La ciudad duerme a oscuras su silencio solo roto por el andar de la ronda del Alhambra y de algún cuadrillero en Bib-rambla. ¡Solo Hay Dios! grita una voz arábiga en lo más alto del Albaicín. Hachones de alquitrán y esparto iluminan la aparición, banderas verdes y carmesíes tendidas al viento, aguanieve y niebla difuminando el mensaje. A los de la ronda les parece que ven fantasmas, el cuadrillero no puede oír nada porque solo tiene oídos para sufrir el relente, a los vecinos moros el miedo los vuelve sordos y mudos y se disfrazan de disimulo.
—No hay más que Dios. Toda la tierra está levantada, el Turco se acerca a Granada. Acudid hermanos que ha llegado nuestra hora, acudid hermanos, dejad vuestros hogares, venid a la libertad. Solo hay Dios.
Silva gélido el viento de diciembre bajo los puentes del Darro y las pitas, erguidas y orgullosas, no quieren reconocer que se mueren de frío. La ronda escopetera de la Alhambra se frota los ojos por ver si despabila: no son alucinaciones, siguen allí aquellos demonios de gritos y luces entre la cortina de lluvia y nieve. Esta ciudad parece abandonada y desierta. Los cristianos que alcanzan a oír el pregón creen que se trata de voces del infierno. El conde de Tendilla corre por los corredores de la fortaleza para dar cuenta a su padre de la novedad. Aunque es un caballero valiente, que no hace caso de espectros, corre más ligero por el temor a las sombras de los cipreses que por la urgencia de su aviso. Canta el mármol de las fuentes y canta el viento en las tejas de la Casa Real, cantan gaitas y atabales en el temporal.
El señor presidente don Pedro de Deza tomó posesión de su poltrona de la Chancillería el veinticinco de mayo de mil quinientos sesenta y seis, dos años y siete meses antes de que entraran en el Albaicín las fiebres del sueño morisco disfrazadas de turco. Acudieron con el señor presidente hombres de letras legales, los que don Diego Hurtado, sin disimular su desprecio por estos burócratas del poder central, afirma que hacen profesión de no visitar ni recibir, no profesar estrecheza de amistades, no vestir ni gastar suntuosamente. Como plaga bíblica aterrizó el gobierno burocrático y con el nuevo poder de estas gentes de leyes llegó al poco esa famosa pragmática que todo lo prohíbe y de todo sospecha. A muy pocos se le ocultan las intenciones del Rey Nuestro Señor. S.M. está cansado de los creyentes descreídos, es tiempo de atajar la enfermedad y extirparla de estos reinos cauterizando las heridas con hierro rojo, sembrando los camposantos de sal para que no brote ni una brizna de verdor.
Don Francisco Núñez Muley es un moro razonable que quiere razonar con Deza. El hábito morisco no es de secta sino propio de provincia como sucede en otras partes de estos reinos, costaría un disparate a tantas gentes pobres sustituirlo por otro a la castellana. También son costumbres de provincia las zambras y regocijos, no son ceremonias de moros. Alheñarse el pelo es propio de personas aseadas. Los clérigos, que no quieren los baños ni la lengua árabe, son sin duda inspiradores de esta persecución. Deza escucha con profesional atención muchas y muy buenas razones, pero que a él le traen sin cuidado, y ordena displicente que archiven el memorial. S.M. quiere fe antes que farda y, por muy tieso y quebrado que esté con sus guerras europeas, no caerá en la tentación de dineros y obsequios.
—Si sois buenos cristianos, iguales en todo a los demás súbditos, no tendréis ningún mal encuentro. No gastéis tiempo y hacienda en gestiones, que no se revocará la pragmática.
