esta segunda compañía que envía la
villa contra los moriscos levantados fue al alba del día catorce de enero de
mil quinientos setenta. A la compañía segunda de esta villa no la despiden las
autoridades en la plaza Pública. Para el chiquillerío dejó de ser novedad el
paso de tropas. Los soldados de esta villa tan pobre y necesitada son poco
marciales y parecen casi una manifestación de indigentes. El chiquillerío, los
curiosos, los desocupados de este poblachón, no se asoman para admirar el
desfile de los soldados del Rey Nuestro Señor. El chiquillerío, los curiosos,
los desocupados de este perdido lugarón, que ya no se hacen cruces cuando
retumban las entrañas de la villa al paso de la artillería, de los carros de
combate, menos se van a dar el madrugón para ver partir a cuatro piernas. La
compañía segunda que ha levantado esta villa camina la vuelta de Huéscar entre
los hielos del puerto de Tíscar. La primera compañía fue a la Guerra por
patriotismo o algo así, pensando que causarían buena impresión a S.M. con poco
gasto. Cuando la primera compañía fue al frente era capitán general de Granada
el señor marqués de Mondéjar. La segunda compañía se ha reclutado a la fuerza,
los gobernantes y los gobernados de esta villa están que echan las muelas con la
factura que les presentan los negocios del Rey Nuestro Señor. Cuando parte la
segunda compañía manda en la Guerra el señor príncipe don Juan, el de Lepanto,
y el señor príncipe manda que se haga a sangre y fuego. Los vecinos de Quesada
siempre votan al Rey Nuestro Señor, sea el que sea, y luego se quejan mucho. La
compañía segunda se detiene en Tíscar para recibir la bendición de la Virgen. A
la Virgen, que no le preguntaron su parecer para acudir a Galera, ahora le
exigen ayuda. La Virgen vive encerrada en sus sierras, aislada del mundo, no le
gusta que salgan sus hijos a esos horizontes de fuera, tan irreverentes, tan
peligrosos. La Virgen bendice a regañadientes a sus hijos soldados, sus hijos
soldados marchan a la Guerra unos de grado y otros no, unos son codiciosos y
otros perros flacos granjas de pulgas. El capitán Bartolomé Martínez de
Carmona, sobrino de Antón Martínez, dirige la compañía. La bandera del concejo
de Quesada, aunque no les guste a los indigenistas de secano, es el pendón de
Castilla con el Señor Santiago Matamoros en una parte y las armas de la villa,
castillo almenado, cruz, llave y espada, en la otra. La compañía segunda se
alojó la primera noche en los cortijos del Pozo y al día siguiente en Huéscar, en
el campo del señor príncipe don Juan de Austria. El ejército de don Juan avistó
Galera en la mañana del diecinueve de enero, víspera de San Sebastián, patrón
de Quesada y patrón de los soldados. El espectro de Mateo Francés acudió al frente
para vengarse de la muerte que le hicieron los moros en el invierno pasado.
Obedecen a don Juan más de doce mil guerreros, los moros son apenas cuatro mil
quinientos contando viejos y viejas, mujeres y niños. El espectro de Mateo
Francés se juntó con sus paisanos nada más verlos. A todos conocía. A Mateo
Francés le hubiera agradado preguntarles por su viuda y por sus hijos pero,
como es espectro novato, no domina todavía los códigos de señales para
comunicarse con los vivos. Por el momento sólo sabe tirar de los pies a los
enemigos mientras duermen, aunque como no es capaz de aparecerse cuando se
despiertan los enemigos no ven a nadie y vuelven a dormir pensando que serán pesadillas
propias de las digestiones hambrunas.
Los moros habían cortado las
callejuelas de Galera cada cincuenta pasos con barricadas y se habían
encastillado muy fuertemente. El señor príncipe dispuso su campo en tres
sectores, cada uno en un ángulo de los tres que forman la unión de los ríos. A
cada sector adjudicó el príncipe parte de la artillería. El mismo día
diecinueve se dio el primer asalto precedido de grandes bombardeos. A Diego
Serrano le pica la envidia porque su vecino Vastián Cano, el mozo, prosperó en
aquella entrada que hizo el señor marqués de Mondéjar en la Alpujarra. Diego
Serrano se apuntó a la segunda compañía para no ser menos que su vecino. En
toda su vida conoció Diego batalla alguna, su única experiencia en asuntos
bélicos fue el vago recuerdo de los años de servicio militar, que fueron años
sin conflictos ni rebeliones. Convencido vino Diego a esta segunda compañía,
imaginando que los peligros más graves de una guerra son los derivados de la
mala leche propia de los mandos naturales. Los soldados acometían los escarpes
de Galera infructuosamente. Se defendían los moros muy bravamente y con mucha
táctica, desplegando una nube de pelotas de arcabuz que impedía a los enemigos
escalar las cuestas. En la parte más alta de Galera un pendón encarnado con
tres medias lunas de plata. Bartolomé Alviano no entiende de tiros ni de
puñaladas, de muertos o heridos. Bartolomé Alviano ya vio la guerra con sus
propios ojos y no le gustó y a la primera oportunidad desertó y se volvió a su
pueblo con Leonís y con Vastián. Bartolomé Alviano, embrutecido por sus
constantes derrotas, es un buen soldado. Le dan suelta y él se lanza, se lanza
con la azada, con el pico o con la escopeta, con lo que le den. En el ejército
del señor príncipe los que gobiernan la Guerra dicen que los alvianos son
buenos soldados que pelean valerosamente. A los alvianos los parieron para
esforzarse y sufrir sin entender demasiado bien su objetivo y sin esperar premio.
