martes, 7 de enero de 2025

CAPITULO VI. LOS TRABAJOS Y LAS PREOCUPACIONES DEL SEÑOR MARQUÉS DE MONDÉJAR. LAS FATIGAS DEL BUEN PUEBLO DE QUESADA.

        Ha quedado esta villa un poco más pobre y necesitada a causa de los gastos que le origina la compañía guerrera, pero un poco más contenta y orgullosa. El buen pueblo de Quesada cumple con su deber de leal súbdito aprestándose al socorro de S.M. sin ahorrar esfuerzo, que muy precisado se ve el Rey con los lugares de moriscos del Reino de Granada levantados mientras acecha el Turco desde Berbería, ansioso por cobrarse adelantadamente la revancha de Lepanto. Los buenos vecinos y los buenos capitulares de Quesada están alegres en su pobreza, calculando que el mantenimiento de su lealtad no resultará oneroso en exceso, que será corta esta Guerra, que incluso podrán ganar algo con el despojo de los rebeldes. ¿Quién por solo mil pesetas le negaría el auxilio a un buen amigo? ¿Quién por lo mismo dejaría de hacerlo por su Amo y Señor?

           Hace un tiempo muy recio y el que puede se entona en la chimenea o en el brasero, con el tinto o dándole a la azada, con juegos de catre los matrimonios bien avenidos y los vecinos disolutos. Al mediodía el sol calienta un poco y los jubilados y los gorriones se abren en canal tragando los rayos tímidos de la mañana. Picotean las gallinas por las calles en el barro helado y sucio, los perros y los pobres rebuscan en los escombros, caballerías cargadas de pellejos de vino atraviesan este lugarón camino del frente, los arrieros se detienen en las tabernas. Chapotean los vecinos en la Explanada de la plaza Pública, el hermano portero sepulta en votos y juramentos al chiquillerío que está llamando al llamador de la puerta del convento, llaman para reírse de la cara descompuesta que asoma el fraile cancerbero. Hoy, martes día cuatro, se han reunido los señores regidores para proveer las necesarias sustituciones en el cabildo que resultan de la ausencia de los que fueron con la compañía y para prevenir la defensa de este pueblo, atento que se temen rapiñas y acosos de los moros monfíes. Pedro Afán de Ribera y Jorge de Peralta han quedado como alcaldes accidentales, como regidores entran Cristóbal de Segura y Nuño de Mata. Se ha recibido una carta de la ciudad de Baza pidiendo que esta villa aperciba a la más gente que pueda para acudir en su ayuda cuando sea necesario, y los señores capitulares contestan que han salido de la villa todas las fuerzas disponibles y que esta villa también corre peligro y sería locura dejarla indefensa. Jorge de Peralta está preocupado porque teme una avalancha de gastos si la historia esta de la sublevación pasa a mayores, cree que hubiera sido mejor no haberse ofrecido. Algunos vecinos le dan la razón, pero la mayoría opina que no es correcto regatear patriotismo cuando seguramente no resultará demasiado caro. Jorge de Peralta es muy económico y le duele cualquier cosa tocante al bolsillo. El buen pueblo de Quesada aún se siente dadivoso y se acuesta en lechos de lana, de paja, de duro suelo, su sueño acaricia la almohada con suaves palabras que alaban las propias elevadas virtudes. Jorge de Peralta ha dicho que no a una petición de su padre en la que este le solicita más gente para la compañía. Sin duda que no le costó trabajo a Melchor firmar la petición de refuerzo. Como todavía no ha visto el horror, vive en sus levitaciones militares y cuando se trata de negocios de armas firma en barbecho, lo que le echen. Melchor es un místico de la milicia y Antonio de Baeza, mesonero, es un místico de los dineros. En un rincón del establecimiento de Antonio de Baeza se reúne lo más granado de las nuevas clases emergentes quesadeñas, filibusteros de la letra de cambio, predadores de las escrituras de propiedad. Buena cosa sería aprovechar la falta de tanto caballero y hacerse con el mangoneo del concejo. Organizan, ante la pasividad del cabildo en funciones, una especie de golpe de mano, fracasado sí, pero cuyo origen, génesis y desarrollo están desde entonces en la más absoluta oscuridad porque nada escribieron los escribanos que sirva de explicación. En siete de enero los alcaldes accidentales por ausencia de los señores alcaldes ordinarios, que son idos a la guerra, acordaron oponerse en la Corte al nombramiento de regidores perpetuos que instan algunos vecinos de la villa.