El señor marqués de Mondéjar está indignado porque no se le consultó ni solicitó consejo en el negocio de la pragmática. El señor marques teme graves inconvenientes si se desvergüenzan los moriscos. Es cosa sabida hasta por el más desinformado como quiere S.M. provocar una rebelión y aplicar entonces la solución final. El propio Mármol opina que verdaderamente fue cosa determinada desde arriba para desarraigar de aquella tierra a la nación morisca. Solución final... Aquellos que ya han perdido todo refugio y esperanza se impacientan y se dan a la vida montera salteando caminos, haciendo fuerzas. En las sierras de Gor nacen fuentes locas coronando cerros, fuentes locas tras el otoño lluvioso, cosecha de prodigios y de monfíes. Han robado unos ganados en la Dehesa de Quesada, los alcaldes de la Hermandad corren los términos para conocer el número de salteadores que hay.
Mármol pp. 172-4: Pronóstico que fue hallado en la cueva de Cástaras:
—Y el que fuere lobo comerá con los lobos y el que no fuere lobo será comido por los lobos.
Hay miedo en el Albaicín, nadie quiere hacer cabeza del movimiento, es más prudente que otros se arriesguen y negocien el asunto. En casa del Adelet se juntan los más atrevidos y acuerdan la liberación para el día de año nuevo. Se recorren las vegas y se apercibe a no menos de ocho mil hombres para que el día señalado acudan a Granada vestidos a la turquesca, simulando ser el socorro venido del Africa. En el Cañaveral del Genil se juntarán dos mil monfíes gobernados por el Partal y el Nacoz. Escalarán con disimulo los muros de la Alhambra guiándose por las informaciones de Francisco Abenedem, albañil de la Casa Real. En Güéjar y Quéntar las moras y las moricas labran escalas de cáñamo para el efecto. Se harán tres partes de los albaicineros. La primera la mandará Miguel Acis, parroquias de San Gregorio y San Cristóbal, con bandera damasco carmesí, lunas de plata y fleco de oro, tomarán la puerta de Elvira y por la calle adentro hasta alcanzar la cárcel del Santo Oficio, liberando a los presos moriscos que penan allí. La segunda al mando de Diego Nigueli, parroquias de Santa Isabel de los Abades y San Nicolás, bandera de tafetán amarillo, bajando por la Calderería tomarán la cárcel de la ciudad, luego las casas del arzobispo y al propio arzobispo, prendiéndolo o matándolo. La tercera con Miguel Mozagaz, parroquias de San Miguel, San Juan de los Reyes, San Pedro y San Pablo, bandera damasco turquesado, tomarán la Audiencia cogiendo al presidente Deza. Antes de bajar a la ciudad finalizarán a todos los castellanos del Albaicín. Se reunirán las tres cuadrillas en Bib-Rambla con todos los de la Vega.
El capitán Herrera y cuarenta caballos camino de Adra hacen noche en Cádiar. El Zaguer, tan piadoso y sensato que parece, organiza una gran matanza y cada moro mata a espada al soldado del Rey que se aloja en su casa y luego escapan con sus mujeres y sus dineros a lo mas áspero de las sierras. Hay un gran revuelo, inquietud y nerviosismo. La conjura es un secreto a voces, hay recelo y sospechas, los más avisados relacionan el suceso de Cádiar con el inminente milenio que vendrá. Francisco Abenedem se va de la lengua en los oídos del cura Albotodo y menos mal que el jesuita tiene fama de algo trastornado y pocos le hacen caso. El corregidor organiza rondas nocturnas de voluntarios, pero por lo general las autoridades no son diligentes y parece que quieren dejar a los moros dar el primer paso.
Noche del día de Navidad del sesenta y ocho. Hace un tiempo muy recio y cae aguanieve. Nieva en los alrededores de la ciudad y en las alturas. Hacia el mediodía las autoridades recibieron cartas dramáticas que contaban las muertes horribles de la Alpujarra. Con este frío tan intenso que hace pocos vecinos se han ofrecido al corregidor para acompañarle en sus rondas. En Güéjar, Pinos, Cenes, Quéntar y Dúdar, reúne Farax a los poco más de cien hombres que han conseguido atravesar la nevada desde sus pueblos de la Alpujarra. Prenden fuego al beneficiado de Dúdar, pero los lugareños, que tienen instrucciones de los albaicineros para no hacer nada sin recibir sus señales, se abstienen y encerrándose en sus casas ignoran las arengas monfíes.
