martes, 7 de enero de 2025

CAPITULO VII. EL FIN DE LOS COJONES DE ABEN ABOO

      Estando el señor marqués de Mondéjar visitando los presidios de Motril, Salobreña y Almuñécar y los moros reduciéndose para verse pronto obligados a levantar inevitables banderas suicidas; estando las cuadrillas de soldados del Rey Nuestro Señor desfogando su desmedida avidez en las casas vacías de la Alpujarra, en ajuares y oros, en moricos y moricas por cautivar; estando el gobierno de Granada a la espera de la llegada del hermano de S.M. para que terminase con esta Guerra; estando así las cosas, el pueblo de Quesada esperaba la llegada del cadáver segundo que facturaba la compañía que partió para el frente. A varios kilómetros del pueblo, en la carretera de barro y piedras flanqueada por estériles barbechos, Quesada casi entera vigila las curvas en el lejano fondo del paisaje. Pedro Afán de Rivera y Jorge de Peralta presiden la multitud expectante porque son los alcaldes accidentales que quedaron cuando los ordinarios acudieron al socorro del señor marqués. Guardan las espaldas de estas cabezas del concejo regidores, alguaciles y policías municipales, el poder judicial, el clero, el beaterío, los propietarios, Cristóbal de Córdoba que es pregonero, las viudas, las parejas de novios fundidas en un abrazo, la pareja de la Benemérita que nunca falta, el tonto y la tonta, familias enteras, viajantes de comercio que no se iban a quedar solos y aburridos en la plaza desierta, baristas que siguen a la afición allá donde vaya, algún fraile del convento del señor San Juan, el acarreador Cabrera y su madre, los prófugos de esta Guerra, los perros de cuatro patas que siempre siguen a la especie dominante, monaguillos, sacristanes, jubilados, enfermos de gravedad, manijeros de las aguas, mesegueros que vigilan los panes, alcaldes de la sierra y almotacenes, todos con sus mujeres y sus hijos. La agrupación musical ataca con melancolía Suspiros de España para entretener la espera. La viuda de Mateo Francés llora desgarradamente, caída en los brazos de su madre y de las vecinas de más confianza. Detrás de su padre y junto a su madre está Elvira. Los primeros tallos de trigos y alcaceres verdean algunos pedazos de tierra calma, parda y húmeda la dejaron los últimos temporales, frías rachas de viento acuden desde todos los horizontes, son diáfanas y transparentes las lejanías del paisaje. Nuño de Mata mira a Elvira. Si Elvira contesta la mirada su madre le da un codazo. Aparece el muerto. La multitud se arremolina. Arrecian los lloros de la viuda que se desmaya insistentemente. Por la carretera anda Mateo Francés sus últimos pasos a hombros de los prófugos de esta Guerra. Abre la comitiva el protagonista en su ataúd militar. Le sigue la agrupación musical interpretando tristezas con virtuosismo y detrás todo el pueblo, haciendo cabeza el cabildo de regidores y los hijos mayores de Mateo Francés, siguen la viuda, la madre, las vecinas de mayor confianza y todas las demás mujeres. En la plaza Pública de esta villa, después de inaugurar el nombre de la calle rebautizada, despiden sus paisanos a Mateo. Al cementerio sólo suben los de más compromiso. La agrupación musical solemniza el adiós haciendo sonar la Marcha Real, aplaude el público, en el ayuntamiento las banderas a media asta, la tercera es la del concejo que, con un crespón negro, sirve de colgadura al balcón. Se disuelve la multitud. Antón, el padre de Elvira, reclama la atención de Nuño de Mata y a la vista de esta y de su madre lo llama baboso y tío mierdas y le dice que lo raja si vuelve a mirar a su hija. Elvira no oye lo que dice su padre, sólo ve la cara descompuesta de Nuño. Antón y su mujer, aparatosamente dignos, entran en su casa arrastrando a Elvira, la niña con las lágrimas saltadas. Antes de alcanzar el comedor le llueven los palos y las patadas y los correazos y los guantazos en la cara y en las nalgas, lomos y vientre. Elvira se muere. Como sus penas son lugar común y manoseado, como nadie da importancia a sus penas, nadie la tomará en serio en tanto no se suicide. Por estos años tiene la villa de Quesada y sus términos mil doscientos sesenta y tres vecinos que suponen cinco o incluso seis mil almas. 