           Como es de esperar que los monfíes acosen los términos y hay muchos cortijos aislados en lo más frontero con tierra de moros, se ha mandado que sus habitantes cortijeros se vengan todos al pueblo con sus mujeres y sus hijos. Juan Barbán y Juan Pedrizo están contentos con esta guerra y con el celo patriótico de sus convecinos, porque el trabajo ya de antes no sobraba y ahora hacen clavos y herrajes para las puertas de la cerca y muralla. En las herrerías martillean con euforia el metal inmunes a las fatigas, sus siempre sufridas esposas se han comprado, como en los cuentos, retales de tela azul para cortarse un vestido nuevo. De dos en dos guardan los alguaciles la paz de esta villa, pero en lugar de toparse con algún asaltante se topan con Hernando de Lorca que sale de casa de Juana, la hermana de Bartolomé Alviano, forzado recluta al servicio de S.M. Están los pobres por los suelos y los moros pobres ruedan por el suelo heridos por disparo de escopeta y en las huertas de los cristianos pobres crece la hierba en el barro porque se han llevado a los hortelanos a matar enemigos del Rey. El acarreador Cabrera tiene apenas quince años y con los cuartos que gana ayuda a costear la poca pringue del puchero de su madre. Pocos años y pocos cuartos. Cabrera es hijo disimulado de Hernando de Lorca. Juana Alviano pasa sus noches con Hernando y las que le quedan libres las dedica a su hijo Cabrera. Gonzalo del Salto está recogiendo la aceituna y por las tardes frecuenta, acompañado del padre prior, un bar que hay enfrente de la cooperativa. Isabel de Peralta se quiere casar este mismo mes con Hernando, que ya se lo había dicho al loco de su padre, le había dicho que si se iba a la guerra ella se casaba. Elvira, la hija de Guiomar y Antón Martínez tiene sorbido el seso por Nuño de Mata. Su padre es un bestia, no quiere emparentar con Nuño porque no es muy espabilado. Antón muele a palos a su hija si la ve suspirar y la hija pasa sus horas cubierta de mataduras y cardenales, llorando. Cuanto más llora más le pega. Lope de Saravia reza en la soledad de su ruina y cuando piensa en el mesonero y en otros que pasaron hambres y hoy están grasientos y gordos, blasfema con rabia y se tira de los pelos. Al volver Lope de la almazara, de ajustar su cuenta hipotecada, no entra en el bar para no tener que dar explicaciones de su cosecha e ingresos y sube la cuesta hasta la plaza enfundado, con orgullo y despecho, en su elegante camisa remendada. Lope es un hidalgo tan real que parece de pandereta y castañuela. Gonzalo del Salto no se come la tapa y cuando se levanta de la mesa puede ver por la ventana una montaña negra de aceitunas en el patio de la fábrica de aceites. El sol ya está enterrado, aunque resuenan en el anochecer arreboles agonizantes azules, rojos y morados. Los humos de las lumbres aceituneras contra las estrellas, un coche cargado de sacos de aceituna pasa por la carretera y apenas si se le ve porque sólo enciende las luces de posición. La oscuridad gana al día, detrás viene la escarcha y la aurora fría de los madrugadores. Francisco Amador no quiere dejar su cortijo del Campo Cuenca aunque vengan contra él todos los moros de la Berbería. Duerme con una escopeta bajo la almohada, con un ojo abierto y el otro descansando, con un oído cerrado y el otro despierto. La viuda de Arenas tampoco se refugia en el pueblo. Ha repartido armas entre sus gañanes, sus pastores, sus gentes, su encargado, de su casa no la saca nadie. Gonzalo vuelve de la almazara con el padre prior. Comienza a nevar y la templanza de la nieve acompaña a la pareja verde que ronda las afueras del pueblo. Gonzalo, al calor de la chimenea, pasa la noche hablando con el padre prior de los dioses que no existen, de poetas italianos pasados de moda, de lo que ha encarecido los