Como tienen costumbre, raramente se cansan. El señor príncipe ordenó un
terrible bombardeo de la artillería y quiso que los soldados arremetiesen
apenas llegar a Galera. El señor príncipe esperaba que los moros se acojonasen
en esta primera arremetida y que se lanzasen a sus pies. El espectro de Mateo
Francés, despreciando su vida de espectro, escaló los escarpes que protegían a
los moros y embistiendo fieramente consiguió degollar a quince. Diego Serrano
no se figuraba que la guerra fuera tan terrible. Diego Serrano asustado en
medio del fragor del combate. Diego se apretuja contra los cadáveres que ruedan
desde lo alto de la cuesta. Disparos de arcabuz y de ballesta, gritos de los
que mueren, gemidos de los que agonizan, Diego Serrano confundido entre la masa
sanguinolenta y destripada del cerco de Galera. Ahora casi admira a Vastián, se
ve tan cobarde y pequeño que no cree que él pueda alcanzar con éxito saqueo
alguno. El capitán Martínez lo encuentra escondido entre las carnes deshechas y
lo levanta a patadas del suelo. Diego sube tras sus compañeros, que son rechazados
una y otra vez, temblando y llorando, flojo de esfínteres, cagado y meado.
Cabrera, portaestandarte, es un gozquecillo indefenso y medio tonto pegado a su
capitán. La compañía segunda de Quesada es de la morralla de choque que se
manda por delante para agotar a los moros. Persuadido don Juan de la
imposibilidad de tomar el lugar en aquella jornada, ordenó que regresaran los
soldados y decidió volar al enemigo construyendo una mina hasta el interior del
promontorio. Toda la noche estuvieron excavando el túnel y cuando lo
completaron al día siguiente lo rellenaron con barriles de pólvora y costales
de trigo y sal para avivar los incendios. La explosión resquebrajó la tierra
muchos kilómetros a la redonda. Dice Mármol, pág. 312, que era gran contento
ver salir a los moros de entre el polvo, como cuando se cae alguna casa vieja.
A la explosión siguió un nuevo asalto y un nuevo fracaso. Murieron aquella jornada
más de cuatrocientos cristianos. Don Juan, despechado, juró que asolaría el
lugar y pasaría a los defensores por el filo de su espada.
Diego Serrano pensaba que robar a los
moros era como aparecer en el cortijo de Adán y Eva, que si les daba hambre
arrancaban fruta y la comían. Nuño de Mata es un fugitivo imaginario de la
justicia que ignora su inocencia. Ignora que el temblor del miedo le salvó del
delito. Galera está en un cerro encajado como una cuña en la unión de dos ríos.
Amanece en Galera. Gran parte del promontorio quedó desmontado por el trueno de
la mina, hay casas destrozadas, aun se defienden los moros presididos por tres
medias lunas de plata en el estandarte. El príncipe ha jurado asolar el lugar,
sembrar de sal los suelos. Tres cuerpos de ejército acampan en los tres ángulos
que nacen de la unión de dos ríos. Amanece en el real de don Juan de Austria,
el de Lepanto, los soldados se desperezan, perros apátridas husmean los
despojos de la batalla esparcidos en tierra de nadie. Amanece, desde antes de
presentarse el sol se ha reanudado el cañoneo. Los soldados más remolones
despiertan sobresaltados. En el amanecer de Galera se confunden las primeras
luces con el polvo de las explosiones de las bombas y la escarcha de las
heladas. Cuatro mil quinientos moros creo que eran los que entre los escombros
apretaban los puños y se tragaban su cobardía y que, esquivando los disparos de
la artillería, vivían resueltos a morir matando. Nuño de Mata quiere morir pero
le falta valor y ciencia. Nuño de Mata es incapaz de arrojarse por el hueco de
las escaleras de la oficina, es incapaz de tomar derecha una curva en la
carretera. Nuño de Mata no distingue el acónito de la hierbabuena, no sabría
precisar su dosis letal y el modo de empleo. Nuño de Mata, el que no pudo ser
yerno de Antón Martínez, quiere morirse pero no se atreve a emplear las propias
manos. Nuño de Mata ha venido a este cerco de Galera para que los enemigos lo
suiciden. Los cañones de S.M. anuncian el amanecer. Recordando a los moros, que
resisten y que no se entregan voluntariamente a su suerte, el señor príncipe
don Juan y sus caballeros acompañantes sudan bilis y rencor. En la fría aurora
el espectro de Mateo Francés recibe placer escuchando las conversaciones de sus
paisanos, conoce a todos. Del espíritu de Mateo mana una nostalgia que el hielo
de la mañana solidifica. Acompañado por la escarcha, por su perrillo y su
escopeta, Alonso Sánchez, el cazador, anda las veredas de la sierra a la busca
de caza que cazar y que vender. Alonso Sánchez es un furtivo que caza por
necesidad, que no caza por placer. Alonso Sánchez sólo se hace con las piezas
justas, respeta a las viudas y a las gestantes. Alonso Sánchez, el cazador que
tenemos en esta villa, mata piadosamente a los viejos machos desahuciados
ahorrándoles sufrimientos, mata también a los machos mozos que incordian y que
delinquen. Los animales buenos de la Sierra respetan al cazador y el cazador
los respeta a ellos. Alonso Sánchez respeta a las viudas, a las gestantes, a
los forestales y a la Guardia Civil y ellos lo respetan a él. Alonso Sánchez no
tuvo que ir al frente de Galera para tener su parte en esta Guerra. En la
mañana temprano, heladas horas de enero, Alonso Sánchez se topa con monfíes en
un claro. Alonso se carga a varios, el resto escapa entre los pinos y las
peñas. Los monfíes estaban hambrientos y fatigados. Muchos animales de pluma,
de labios y de teta, se congregan alrededor del suceso. Conforme se acercan
preguntan a los curiosos inmediatamente anteriores por lo que aquí ha ocurrido.