           Cinco o incluso seis mil almas comen mucho pan y las mujeres corren por las calles y hacen cola en los hornos del concejo, porque en Quesada están prohibidos los hornos de capital privado y solo se usan los públicos que son bienes de propios. Nuño de Mata está necesitado de tomar alguna decisión. Mejor será que se decida pronto, que si la decisión se pudre puede acabar pariendo alguna salvajada irracional y desproporcionada. Los vecinos se ríen del indeciso Nuño. Todos los vecinos se ríen de casi todos los vecinos. Cuando por fin Nuño se decida, seguramente le acusarán de loco. Si estos vecinos tan risueños supieran cuanto pan se comen entre cinco o incluso seis mil almas, se sorprenderían del mucho pan que comen. En esta villa pobre y necesitada el pan solo es mucho a la hora de cocerlo, cuando el año no es malo, pero nunca es mucho cuando se come. Nuño de Mata no ha heredado para nada la pillería de su padre, que está en la Guerra como capitán de la compañía. Elvira es la única esperanza de Nuño. En la dehesa de las yeguas pasta el ganado de labor. Gañanes y yegüeros cortan leña para calentarse y para guisar.

           El consejo de S.M. ha tratado de resolver las dudas que enfrentan a los teóricos acerca de la posibilidad de hacer esclavos en los prisioneros moros. Aunque el principio general dice que son esclavos los prisioneros de guerra, no se entiende tal principio entre cristianos y los moriscos lo son, o al menos tienen el nombre. Apoyándose en un concilio de Toledo que estudió el caso de ciertos judíos rebeldes, el consejo de S.M. falla que los moriscos, al haber apellidado la secta de Mahoma, pueden esclavizarse con la única condición de que se salve a los niños menores de diez años y a las niñas menores de once. Por la misma razón son del captor los botines obtenidos de los moros en lance de guerra. Los moros, entregados ciegamente a su milenio, hacen esta Guerra en pleno invierno, con sus retaguardias en lo más áspero de las sierras, las mujeres y los hijos en la nieve, y son más los que mueren a manos de los elementos que los abatidos por soldados de S.M. En grandes grupos bajaban los moros a Órgiva para reducirse, para arrojarse a los pies del señor marqués pensando que así conjuraban los fríos y clausuraban su milenio. Juan Zabazaque y otros ancianos venerables sabían que los milenios nunca se apagan en paz, que solo conocen, a lo más, treguas que siempre terminan en edades doradas para los triunfadores y en el final absoluto para los perdidos. Juan Zabazaque y otros ancianos venerables, la mayoría muertos ya, incluso biológicamente, sabían que los milenios nunca se apagan, pero no quisieron desanimar a sus hijos y nietos. En pocos días bajaron a reducirse casi todos los lugares de la Alpujarra encabezados por sus respectivos alguaciles. Se siguieron algunos desórdenes porque los soldados estaban desmandados y codiciosos. El señor marqués quiere que se mantenga esta situación malamente parecida a la paz. En la Corte creen que el señor marqués intenta evitar el desastre que ocasionaría a su propia hacienda el despoblamiento de este reino. No aceptan esta situación malamente parecida a la paz los que se tienen por agraviados de los moros y los que buscan su despojo. Por moriscos rivales de los valoríes supo el señor marqués de Mondéjar que Aben Humeya y su tío el Zaguer estaban en las cuevas de los Bérchules y que por las noches bajaban a Válor y a Mecina Bombarón, a la casa de Diego López Aben Aboo, aprovechándose de la salvaguardia que Diego López obtuvo del señor marqués. El señor marqués ordenó a los capitanes Álvaro Flores y Gaspar Maldonado que fuesen a Mecina y prendiesen a los tres.