Farax derriba la tapia de tierra que cerraba un portillo de la muralla empleando herramientas robadas en un molino del Darro y entra en el Albaicín. En su propia casa viste a los moros con bonetes y toquillas que parecen de turcos. Algunos conspiradores, avisados con sigilo, acuden a entrevistarse con el capitán monfí. Cabecillas principales suben por las cuestas resbaladizas al abrigo de las sombras y de la borrasca. Montan guardia en la puerta sucedáneos de turco con fiera expresión, jetas montañesas que nunca se han visto por el barrio. No estorba el descanso de Granada ni una sola luz y solo se escucha el caminar de la ronda en la Alhambra. El corregidor está aburrido, triste y molesto porque son pocos los que con él velan la tranquilidad de la cabeza de este reino. Un indigente extiende su borrachera a lo largo de un portal de piedra, rejas oxidadas, el agua arrastra porquerías por las aceras, entre los adoquines fermenta la mierda. Han cerrado ya los bares, un estudiante fuma tras los cristales de la ventana y la luz del flexo mancha de azul las paredes, un convoy militar atraviesa la avenida abandonada, las bocas de los cañones remolcados se anuncian con una bombilla de posición roja, la emisora de radio emite música de relleno en la madrugada. Pausa, entreacto del bullicio, reino de los colchones, latifundio de los despertadores. El coche de una pareja pecadora baja clandestino por el camino de la Silla del Moro. Tres menos cuarto, alguna timba alcoholizada, reino de las soledades, cuando el camión se detiene en el disco cerrado llora una criatura en alguna casa de la calle, la madre busca con el tacto el interruptor y con cansancio mira la hora.
—¡Pocos sois y venís presto!
En la secreta reunión, casa de Farax, un moro que parece anciano se golpea la cabeza con un dedo.
—No es lógico, poco tiempo, poca gente ¡en lugar de ocho mil guerreros cuatro descalzos!
Tras el moro que parece anciano hay un mozo que asiente y un par de candiles colgados del techo. Monfarrix arquea las cejas desconcertado.
—No vamos a ninguna parte, no es manera.
Una caricatura de turco nacido en los Bérchules, parece un pilar de piedra, de buena gana rebanaría más de un pescuezo. Gente liviana esta de la ciudad, pendiente de sus comercios, que disfrazan la cobardía con el arte sutil de la prudencia, gente floja, indecisa, de ellos no se sacará nada en limpio. Gente ruda y de poco seso esta de las sierras, atolondrada, con la que no hay manera de hacer carrera. Monfarrix no piensa apostar por ellos su casa y su vida, su presente, ese que día a día agoniza envuelto en el papel de una pragmática criminal. Un perro despertado por mala visión ladra a la noche. Nadie mira en los miradores, un gorrión se enclaustra en las ramas de un ciprés, el frío gotea del cielo y resbala por la campana de la Vela, esperanzas que son pepitas de oro perdidas en el Genil, lágrimas en la fuente del Toro, el hielo revienta un azulejo del patio.
El señor presidente Deza, desvelado en su cuarto, bebe zahareña para doblegar su estómago que le agria el carácter, en la alacena muchas hierbas de esas que son modernas, otras viejas, albercas de adormidera donde se baña su poca conciencia. Turcos de cartón piedra, nacidos en cortijadas alpujarreñas, a la espalda de su capitán. Farax Aben Farax, del linaje de los abencerrajes, aprieta los puños mientras algún espumarajo le humedece los labios. El valiente caudillo, moro hiperactivo, el más esforzado de la causa, tensa el cuerpo como en arco de ballesta y abrasa con el ascua de sus ojos los pellejos pajizos de albaicinero burgués, la calor revienta su abrigo de lana, los labios se aplastan entre sí, los puños blancos por la presión de los dedos, esos párpados que enrojece el desconsuelo... Todos se sienten traicionados esta noche. Un turco disimulado palpa con la mirada los rincones de la calle, ese otro que es sombra en las sombras del mirador y espía los más mínimos latidos de la ciudad adormecida. Sólo se escucha el caminar de la ronda en la Alhambra. No hay lámparas que presten una poca de tenue claridad al temporal. Silencio. Un perro que en algún sitio ladra a la noche. Farax grita con asco y su bilis ácida azota los mohos del empedrado. Hierven las entrañas de Farax y las de sus fieles.