Les responden que es ese, que se ha liado a escopetazos con cuatro moros
moribundos. Alonso Sánchez se cargó a estos moros por la misma razón que le
llevó a comer tranquilamente con ellos en la fuente de las Ubillas, por ninguna
razón, porque el destino se lo mandó. Alonso Sánchez, el cazador que tenemos en
esta villa, inspecciona con la bota los cadáveres de monfíes hambrientos y
fatigados, la mano empuña la escopeta, cientos de animales rodean silenciosos e
inexpresivos la escena.
Paseando entre los carrillos de los
regatones, entre los carromatos de las putas y de los tahúres, entre los
almacenes de los mayoristas de cautivos, le pareció a Bartolomé Alviano que aquella
máscara huidiza que fugazmente había entrevisto, no era sino la del tonto que
fue novio de Elvira. En el real de Galera, el séquito mercantil de los
ejércitos de S.M. ha levantado una feria. En la feria consumista del mercadillo
ambulante pueden los moros comprender la grandeza, la superioridad de nuestro
modelo romano económico y social. La sombra de Nuño de Mata se diluía igual que
el vino entre la muchedumbre. Bartolomé Alviano la persiguió por entre la
improvisada galería comercial, procurando que sus llamamientos se impusieran a
los altavoces de los turroneros y de las tómbolas.
—¡Señorito! ¡Señorito!
Bartolomé Alviano es un hortelano tan
prudente que incluso en mitad de la Guerra se mantiene en su sitio y usa el
tratamiento adecuado.
En los días que restan de enero los
contendientes conocerán continuas escaramuzas y los cañones se convertirán en
campanadas de reloj marcando las horas. Las escaramuzas más que intentos serán
tanteos. El señor príncipe ha dispuesto que se taladren en el peñón de Galera
dos minas más hondas y potentes que la anterior. Bartolomé Alviano es una
bestia de carga y sólo sabe trabajar, es un soldado austero de los que gustan a
los señores generales. En la confusión de un bombardeo, en el desbarajuste de
un asalto, el capitán Martínez y el peón Alviano alcanzaron sin auxilio la
torre del viejo castillo de Galera y secuestraron la bandera encarnada con tres
medias lunas de plata. Alviano es un autómata. Don Juan recompensó al capitán
Martínez con palabras emocionadas. Don Juan puso al capitán por las nubes. El
capitán, ruborizado y orgulloso, con los brazos rectos y apretados a las
caderas, la mirada en la tierra granadina, agradecía en su humildad este
recuerdo que le dedicaban las alturas. Bartolomé Alviano consiguió alcanzar a
Nuño. En un bar de campaña, con botellines de cerveza caliente y tapas frías,
Alviano entera a Nuño del error en el que estaba al pensar que había matado al
que no quiso ser su suegro. Como no le cree, le acompaña hasta donde huelga la
segunda compañía de esta villa para que el testimonio de paisanos comunes ponga
más fuerza a su versión. Despedido por las risas y las bromas de los que
vinieron a defender al Rey y a la Patria, Nuño deja el campo de Galera camino
de su pueblo. El pantano del Negratín es tan grande y se alimenta de ríos tan
secos que tardará siglos en embalsar entera su capacidad. Son legión los que
abandonan el cerco de Galera, porque los soldados del Rey Nuestro Señor han
venido aquí a robar y no a morir, y tal como van las cosas está claro que mucha
muerte y poco botín.
Hoy, día primero de febrero del año de
nuestro señor Jesucristo de mil quinientos setenta, a las cinco de la madrugada
y en la cárcel de la ciudad capital de esta Guerra, murió agarrotado Juan de
Alcalá Amurrio, vecino de la villa de Quesada y natural de la parte del Norte.
En una pensión cochambrosa de la placeta de Castillejos lloran la viuda y los
dos hijos formales del vascón. La justicia militar de S.M. le responsabilizó
enteramente del asunto aquél de los trigos del convento del Señor San Juan y ha
procedido con la celeridad propia del estado de sitio que padece este reino.
Imposible enumerar los pasos que anduvieron la viuda y los dos hijos, las
esperas que esperaron, los pies que besaron, las buenas razones que razonaron y
que vieron desatendidas. En la calle de la Cárcel venden al aire libre hierbas
para curar cuerpos y aviar comidas, sus olores pelean con los del pescado que
venden en el próximo mercado de San Agustín.
El espectro de Mateo Francés vino a
estas jornadas de Galera para vengarse de sus matadores que lo mataron el mes
de enero pasado en la Alpujarra. Como es un espectro, las puñaladas de Mateo
Francés son de gran efecto, porque los moros no lo perciben aunque se acerque a
ellos con lujo de crueles alaridos y dando saltos. Por sorpresa, que no a
traición, da Mateo Francés sus tajos, los moros no se dan cuenta de nada, no
descubren de donde les viene el hierro. Mateo Francés sube las cuestas como una
centella derribando enemigos, los enemigos toman a la fuerza invisible por arte
mágica del dios de los otros. Nuño de Mata se acerca a su pueblo, sólo Alviano
y la compañía segunda que está en Galera saben que regresa, los vecinos de
Quesada llevan horas en el muro aguardando el gracioso y famoso advenimiento. Los
vecinos estarán al tanto gracias a la telepatía, seguramente será eso o quizás
fue el chisme de algún prófugo, de algún traficante que regresaba del frente.
Nuño de Mata entra en Quesada en olor de multitud. La curiosidad supera a la
burla y no hay chistes, solo miradas que preguntan. Diego Serrano se va acostumbrando
poco a poco a la batalla. Antes de sacarme el carnet de conducir se me figuraba
imposible que yo pudiera ir sentado al volante de un coche, con la soltura con
la que lo hacían los demás. Hoy no me imagino que antes me imaginara lo
contrario. Diego Serrano también se acostumbra poco a poco a estos infiernos,
los colmillos le están creciendo y se le están retorciendo como a los marranos
jabalises. La pícara y socarrona personalidad de Diego, por fuerza de costumbre,
se impone finalmente a la situación. Diego se las apaña para no arriesgarse en
los asaltos, sólo se expone registrando y robando los cadáveres, cadáveres de
blancos o de negros que lo mismo le da, registrando y robando a los moribundos.