           Pedro Guerrero era cura párroco en Darrícal. El día antes de que estallara este milenio que sobrevino el diciembre pasado, en el nerviosismo de los estoicos gorriones, en el color rojo a cada hora más rojo de las minas de hierro de las que salen los hierros que se usan en la guerra, en las contrapuestas de sol que teñían las nieves y los hielos de la sierra de Gádor de un rojo más intenso que el del hierro, en el caudal de los torrentes que duplicó aguas y espíritus, en el temprano y anormal florecer de flores rojas que vistieron los almendros, en la confidencia de una vieja mora lasciva y avara que se tenía por su amante, notó Pedro Guerrero que el milenio se acercaba a las costas del reino de Granada. La noche antes de que llegara cargó Pedro con los oros de la iglesia y con los oros de la vieja lasciva avara. La amante vieja y avara quedó degollada en el colchón del catre. Pedro Guerrero se refugió en Ugíjar con los cristianos del lugar. Cuando Aben Humeya tomó Ugíjar, con traiciones y sobornos salvó el cuello. En Granada anda ahora Pedro Guerrero desconfiando de las justicias, que conocen cierta historia alevosa protagonizada por un beneficiado inescrupuloso en los primeros días de este milenio (lo de los oros eclesiásticos, que lo de la mora vieja no le importó a nadie). Pedro quiere escapar a cualquier rincón perdido donde nadie le reconozca y pueda disfrutar de sus robos.

           Menguada regresa la compañía de Quesada a su pueblo, compañía de treinta caballos y cincuenta peones, ciento sesenta y ocho prófugos y dos muertos, heridos de gravedad ninguno. Alonso de Mata no ha prosperado ni entablado relaciones ventajosas a pesar de tantos y tan principales caballeros como han entrado en la Alpujarra con el señor marqués. Sosiego organizó en un bar de Pitres un gran escándalo y escapó sin pagar; algún prófugo está arrepentido de su fuga porque perdió la oportunidad de ser testigo de tantas gracias como protagonizó Sosiego por esas tierras. Elvira, la hija de Antón Martínez amaneció ahorcada y desnuda colgando de una oliva cerca del puente de la Madre. Acude la gente comida por la curiosidad. Acuden guardias civiles y el señor juez levanta el cadáver. La viuda de Mateo Francés, que Dios lo tenga en su gloria, ejerce de viuda necesitada y sin recursos, abandonada por la adversidad, quema sus días como rebuscadora de aceitunas y espigas, como hortelana de su mínima huerta. La compañía de Quesada regresa menguada a su pueblo, a pie o a caballo hasta Granada, desde allí viajarán en tren militar. Por el Valle de Lecrín se cruzan con los mercaderes que van a la Alpujarra en busca de mercaderías buen precio que venden los soldados de S.M.

           Elvira amaneció colgada de la rama de una oliva, la cara morada y convulsa, los ojos en la frente, el pelo un estropajo. Descubrió a la ahorcada la viuda de Mateo Francés que al alba comenzaba sus trabajos en la huerta ínfima que le dejó de recuerdo su marido, que Dios lo tenga en su gloria. También le dejó de recuerdo unos cuantos hijos. La huerta come agua de riego y los hijos comen comida de pan cuando la hay y a todas las bocas tiene que acudir la viuda y es por eso que se levanta antes que el sol. Entre dos luces la viuda vio un bulto pendiente del cielo y sin asco ni escrúpulos revolvió la ropa que estaba en el suelo por si algo encontraba, que tanta necesidad linda a veces con la desesperación y la derrota de los escrúpulos. Un perro suelto y sin garabato anda entre las cañas del río, el guarda del Sitio de viñas y Olivar lo mata de un escopetazo, que el Sitio es tierra de huerta y mucha población y mandan las ordenanzas de esta villa que se mate a cualquier perro que, sin su amo, se descubra en estas heredades. Al oír el disparo la viuda volvió la cabeza y avisó al guarda de que había una ahorcada. El guarda ha entrado malamente en el día, que para empezarlo son muchos dos muertos. Los vecinos van de madrugada a sus huertas, sus viñas y sus olivares, al pie de la oliva forman un corro de morbosos. Los perros, que son como las moscas, se concentran donde se juntan los humanos, pero no los pasaporta el guarda a la otra vida de un escopetazo, porque la ley es ley según el momento y ahora hay otras cosas mayores de las que ocuparse.