—¿Cómo me hacéis dar este paso para poner a la nación en libertad y luego no me seguís? ¿Cómo me abandona quien mas debía de prestarse?
Puestas las cosas de esta manera, Farax sublevará el Albaicín con su solo esfuerzo y si fracasa, morirán todos, los resueltos y los atemorizados. Un viejo llora en la azotea, tras la ventana se pierde Granada.
Dos horas antes del amanecer sube Farax por la cuesta de Rabadalbaida con sus cien turcos de cartón. Algún postigo entreabierto se cierra cuando pasan los guerreros de Dios. Vuelan las toquillas blancas, blancos de nieve los bonetes carmesíes, el pecho triste y despechado, más de cien corazones traicionados suben las calles. El árbol solitario que contempla desde la placeta cercana la procesión. Unos pocos soldados montan guardia en la plaza de San Salvador. Se calientan las manos en la hoguera y, perdidos entre tantas soledades y tantos miedos, escuchan pasos de gentes que se acercan, que entran en la plaza. El más bravucón tiene una feliz idea y, creyendo que se trata del corregidor y sus acompañantes que rondan en la noche desconfiada, por tirarse un farol adelanta la espada y la voz, componiendo marcial figura:
—¿Quién va?
Le responde una ballesta turca y certera que no deja lugar a discusión. Los compañeros del baladrón, tendidos en la acera al amor de la lumbre, no son ligeros en levantarse y así muere uno, quedan heridos dos, huidos todos. Persiguiendo la fuga de estos infelices desprevenidos desemboca el cortejo de la libertad en la plaza de Bibalbonud y se planta ante el hogar de los jesuitas injuriando al padre Albotodo. ¿Como es que no transciende semejante escándalo? ¿Están sordas las vigilancias? Después, la cuadrilla que parece de turcos corre a la plaza Larga y derriba las puertas de la botica de un boticario familiar del Santo Oficio. Como no encuentran al malsano farmacéutico, que habitualmente dormía en su establecimiento, la emprenden con la botijería y redomas acuchilladas yacen por el suelo. ¿Están sordos en la Audiencia? ¿En que coño piensa el pueblo de Dios que no se lanza a su libertad? Ha llegado el milenio y Granada no se entera: gitanas y castañuelas, claveles que adornan pobrezas, coches de matrículas dispares, la buenaventura, el vigilante cojo del aparcamiento, el tullido que suplica una caridad, municipales indolentes, el ciprés apunta al cielo culpando a su dios de todas las culpas, exotismo salvaje. Si fuera verano criarían albahaca en el alféizar de las ventanas. Fantasmas solitarios se pasean por la Acequia Gorda soterrada, un autobús de turistas en las curvas que sobrevuelan Cartuja, cuando muere el sol las horas son mármoles de Sierra Elvira. El cadáver descompuesto de un ciudadano iraní, que fue descubierto en el vertedero municipal, ha sido identificado como el de un miembro de cierta agrupación terrorista. Un dios y el otro nos cojan confesados.