A Diego le da mucha rabia que los moribundos griten cuando les arranca el
diente de oro. A Diego no le sobra tiempo como para ir comprobando si respiran
los clientes o si ya están fríos. Por segunda vez han herido a Mateo Francés.
El espectro de Mateo Francés murió a manos del espectro del hijo de Juan
Zabazaque. El espectro de Mateo Francés murió en una de sus locas acometidas,
no pudo ver a su verdugo porque también era un espectro. El hijo de Juan
Zabazaque se limitó a colocar la pica en el camino de Mateo y el quesadeño se
ensartó en el hierro. Los moros lúcidos y bien informados saben que el pueblo
de Dios se juega todo en este cerco de Galera. Los moros lúcidos y responsables
se alistan voluntarios en las milicias que defienden el lugar. El espectro del
hijo de Juan Zabazaque, el que murió en Órgiva desnucado por Melchor, es un
espectro pálido y de bigote pelusero. El hijo de Juan Zabazaque cuando murió era
apenas un aprendiz de monfí, demasiado indefenso y tierno para el oficio. Los
espectros del pueblo de Dios se han curtido tanto entre tanta sangre y tanto
hierro que, aunque no hayan crecido mucho, ya son feroces y experimentados guerreros.
El hijo de Juan Zabazaque es espectro de piel clara, de ojos grandes y
brillantes, un espectro moro como salido de los romances de frontera, flor
nueva de romances viejos.
Entre cristianos y granadinos van para
dos mil los caídos. Las explosiones y las descargas de fusilería baten el polvo
y el barro, el sudor y la sangre han cubierto Galera de una fetidez que se
extiende por todo el alto llano. En la tierra de nadie los perros apátridas
mordisquean, ahítos y desganados, las vísceras de los muertos sin identificar.
El concejo de Quesada, tal y como le indica el gabinete del señor príncipe,
busca tres caballos para correr la posta. El concejo de Quesada manda pregonar
que a quien quiera cuidar y alojar los dichos tres caballos se le pagará la
ocupación como sus mercedes crean que es justo. No se necesitan estudios para
percatarse que aquí estoy copiando las actas del cabildo. Las actas del cabildo
tienen algunos detalles graciosos, pero, por lo general, son un coñazo que leo
por obligación de historiador. El concejo ha comisionado al regidor Antón
Martínez para que intente cobrar en la intendencia de Huéscar parte de los
dineros que S.M. debe a esta villa. La compañía segunda tiene abanderado y, como
el empleo se supone de alto riesgo, lo han dado a una especie de Edipo medio
tonto. El abanderado de la compañía segunda es Cabrera, acarreador. Cabrera no
hace en este cerco más que llorar y arrimarse al capitán Martínez. El capitán
se enfurece y maltrata al gozquecillo y le grita que se aleje, que la vecindad
de la bandera trae gafe. El capitán Martínez, hombre despierto, está decaído
porque comprende que en esta batalla no ganará gran cosa. Una pelota de arcabuz
araña el cráneo del capitán. El capitán salva la vida por milagro de la Virgen
de Tíscar. El capitán piensa que en estas jornadas de Galera ganará bien poco y
bien puede perderlo todo.
Diez de febrero. Se han terminado los
trabajos en las dos minas que ya están dispuestas y cargadas. Explotan. El
señor príncipe don Juan, el de Lepanto, ordena el asalto final a los escombros
que esconden los polvos del derrumbe. Los soldados irrumpen por las callejuelas
degollando a los encastillados. El señor príncipe don Juan da instrucciones
tajantes y no se perdona a varón mayor de doce años. Contraluz frío de febrero,
el sol a media altura. La sangre corre en escorrentía las cuestas abajo de
Galera. Gimen los asesinados. En un terrado, entre el humo de los bombardeos,
el hijo del Zerrea raja el corazón de su secuestrada y él se levanta la tapa de
los sesos. Los ojos se abrazan y se besan y se acarician mientras mueren. El
señor príncipe don Juan, el de Lepanto, ha encargado a los suyos que saquen el
trigo y la cebada que almacenaban los moros, que arruinen el lugar y siembre
los solares de sal. El señor príncipe don Juan, el de Lepanto, parte a reducir
los moros del Almanzora. Diego López Aben Aboo escribe al muftí de
Constantinopla rogándole auxilio.
Viejos y viejas hay entre los que
mueren en esta Guerra que nacieron cuando Granada era Granada, aquello que hoy ya
no se sabe bien que cosa hubiera sido. Hasta hace apenas unos meses el rey de
los andaluces era Muley Mahomet Aben Humeya y ahora lo es don Diego López Aben
Aboo. Don Diego es un reyezuelo muy sensato, trabajador nato, ha reactivado la
resistencia y organiza astutas emboscadas. Agoniza el pueblo de Dios, agoniza
muy lentamente y las autoridades se impacientan, lo hace S.M. y el señor
príncipe, el presidente Deza y todas las personas conocedoras de la situación
internacional, se impacientan porque la rebelión es un peligro grande para la
Patria estando el turco, como está, campando por el Mediterráneo. Urge extirpar
del reino a la nación morisca. Hay miles de moros en los caminos. Miles de
moros acosados, cautivados, encerrados, asesinados, vigilados, vendidos,
desterrados. En largas marchas sin pan y sin descanso los sacan del reino,
hacen noche en iglesias incendiadas y en corrales sembrados de estiércol. Por
miles perecen, es el milenio que ya se termina, se perdió definitivamente el
anhelado y nunca alcanzado paraíso dorado, sobre los justos se lanzan
cruelmente el Rey Nuestro Señor y el arzobispo y los oidores de la Audiencia y
los empleados de banca y los opositores y los comerciantes, jubilados,
párrocos, taxistas, funcionarios de la administración central, de la autonómica
y la municipal, contratistas, mecánicos, médicos, farsantes, inocentes y
culpables, viciosos y virtuosos.