           Arrojado a los pies del señor marqués de Mondéjar Juan Zabazaque recibe un salvoconducto inútil. Tras Juan se postran su nieto y las mujeres que no han muerto. Le queda un hijo monfí en esas sierras, quizás ya no le quede ninguno, que las noticias de muertes han dejado de ser noticia y nadie se molesta en transmitirlas. Por fin ha podido llegar a los pies del capitán general y lo ha conseguido, aunque Juan Zabazaque sabe (no lo dice para no desesperanzar a los suyos, pero lo piensa) que el salvoconducto firmado del marqués no vale nada, sabe el propio señor marqués que su gente no repara en papeles. Al señor marqués no lo respetan en la Corte, tampoco en Granada. Los escribanos que escriben la salvaguardia sonríen con ironía, porque saben que en las alturas del gobierno existe la determinación de desarraigar de este reino a la nación morisca. En el mismo bar en el que Pedro Tribaldos perdió su caballo beben y comen los caballeros de la compañía de Quesada que vuelven a la villa. La Administración trajo a los soldados cuando los necesitó, pero devolverlos a sus casas es gasto excesivo para un rey tan pobre y necesitado como el nuestro, con tantas guerras a las que atender. La compañía de Quesada tendrá que pagar los billetes de su propio bolsillo porque tampoco hay partida al efecto en el presupuesto del concejo. Pedro Guerrero, el beneficiado de Darrícal, recorre los bares atestados de guerreros licenciados. El antiguo cura párroco busca quien le esconda y saque de este reino, quien le avecine en alguna tierra forastera donde pueda blanquear el dinero negro que se llevó de la parroquia. La compañía abandona Granada en el ferrobús de las seis y media. Sosiego no paga billete y marea al revisor que no le puede echar el guante. Melchor cuenta a varios caballeros de la compañía como no se ha presentado fray García, como lo ha buscado por todos los bares de Granada sin dar con él. Fray García duerme su borrachera en un barrio de fama incierta que queda a la baja de la comisaría de policía. El novicio asistente espera al fraile sentado en la puerta del garito, la burra atada a la reja, una trabajadora del gremio con batín y rulos se fuma un puro, un borracho canta borracherías... Más allá de Iznalloz el ferrobús remonta las pendientes de los Montes llanos. Los caballos lo siguen al trote y van fatigados porque es nueva esta máquina y no repara en cuestas. 

           Cuando Juan Zabazaque, con el papel del salvoconducto en la mano, pudo regresar a su cortijo lo encontró caído y quemado. El gavilán alzó el vuelo por encima de las cepas y las higueras, pero no hubo alboroto en palomar alguno, tampoco en el gallinero. El perro famélico (no me acuerdo si lo mataron en el asalto o no) es lo único que se mueve en la alquería. Solo los árboles, las plantas y las piedras permanecen igual, el noguero desnudo en su barranco, los almendros queriendo florecer, la tierra sobreviviendo en el rincón donde siempre estuvo. Inutilizada por completo la vivienda, apagada y derrumbada la chimenea, queda apenas alguna habitación junto la cuadra chica que pudiera habitarse, terrado de launa, aleros de pizarra. Mientras las mujeres que no murieron arreglan algo de esta desolación, Juan y su nieto suben al mirador de la alberca. A estas horas del final de la tarde casi no se distinguen las torres quemadas de los pueblos y sólo destacan las casas blancas. La Alpujarra desde aquí parece la misma de siempre, como si no viviese un milenio. En cada casa de moros de paces reducidos los soldados del Rey Nuestro Señor roban y matan sin atender a salvaguardias. Hay monfíes en las sierras y en los barrancos. En Mecina se reúnen en junta el Zaguer, Aben Humeya y Diego López Aben Aboo. Los ojos de Zabazaque y su nieto sobrevuelan esta larga agonía de la nación nuevamente convertida. Es triste la noche y fría, todos amontonados en la única habitación medio derecha, entre hatos de ropa y alguna talega de trigo. No hay vino, no hay jamón colgando de las vigas de madera, no hay almendras en los trojes ni patatas ni cebollas en las cámaras, ardió la leña sin pasar por el hogar. En la noche oscura y fría canta un cuco, muerte y desolación rodean la alquería. Un coche, con soldados del Rey borrachos, pasa por la carretera y se aleja entre risas y voces. Barcos de todas las clases van y vienen del Estrecho, el mar de Alborán salpicado de buques, brilla una luz en las costas de Berbería, el Rif siluetea el horizonte negro y lejano de la noche.

           Nadie tomaba en serio las lágrimas de la difunta suicida. Solamente la creyeron cuando la vieron colgando de la rama de un olivo. Su madre no acierta a explicarse como pudo estar para cometer semejante disparate. El padre no sufría tener hija única y medio tonta, encaprichada con un imbécil que ninguna ventaja le traería a la familia.