La partida de los libertadores dobla los recodos del Albaicín. Farax Aben Farax, del linaje de los abencerrajes, camina con pasos rápidos y decididos, con el pensar descompuesto, las gotas de sudor helado bruñen su piel morena, los ojos puestos ya en la muerte y un mechón de pelo que el agua fija al cuello. Farax camina el camino de su perdición. Banderas tendidas y hachones de esparto alquitranado. Plaza de San Nicolás, eminencia que domina casi todo el barrio. A los pies del capitán de los turcos la ciudad abandonada a un sueño sin desasosiego. Silencio y paz en Granada, el tiempo encapotado protege a la luna de miradas indiscretas y una sola estrella saluda a los noctámbulos desvelados. En alguna casa la servidumbre ya está encendiendo el fuego, un ratón perplejo que oye algunas alarmas en la quieta oscuridad. Los soldados maltratados corren las cuestas abajo y aporrean la puerta de las casas de la Audiencia. El presidente, embriagado de las adormideras del poder, no los quiere atender. Como le dicen que están graves los soldados heridos en San Salvador y que no ha sido riña, don Pedro Deza finalmente se alarma y recorre con una vela en la mano los pasillos de la Audiencia, pero no resuelve nada, descarga en espaldas ajenas su responsabilidad:
—Que se avise al marqués y al corregidor.
A los pies de Farax, en la madrugada, una ciudad ausente donde sólo se escucha el caminar de la ronda en el Alhambra y a un fraile curda que alborota en la aurora. Banderas movidas por el viento desafían el temporal, hachones encendidos de esparto y alquitrán, gaitas y atabales.
—¡Solo hay Dios!
La ronda de la Alhambra se frota los ojos porque no sabe si son cosas que suceden o son figuraciones, demonios que aúllan con voces del más allá.
—Toda la tierra está levantada, el Turco se acerca a Granada, acudid, ha llegado la hora de los justos, solo hay Dios ¡no hay más que Dios!
La ronda de la Alhambra advierte al señor conde de Tendilla del alboroto de instrumentos y fuegos. No hay más que Dios. Un viejo asoma sus canas por la baranda de la azotea:
—¡Hermanos, idos con Dios, que sois pocos y venís presto!
Es llegado el tiempo de la libertad, pero se consume el alquitrán de los hachones con rapidez, como si estuviese hecho de esperanza. Cuando los recados del presidente Deza alcanzan la fortaleza ya está el de Tendilla sobre aviso. Solo hay Dios. El canónigo Orozco, que vive a la espalda de San Salvador, se cuela en la iglesia y repica las campanas. Farax se desengaña, que nadie acudirá atendiendo sus pregones, él es el único que sostiene en Granada el alzamiento. Por el cerro de San Miguel sube la partida y en lo más alto repite el pregón, sus señales, sus músicas, pero ya está perdida la oportunidad:
—¡Perros! ¡Cornudos! ¡Cobardes! Que engañáis a las gentes y no queréis cumplir lo prometido.
Escapa la cuadrilla por un portillo y para cuando los monfíes alcanzan Cenes el alba es más que una promesa.
—Señor marqués, hay gritos y fuegos en San Nicolás.
El marqués se incorpora quedando sentado en el catre. Sólo hay en el castillo ciento cincuenta soldados y cincuenta caballos, es mejor reaccionar con cautela y no levantar alarmas.
—Que no se toque rebato, que todo parece ya tranquilo.
Entrada la mañana un carro cruza algún puente del Darro, poco trasiego en las calles. El día es cerrado como lo fue la noche. Los moriscos se encierran en sus casas porque esperan que la respuesta romana sea feroz. El marqués los tranquiliza. Algunos cristianos rezan en San Salvador. Los moros acojonados se encierran con trancas, los cipreses apuntan a Dios, por la puerta de Guadix entra un burro con aguaderas, en la plaza Nueva sigue lloviendo, la Vela marca las horas. El señor marqués tranquiliza a los moriscos:
—Nada puede suceder a los leales y sumisos a S.M.
Al parecer se han visto moros fugitivos a una legua de la ciudad, por la Casa de las Gallinas, sobre el Genil. Pocos han sido. Quizás vinieron antes de tiempo. Dios es grande pero no lo puede todo.
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