Ayer soñé que veía la costa de África
con una claridad desconocida. Estaba yo en la playa, no recuerdo si en Castell
o en Almuñécar. El Peñón, tanto tiempo buscándolo entre brumas lejanísimas, estaba
ahora tan cerca que se podían distinguir las matrículas de los coches
gibraltareños y un poco más lejos las caras de los estibadores en un puerto
moro sin nombre. Absorbido por el asombro no vi a tiempo la ola gigante que se
acercaba y, aunque me volví de espaldas y me acurruqué contra la verja de un
colegio de monjas, la espuma salobre y las algas podridas me estropearon la cámara
y no pude fotografiar el milagro de la repentina cercanía africana. Después se
presentó en mi casa Pedro de Tribaldos, muy bebido, y de muy malas maneras me
insultó y me exigió que no le mezclase en mis obsesiones. Me gritaba, yo
aturdido por la sorpresa, me gritaba que él no bebe, que su santa esposa se
llama Isabel Ruiz, que no lo niegue, que yo mismo encontré su nombre en las
transcripciones de los papeles del cabildo y que su mujer no se había
amancebado con ningún secuestrador monfí. No interrumpí sus alaridos, apestaba
a vinazo, aullaba. Muy templado, lo eché a la calle. También ayer, noche movida,
soñó que se metía una bala en la sien Gonzalo del Salto Fuertes. Se disparó
sentado en el retrete. Gonzalo, camino del cementerio, piensa que quien tiene
que defenderse de la existencia no existe y no muere nunca porque no pierde
vida sino miedo. Granada se está acabando, los grajos se retiran de la Vega,
los domingueros se retiran agotados a sus madrigueras obreras de barriada,
hasta mañana lunes dormirán las grúas en las obras, los albañiles duermen
despiertos en el atasco que regresa de la playa. En mi pared hay un San Ramón
Nonato favorecedor de los partos, el santo ese del perejil para la lotería, una
estampa de la Virgen de Tíscar y otra estampa de un niño gordo y lánguido con una
leyenda que reza Dios es amor.
A la burra de Pedro Martel la
empadronaron como bestia de albarda viuda en el padrón de acémilas que hizo el
ayuntamiento. Sus cuñados la vendieron mediado febrero a unos tratantes de
animales que en sus negocios recorrían todo el mundo. A la viuda de Pedro
Martel la despidieron con burlas, el hermano mayor de su marido hacía sonar en
el bolsillo la calderilla que había cobrado por la burra vieja y sentimental.
Por la Loma de Úbeda abandonan el horizonte los tratantes y la burra viuda,
camino del Norte inhumano donde los animales no aman. Alonso de Mata recibió a
su hijo Nuño sin ninguna emoción, no le dio un beso ni le preguntó dónde había
parado estos meses. Al sinvergüenza de Alonso le había quitado Dios un tonto de
encima y Dios se lo devuelve ahora para escarmiento y castigo. Nuño reconoce
las paredes y los muebles y las manchas de humedad en los techos, la casa de su
padre, el decorado de siempre. Nuño explora desde la ventana la calle desierta.
Su padre lee el periódico, no le dirige palabra y se dice para él que estamos
aviados con el imbécil este. Antón Martínez y su santa Guiomar acodados en la
barra del bar. Le cabrea al regidor Martínez que el regreso de este idiota
anime las lenguas de las gentes, se avecinan un par de semanas plagadas de
chismes, la afición espera acontecimientos, la afición espera sangre y
espectáculo gratis. Guiomar disfruta mucho con las tapas de cocina. Su madre le
pregunta si quiere cenar y Nuño no responde, la bombilla reflejada en las
bifocales de Alonso, en la calle dos rústicos hablan a voces, una aureola de
claridad abraza la luna. Nuño acaricia sus recuerdos, su cama, sus libros, teme
el cachondeo que habrá desencadenado tan grotesca aventura. Nuño cuenta las
sombras concéntricas que dibuja la lámpara en el techo. En la oliva en la que
se ahorcó Elvira hay flores. No las puso Nuño. A Nuño le vence el odio al que
no quiso ser su suegro y ya apenas se pasea Elvira por sus pensamientos. Hasta
que no se libere, de buenas o de malas, del odio al regidor no regresará a su
querida Elvira. Guiomar llora, a escondidas, la suerte de su hija. Nuño no
duerme en toda la noche, en la chaqueta una pistola, los fantasmas de su vida
entera le bailan en la cabeza. En el bar Marisol Antón Martínez bebe blanco
manchego y se entretiene con otros de su calaña. Desde la puerta del bar Nuño
apunta a las seseras del que no quiso ser su suegro. Los parroquianos callan,
nadie ríe, Antón Martínez pálido y sin respiración. Antón se tira al suelo. No
bombean sangre los corazones de la afición, los baristas quieren razonarle al
pistolero pero no les nace la voz, Nuño descarga la pistola en la parte alta de
las paredes, la afición se reúne con Antón en los bajos fondos, sólo queda a
salvo el cuadro de la Virgen de Tíscar y la botella niquelada del sifón. En la
oliva en la que se ahorcó Elvira hay flores. Ahora sí que las puso Nuño. Aunque
disimula, Alonso de Mata está casi orgulloso de lo que ha hecho su hijo y
quiere congraciarse con él:
—¿Quieres una caña?