           La compañía de Quesada efectúa el reglamentario trasbordo de tren en Moreda y en la espera alguno hay que se castiga el cuerpo en la cantina. En esta época el trasbordo se hace al filo del atardecer. Como las vías están en mal estado aún les quedará hora y media larga de viaje. En la estación de Huesa el ferrobús se detiene para cederle el paso al talgo que viene de la Corte.

           A Elvira la enterraron poco más o menos sobre los mismos días en que enterraron los cojones de Aben Aboo. En los bares y en la salida de misa, en los corrillos hipoactivos de la plaza Pública a media tarde, se lanzaban hipótesis y se barajaban las alternativas y resoluciones que a Nuño obligaba este suicidio. Nuño de Mata, regidor accidental por designación de su padre ido en socorro del señor marqués de Mondéjar, pasea sus dudas por los pasillos del ayuntamiento y por las umbrías calles de Quesada en febrero. Estas indecisiones nacidas del exceso de temor y de la falta de confianza, criadas entre tensiones e histerias encubiertas, se resuelven a menudo con barbaridades sin sentido. De mucho pensar haciéndolo mal se termina en lo impensado.

           El último viernes de febrero amaneció esta villa tan pobre y necesitada, otra vez,  envuelta en nieblas frías y estériles, pegajosas de inútil humedad que sólo sirve para mantener el cieno aferrado a los empedrados, pero que nada vale para mojar los campos. Jirones de nubes raspan las tejas de los tejados, el vaho de las gentes al respirar y al hablar se junta con los vapores venidos del cielo. El pescado de mar, las sardinas, no se están vendiendo a los precios que fija el concejo y además, huelen. La villa ha rebautizado dos calles con los nombres de los muertos en esta Guerra. La intendencia militar y las destrucciones y la inseguridad traen carestía. El género es poco, caro y malo. Ya se está viendo que la rebelión no es cosa de días o de semanas, ya se ve que el auxilio al señor marqués, la defensa del Rey Nuestro Señor y de la Cristiandad, no son cosas que salgan de balde. Miel, aceite, garbanzos, habas, los vendedores y los compradores contrastan sus ofertas y sus demandas entre heces y gatos muertos tirados por las calles. La libra de trucha ha subido de ochenta a ciento treinta mrs. y por comarcano es el único pescado que se encuentra fresco. Dice el punto sesenta y cinco de la ordenanza del almotacén que tiene hecha esta villa que es obligación del tabernero tener siempre vino. Nuño de Mata, emboscado en la niebla de una esquina, aguarda el paso del que no quiso ser su suegro. Antón Martínez cruza el tranco de la puerta del bar, no son todavía las diez. Bajo la pelliza esconde Nuño un arcabuz de los que guarda el concejo para la defensa de los términos y de la paz de esta república. Copas de aguardiente y cafeses solos o con leche, los más madrugadores un tiestazo de tinto, los gremios de la agricultura y el comercio empezando la mañana, los de la intermediación financiera haciendo gentes por oficio, un cuadro de la Virgen de Tíscar, el retrete abierto de par en par, la máquina de los duros cantando, el autobús de línea recoge y entrega la paquetería, las mujeres de luto, de alivio de luto y de color, camino del mercado. Nuño tiembla desde el pelo hasta las uñas de los pies. Cuando el que no quiso ser su suegro sale de tomar café, Nuño se adelanta hasta mitad de la calle y descubre apenas el arcabuz. Tiene tanto miedo que la vista se le oscurece y dispara a ciegas, la mente aturdida, es tanto su miedo que no se detiene a comprobar el efecto. La afición sale a la puerta del bar y acuden curiosos desde los cuatro costados de la plaza. Nuño corre la calle abajo hasta que sale del pueblo. Corre cegado y aturdido, entre los olivares y los trigos y los alcaceres nacedizos y los barbechos, las ramblas y los barrancos, las cuestas y los llanos. Suda pero no siente el esfuerzo. Él nada vio, una pantalla de nervios y miedo le ofuscó la visión. Tumbado en la cama de una pensión en provincia lejana, a solas con su miedo, recuerda lo que nunca vivió y en su angustia da al enemigo por muerto y a él por buscado como asesino peligroso y fugitivo. Pero no hay denuncia alguna y la Guardia Civil se inhibe, Antón tiene poco más que un rasguño. Tanto tembló el atacante que apuntando al pecho rozó el suelo.