Nuño no contesta, camina solo por los
alrededores del pueblo. Ahora Alonso hasta quiere encontrarle una colocación a
su hijo. Nuño recorre a solas y envuelto en melancolía las calles de esta
villa, los vecinos le miran con respeto, no hay risas.
—No le aguanto ni una tontería más.
Es lo que asegura en voz alta Antón
Martínez a sus compinches en la esquina de la celosía del bar. Nuño, sin
amigos, toma el sol en un banco del jardín. Hay loca lucidez en sus ojos, un
viejo le ofrece tabaco y él no contesta, el viejo piensa que el antiguo medio
tonto no está en su juicio y se desentiende. Nuño ignora a esta villa tan pobre
y necesitada, a esta Guerra, a esta vida. Esta república aprende poco a poco a
ignorar a Nuño.
La compañía segunda que a la fuerza
levantó esta villa contra los moros rebeldes sigue la marcha del señor príncipe
don Juan por los secanales de Almería. En la compañía segunda unos desfilan
contentos y otros no. El acarreador Cabrera es muy torpe, es una calamidad. Si
en mitad del desierto hay una mierda, entre los doce mil soldados de la
expedición seguro que es Cabrera quien la pisa. Cabrera tropieza continuamente.
Cabrera hace equilibrios para que no se le caiga el estandarte, el capitán
Martínez nota la peste y no necesita abrir una investigación para averiguar la
suela de quien aplastó la catalina. Se está terminando la Guerra, aún quedan algunos
meses, pero se está terminando porque a estas alturas ni el mismo Diego López
da un duro por la Causa. Granada se está acabando. En la villa de Quesada
siempre están con las mismas cosas. Desde que el arzobispo de Toledo le tomó la
plaza al sultán de Granada nunca ha ocurrido nada y siempre es todo lo mismo,
las mismas historias, unos años llueve más y otros menos, el paso del tiempo
sólo se reconoce en que los olmos del jardín son más viejos. Quesada es una
villa muy pobre y necesitada y vive de figurar como tal en los registros de la
burocracia y de sacar algunas pocas subvenciones y subsidios. Por escrito y con
los timbres pertinentes, el señor
presidente Deza conmina a Diego López para que se rinda. Diego López se pasa la
amenaza por los huevos que se dejó colgando en la morera de Mecina Bombarón. El
pobre Melchor ha quedado por loco oficial. No come, no se lava, con nadie
habla, desde las ocho de la mañana a las ocho de la tarde da vueltas al jardín
con las manos a la espalda y los ojos en las baldosas. Los infantes, esperanza
del porvenir, le persiguen y le tiran piedras y le dan patadas en el culo. Melchor
sufre el castigo con resignación y continúa su paseo cubierto de mugre y
tristeza. Una tarde, viendo el lastimoso espectáculo, Isabel agarró a su padre
y lo metió en su casa. Daba pena ver a Melchor aferrado a la reja, chillando
como si lo llevaran al matadero. Los cortadores podan las olivas con hachas y
motosierras. En el olivar del pueblo de Dios sólo han dejado los tocones.
El día primero de febrero ajusticiaron
en Granada a Juan de Alcalá Amurrio. Sus hijos racionales y su viuda vuelven al
pueblo adoptivo de su padre y esposo. El Rey Nuestro Señor no les ha dejado ni
casa. Confiscó S.M. hasta la última peseta. La viuda y los hijos del vascón se
han instalado en una choza cerca del río. Los vecinos, que nunca antes encontraron
motivos, se lanzan ahora a crueles habladurías. Los vecinos en unas horas
destrozan una vida, hincan el diente en la memoria del desgraciado. Por mala conciencia,
que no por compasión, los regidores le facilitan al hijo mayor un puesto de
escribiente en el ayuntamiento. En su tercera vida el espectro de Mateo Francés
convalece de la herida que le hizo el espectro del curtido aprendiz de monfí. Apenas
pudo andar regresó al cementerio de Quesada. Desde entonces nadie le ha visto.
Nunca, que se sepa, murió de nuevo. Leonor Jiménez es la viuda de Juan de
Alcalá Amurrio. El vascón era una persona seria y formal. Leonor Jiménez tiene
muy buena mano para los guisos y las cosas de comer. Antes, cuando era dueña de
alacenas repletas, entretenía el invierno cociendo magníficas morcillas, era
insuperable con los guíscanos y los espárragos trigueros. A Leonor Jiménez S.M.
la despojó de todo el capital de su difunto, le quitó incluso la casa en la plaza
Pública, frontera a las casas del cabildo. Diego Serrano, el vecino de Vastián
Cano, está hecho un pájaro. Ave de menor cuantía, sus éxitos los consigue
después de las refriegas, robándole a los caídos el diente de oro. Diego sigue
al señor príncipe por el río Almanzora. Fray Luis vive muy arrepentido de no
haber auxiliado al vascón sabiendo como sabía que era inocente. Fray Luis
quiere remediar su increíble torpeza o lo que quiera que fuese. La mitad de las
maldades y de las bondades que vemos no tienen mayor explicación y se hacen
porque sí, por un golpe de sangre, por un malhumor, por una falta permanente o
pasajera de reflejos. Fray Luis se ofrece a la vascona consorte, natural de
Valdepeñas de Jaén, y la vascona y sus hijos le responden con desprecio. Son
los primeros que en esta villa desprecian al padre prior del convento de los
frailes del Señor San Juan. El padre prior se traga el sapo sin hacer un guiño.
La viuda y los hijos racionales de Juan de Alcalá pasean con entereza y valor sus
desgracias por las calles del pueblo. Fray García, con siete litros de vino en
la panza, predica borracherías a voces en la plaza Pública. Fray García amenaza
a las beatas y a los meapilas con cánceres y luciferes. La tarde es fría y chispea
un agua muy fina, un chorro de óxido baja vertical desde el centro del reloj de
las casas del cabildo, parece funcionar con tres manecillas. El reloj de
Quesada nunca concuerda con el de la televisión y da las horas a veces un rato
antes y otras después. Fray García detiene por un instante sus argumentaciones
para devolver. Fray García se limpia los vómitos de la barba con la bocamanga
de la túnica. Fray García remata la faena vitoreando a la legión, las cortes de
Cádiz y el espíritu del doce de febrero. El público, simulando una súbita
conversión, aplaude a rabiar. Es una tarde fría y oscura de marzo. Los miles de
gorriones que se refugian en los brotes de los álamos miran con cara de hambre
a los primeros mosquitos de la temporada, comida vedada a sus habilidades, su
tocino prohibido ya sean gorriones moros o cristianos. Los municipales pregonan
ininteligiblemente bandos municipales desde los altavoces consistoriales. Fray
García es un fraile célebre, famoso por sus pérdidas de compostura y disparates.
Que uno de los borrachines principales de esta villa sea fraile le da un toque
especial y sofisticado a esta nuestra patria local. Diego de Alcalá es la cruz
que arrastraba el vascón antes de que lo ajusticiaran. Diego de Alcalá es un
bala perdida que cuando piensa no lo hace en nada bueno. En la plaza Pública el
hijo perdido del vascón apalea a fray García. Diego apalea a fray García porque
no olvida el porrazo casi de muerte que recibió en el bar. Los hermanos formales
de Diego le apalean a él, que es la vergüenza de la familia, la propina que les
deja su tragedia. La compañía segunda que levantó esta villa sigue a don Juan
por las ramblas de Almería y el capitán Bartolomé Martínez de Carmona se
desespera cada vez que el abanderado Cabrera tropieza y cae. Si en las ramblas
de Almería por milagro hay tres charcos, en los tres cae Cabrera, como si el
estandarte quisiera presumir de ser oriundo de tierras algo más lluviosas. El
duque de Sesa partió de Granada el veintiuno de febrero y se alojó en el Padul.
El señor duque quiere entrar en la Alpujarra para encontrarse al otro extremo
con el príncipe y así coger a los moros por ambos lados.
En esta villa hay gente de la que no
se sabe cómo y de qué vive. Hay alguna gente tan sospechosa que uno se explica
que viva y que viva bien. El beneficiado Guerrero vive escondido en esta villa
y vive de los ahorros de su lasciva amante mora, vive de los oros de su
parroquia, de las alhajas de sus santos. El regidor Antón Martínez ha vivido
siempre de su cortijo. Su sobrino, el capitán de la segunda compañía, vivirá de
lo que herede de la nación nuevamente convertida, de lo que el señor príncipe,
las personas principales que marchan con él, le den. El mesonero Antonio de
Baeza lo hace de sus comercios, de sus módicos réditos. La viuda de Mateo
Francés malvive de la huertecilla y de sus míseras rebuscas. Lope de Saravia lo
hace de alquilar el recuerdo de sus ilustres antepasados. Los frailes del señor
San Juan, dicen ellos, se mantienen de limosnas y oraciones. Los frailes del
señor San Juan son los pobres de Cristo, son unos grandes profesionales.
Bartolomé Alviano y su hermana sobreviven como pueden. Cabrera es acarreador y
Leonís fiel almotacén. En la villa de Quesada cada cual vive según sus fuerzas
y posibilidades. Pedro de Tribaldos se larga al cortijo para emborracharse, los
boyeros del concejo dicen mira que tío más raro y le tiran piedras. Pedro
levanta la vista al cielo y se asombra de estos tiempos modernos en los que
conviven el pedrisco y los cielos rasos. Pedro de Tribaldos se casó para ser
como todos los demás, para no entrar solo en los bares, para que le hiciesen
compañía y no pasar por raro. Son las siete de la tarde en el reloj del
ayuntamiento y Gonzalo del Salto, melancólico propietario, toma café y copa con
el padre prior. El padre prior recuerda su incalificable acción con la viuda
del vascón, no se perdona lo que hizo, llora en el hombro de Gonzalo. Gonzalo
es incapaz de reaccionar porque nunca consoló al prior, que siempre fue al
contrario. Los señores comerciantes culpan de sus desgracias a la Delegación de
Hacienda. Los ideales políticos de los señores comerciantes se reducen al
librecambio y al estraperlo, los señores raspalindes aspiran al mercado
subvencionado. Cuando a las ocho de la tarde el sol muere, los gorriones y los
viejos se retiran a sus retaguardias domésticas. El sol expira todas las
tardes. Como le gusta morir todas las tardes cada mañana tiene que nacer. El
sol no es una estrella, es un encadenamiento de agonías. La primavera,
estrenada este domingo de ramos, agoniza eternamente. Agoniza Granada, el
pueblo de Dios se está acabando, Granada será de inmediato un recuerdo lejano.
Por las ramblas de Almería el señor príncipe don Juan luce su caballo. El
zumbido de doce mil enemigos acercándose será de los últimos recuerdos que
registren los sentidos del pueblo de Dios. Los moros, muy especialmente los
monfíes, viven de sus desesperanzas y de sus desobediencias. Como se empecinan
en sus torpezas, el Rey Nuestro Señor quiere exterminarlos por irreductibles.