          El primero de marzo el capitán Bernardino de Villalta, destacado en La Peza, quiso hacer algún último negocio antes de que se declarase la paz. Alegando ir tras Aben Humeya se dejó caer sobre Laroles, lugar reducido al que se acogían los moros de paces. Murieron muchos. Los moros hicieron ahumadas pidiendo auxilio a sus compadres. Por tratarse de moros con salvaguardia y ser tan notorio el atropello, la Alpujarra se tornó de nuevo a los monfíes y al reyezuelo. Pocas comodidades disfruta Juan Zabazaque en su cortijo del Cehel. Es mucha el hambre. El huerto, de nuevo sembrado, tardará en fructificar. No hay leña, no hay pan, no hay vino ni tocino, las mujeres hurgan en los suelos pedregosos buscando raíces, no hay palomos ni gallinas ni cabras ni guarros. Zabazaque salva este invierno hacinado con los restos de su gente en la única habitación habitable del cortijo. Sentado en la alberca, dominando toda la Alpujarra nuevamente jalonada de levantamientos, ve pasar los días de este milenio perdido de antemano.

           El señor Marqués de Mondéjar supo por unos moros enemigos de Aben Humeya que el rey de los andaluces y su tío el Zaguer se escondían de día en la sierra de los Bérchules y que bajaban de noche hasta Válor y Mecina Bombarón, a casa de Diego López Aben Aboo, que tenía salvaguardia. El señor marqués, por hacer un efecto espectacular y demostrar así a sus detractores en Granada y en la Corte que controlaba la situación, mandó a los capitanes Álvaro Flores y Gaspar Maldonado que se dirigiesen a Válor y Mecina respectivamente. Les mandó que actuasen al tiempo los dos, ya que la presa podría estar en uno u otro sitio y no convenía que si se desacompasaban los golpes se alborotasen los moros de manera que, si infortunadamente el reyezuelo no estuviera en el pueblo primeramente cercado, escapase indemne del segundo antes de sufrir el ataque. Álvaro Flores se encargó de Válor encontrando allí sólo moros reducidos. En Mecina Bombarón, en casa de Diego López, estaban reunidos Aben Humeya, el Zaguer, el Dalay, alguacil de Mecina, el dueño de la casa y otros diecisiete moros, criados y monfíes. Partieron los capitanes de Órgiva con las últimas luces del día, no pudiendo las escuchas rebeldes detectar su presencia. Gaspar Maldonado alcanzó a media noche el caserío de Mecina. Un moro traidor les guiaba por las espesuras de las tinieblas y les mostró cual era la casa de Diego López. Mientras la cercaban, a un soldado torpe se le disparó el arcabuz y todo sucedió tan rápidamente que los de reflejos finos se salvaron. Este fue el caso del rey de los andaluces. El Zaguer y el Dalay escaparon saltando por una ventana y se perdieron con rapidez por los caminos, entre chopos, acequias y moreras. Noche sin luna. Los vecinos de Mecina ajenos a la reunión clandestina también huyeron por los maizales y las veredas, ocultos entre castaños y nogales, espesuras negras de la noche cerrada. Aben Humeya quedó atrapado. Los soldados del Rey aporreaban la puerta todos agolpados, enloquecidos por la codicia, ansiosos por ser ellos los primeros en adueñarse de tesoros y mujeres. Aben Humeya se pegó a la pared y abrió la puerta de golpe. Los asaltantes, sin ver ni oír más que aquello que les bullía en la imaginación, entraron en tromba empujándose unos a otros en busca de los aposentos donde esperaban gran efecto. Nadie quiso quedarse fuera guardando las salidas, Aben Humeya pudo perderse tranquilamente en la oscuridad. El capitán Maldonado prendió a Diego López Aben Aboo, que como tenía salvaguardia del señor marqués garantizándole su paz pensó que estaba a salvo. Gaspar Maldonado, por hacer que Diego López hablase y dijese dónde se escondían los cabecillas de la rebelión, lo colgó de los huevos en una morera. Aben Aboo repitió y repitió y no salió de ahí, que él nada sabía, que los moros que con él estaban se habían reducido acogiéndose a su salvaguardia. Uno de los soldados del capitán Maldonado, perdiendo la paciencia, pegó tal coz a Diego López que lo bamboleó hasta que terminó por dar con su cuerpo en el suelo, dejando los cojones atados a la rama del árbol. Mármol pp. 249-50:

           No debió ser tan pequeño el dolor, que dejara de hacer perder el sentido a cualquier hombre nacido en otra parte; más este bárbaro, hijo de aspereza y frialdad indomable, y menospreciador de la muerte, mostrando gran descuido en el semblante, solamente abrió la boca para decir: ¡Por Dios, que el Zaguer vive, y yo muero!