El cinco de marzo una partida de monfíes hambrientos que andaba por los
términos, embosca a una escolta de sacos de arena. Los monfíes no habían comido
caliente en tres meses y los retortijones de tripas les daban un coraje
desproporcionado para un ser natural. Los fieles peones de confianza que
protegen las adulteradas provisiones disparan sus escopetas, cruzan sus plomos
con las espingardas granadinas. Francisco de las Navas se esconde en unos
zarzales. Caen moros y peones. Los peones de confianza defienden a golpes de
sangre los negocios de Francisco de las Navas y sus compinches. Los monfíes,
cegados por la necesidad, disparan para salvar sus propias entrañas y están tan
enajenados por las desgracias que a ninguno se le ocurre vitorear al segundo
rey de los andaluces mientras pelean. Los monfíes rugen, riegan con sangre y
espumarajos las piedras del camino de Guadix. Los aullidos infieles rasgan el
humo espeso de la balacera. Mueren los monfíes para llevar a sus hijos sacos de
trigo hecho harina. Francisco de las Navas manda a sus peones de confianza que
se vuelvan, que les dejen llevar todo, que ya se lo cobrarán al Rey Nuestro
Señor. Los moros, tan felices, remontan el trayecto de herradura por entre
pinares, romeros y mortales acónitos. En lo más alto de las peñas, delante del Mulhacén
que parece flotar en el aire claro de la mañana, los monfíes se reparten los
tesoros ganados. La escolta, aliviada de carga, regresa con rapidez al pueblo.
Francisco de las Navas cuenta al suegro el percance. Los socios del negocio de
la harina redactan una súplica a los funcionarios de S.M., porque les han
robado en acto de servicio, no en una boda ni a la puerta de un bar. Cuando en
lo más alto de las peñas descubren el engaño, los monfíes se tiran de los pelos
y se golpean las cabezas contra el suelo y se cagan en los muertos de los
cristianos, en unos muertos abstractos, en la pura idea de antepasados difuntos
de los romanos y no en los muertos que ellos mismos mataron para ganar
semejante botín. El viacrucis del pueblo de Dios es un viacrucis demenciado.
Desde que empezó este milenio los justos están muriendo por unos sacos de arena,
cuando descubren el engaño ya están muertos.
Para distraer la soledad, Pedro de
Tribaldos pone la radio mientras bebe a solas en su cortijo. Pedro sintoniza
cualquier ruido, cualquier ruido es bueno para simular compañía. Cuando Gonzalo
del Salto se deprime no le salen las palabras del cuerpo, cuando está sufriendo
se emborracha y dice muchas tonterías sin interés. Cuando Gonzalo está caído no
habla, cuando está levantado no recuerda sus caídas. Esta es la razón de por qué
no logramos enterarnos lo que le ocurre a este protagonista silencioso, oscuro y
gris. En el cumplimiento de los planes trazados por el señor príncipe, partió el
duque de Sesa para la Alpujarra la mañana del nueve de marzo. El doce durmió en
Lanjarón y el catorce en Órgiva. Dice Mármol, pág. 323, que Aben Aboo acosó
durante el trayecto al duque con frecuentes escaramuzas, para desasosegar el
campo real y para que no se entendiese la flaqueza que de su parte había. El
señor duque no avanzaba con más rapidez porque las carreteras estaban atascadas
por miles de refugiados con sus carromatos y sus colchones, moricos tristes
envueltos en mantas, patéticos ancianos venerables doblegados por los años y la
pena. Miles de vencidos eran conducidos por su verdugos fuera de este reino. El
Valle era un camposanto improvisado de campaña para los desterrados, que
desfallecían en el camino. Por las fatigas, las abstinencias y las infecciones,
miles de vencidos pasaban a mejor vida, los granadinos pasaban a mejor vida
siempre que morían porque esta de aquí, de Granada, ya sabemos que era peor y
no era ya casi vida. Melchor de Peralta es un mueble desnortado en casa de su
hija. Ni come ni bebe ni se lava ni da signos de reconocer. Leonís sufre en sus
carnes los cardenales que Melchor dejó en las de Sosiego. Ansias de revancha
ahogan a Sosiego que ya no es el gracioso oficial que tenemos en esta villa, es
un cruel malvado a secas. Melchor está ido, es incapaz de nuevas aventuras.
Sosiego ya no tiene miedo ni freno y Leonís se muerde los dedos por las noches,
cruza de esquina a esquina con sigilo y terror, como si fuese un refugiado de
Cádiar al que persiguieran los soldados del Rey para robarle, cautivarle,
atormentarle. El señor duque de Sesa entró por el oeste de la Alpujarra para
recibir a los que desde el este huían del señor príncipe. El día dieciocho de
marzo se encerró a los moros de la Vega en parroquias e iglesias. El
diecinueve, domingo de ramos, los hacinaron en el Hospital Real, en Santa Fe y
Atarfe. Desde allí los facturaron a Valdepeñas, Almagro y Ciudad Real, a Baeza,
Torredonjimeno y Córdoba. El veintisiete de marzo el concejo de esta villa puso
un alguacil en la Venta de Poyatos para que no dejase pasar a los muchos
enfermos de enfermedades contagiosas y naturales que venían de Baza y otras
partes. El concejo le ha escrito al señor príncipe don Juan y al comendador
mayor para que las compañías en tránsito no estén aquí más de una noche. En la
casa de Antonio de Baeza ha ocurrido un crimen, el señor juez levanta el
cadáver y los curiosos se agolpan a las puertas del acontecimiento, la
benemérita despeja los alrededores a hostias, porque es muy incómodo trabajar
atosigado por mirones. En las camas del mesón de Antonio de Baeza se ha
encontrado el cadáver de un capitán de compañía en tránsito. El cadáver sólo
tiene una puñalada, una puñalada certera que demuestra el buen oficio de su
artesano. Al capitán en tránsito lo mató un peón de la confianza de Antonio de
Baeza. El mesonero decidió la muerte de su huésped porque no se avino a firmar
facturas falsas de consumiciones falsas y a repartirse el importe. El capitán
se indignó mucho y amenazó al mesonero con dar aviso de sus malas mañas. El
capitán era un ingenuo y un ignorante que no sabía de la falsedad de casi todas
las facturas que recibe el Rey Nuestro Señor. Nadie se preocupe por el barista
usurero, que no le molestarán lo más mínimo.