           Diego López Aben Aboo no tenía cojones porque los perdió en las ramas de un moral, pero fue un tío valiente. El capitán Maldonado abandonó Mecina de regreso a Órgiva dándolo por muerto.

           Para emborracharse y olvidarse de lo poca cosa que es, de sus cobardías y falta de valor marital, Pedro de Tribaldos se larga a su cortijo, porque no le gusta que lo vean en los bares dando tropezones y diciendo disparates. No le gusta que se rían de él, que lo vean borracho y que al volver su mujer se enfade. Pedro de Tribaldos aceptó el oficio de regidor en el que ahora vegeta para no dar la nota. Todos los caballeros y propietarios han sido y serán regidores y alcaldes. Pedro no quiere llamar la atención, resulta más discreto aceptar el cargo de regidor segundón y pasar por respetuoso de las costumbres y beneficios de su clase, que rechazarlo y que sus vecinos le señalen con el dedo, los caballeros por rojo disidente, los peones por idiota. El cortijo de Pedro linda con el royo de Bruñel, con Gonzalo del Salto y la Dehesa Somera. En la puerta del cortijo, sentado en un poyo bajo la parra que quiere comenzar a brotar, Pedro bebe y bebe y se calienta con los últimos rayos del sol filtrados en el  horizonte por el humo de una lejana orujera. Los boyerizos que sacan a pacer los bueyes y las vacas del concejo dicen ¡mira que tío más raro! y se ríen y alguno le tira una piedra y Pedro no sabe de dónde le viene el tiro y levanta la vista por si le cae del cielo. Junto a uno de los machones que sujetan la parra hay una caja de botellas de ginebra. Pedro gasta la ginebra sola, algunas veces con tónica, nunca con coca cola. Aparte de los boyerizos nadie más molesta a Pedro de Tribaldos en su cortijo de Bruñel. Más arriba está la villa bajo imperial del mismo nombre y sus mosaicos de diosas y bestias domésticas, geometrías antiguas, el bip-bip de un detector de metales clandestino. Cuando se oculta el sol detrás de la catedral de Baeza, en el mosaico del horizonte, las teselas negras dibujan, delante y abajo, el paisaje inmediato de olivares y chopos, las teselas oscuras son los primeros cerros, las azul claro Sierra Mágina, las rojas, amarillas y blancas son las distintas partes del cielo. El cortijo que tiene Pedro de Tribaldos en Bruñel es de sesenta fanegas de cabida y no es ni grande ni chico.

           Desde la estación del tren regresa la compañía de esta villa que fue al socorro del señor marqués. Los peones vuelven a pie, los caballeros a caballo. El Guadiana Menor viene muy crecido y es difícil vadearlo. La sierra de las Cabras es un mojón  de piedra y polvo en mitad del desierto, pequeñas vegas en las orillas. En Quesada vuelven del campo los cortadores que están podando las olivas y se entretienen en un bar hasta que ya no pueden hablar, apoyadas en la pared las hachas y las sierras mecánicas. ¿Quién sabe si Diego López conservaría hoy los cojones de haber podado algún cortador cierta morera de Mecina? La carretera sembrada de baches, la compañía regresa al anochecer. Fray García anochece en las tetas de una mulata y la mulata le dice con acento antillano ¡Ay mi niño! y a fray García le pasa lo que le pasó con la vieja mora en las sierras que separan Pampaneira y Ferreira. Nadie recibe en la plaza Pública a la compañía que levantó esta villa para auxilio del señor marqués de Mondéjar, de la Patria y del Rey Nuestro Señor. Los soldados licenciados regresan a sus casas y por las calles mal iluminadas bifurcan sus caminos. Las calles mal iluminadas están vacías porque el frío encierra a los enfermos en sus camas, a los desocupados en los bares, a los despreocupados en sus tertulias, a las viejas en la mesa camilla. En los portales cancelas cerradas disimulan la luz y el olor del brasero. Cuando le cuentan la deserción de su hijo y el disparate que cometió, Alonso de Mata dice que se ha quitado un peso de encima, porque Nuño es medio tonto y no ha heredado nada de su propia pillería.


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