jornales la leva de soldados para la Guerra, de la guerra con la muerte (siempre perdida de antemano), de la melancolía de las tardes de invierno, de la indomable soledad. Viejos poetas italianos pasados de moda... Un tal Poliziano, creo, pero ese parece que fue filólogo y que daba conferencias en latín. Estoy aprendiendo italiano para ver si puedo bucear en las lecturas de fray Luis. No sé si llegaré a tiempo de rescatar su memoria, no sé si la lengua aprendida en fascículos servirá para investigar los estremecimientos de un prior ateo y de provincia. El resplandor del mercurio de las lámparas del alumbrado público penetra por las rendijas de la ventana y enfría los destellos rojos de la leña que arde. Fray Luis de Prados lee en voz alta, con voz aterciopelada y suave. Hoy algunas páginas de la Novela de Tíscar. Entre las canas de su barba viajan los vapores del alcohol y de la emoción que corre libre y desbocada: hijas de alfaquí aldeano que sin previo aviso aparecen como princesas moras secuestradas, mozos hidalgos heroicos y esforzados, doncellas tristes en poder del Islam, el honrado y leal alcaide que organiza bailes casi cortesanos en la torre de su alcaidía, diez malvados moros cometen todas las ferocidades del catálogo de los infiernos, uno que es hermoso y enjuto debe de ser pariente, aunque lo sea lejano, del moro Reduán. En los campos de Quesada los labriegos cristianos labran sus tierras de pedruscos y entre vuelta y vuelta del arado secan el sudor de sus arrugas y levantan al cielo la mirada, musitando una oración que ofrecen al valiente escudero para que consiga a su amada, presa en las mazmorras de Tíscar. Estas gentes del trescientos quesadeño, a lo que se ve, no reparan ya ni en sus propias escaseces ni en los peligros de la frontera, tan pendientes como están de los amores de las gentes épicas... Gonzalo escucha con atención las lecturas del padre prior, en la mesa se acumulan botellines de cerveza, en el piso de arriba alborotan los ratones, un hermano lego, emboscado en las espesuras de los corredores, asalta por sorpresa la despensa y desbarata los ejércitos de chorizos, morcillas, tocinos... Al olor del saqueo acuden los gatos y los perros de la vecindad. Es tanto el escándalo que fray Luis se inquieta y va en busca del portero para que mire lo que pasa. Elvira es la hija de Antón Martínez y Guiomar de Saravia. Está perdida de amor por Nuño de Mata. Dicen que es un poco pava. El bestia de su padre es un sinvergüenza y le pega porque no quiere por yerno a un cretino, alguien que no sepa prosperar. Guiomar, por admiración y respeto que le tiene a su hombre, no protege a la hija. Nuño de Mata es regidor accidental en enero y febrero del sesenta y nueve. Nació hijo de Alonso de Mata, el astuto alcalde ido a la Guerra, pero no ha heredado nada de su pillería. Elvira y Nuño se encuentran dónde pueden, unas veces en un velatorio, otras en la plaza Pública, otras en la puerta del convento del Señor San Juan. Quizás Antón encierre a su hija para aislarla del amado, quizás alguna paliza sea algo más furibunda y muera de sobredosis, quizás Alonso de Mata diga un día hasta aquí hemos llegado, que nadie desprecia a su heredero aunque tenga poco que heredar y sea más bien poco espabilado. Nuño es débil y se siente débil, desespera y sufre con su propia impotencia. Cuando Nuño cruza una calle las marías cuchichean y los viejos forman corros de risas; cuando Nuño vuelve a su casa llora y se agarra de los pelos y se hace sangre clavándose las uñas en las palmas de las manos; pero por mucho que el coraje le apriete los puños, se muere de sólo imaginarse plantado delante del regidor Martínez, exigiéndole a su hija. Nuño pasea su figura enclenque y desgarbada, patética, por el lodazal de la plaza Pública entre el desprecio de caballeros y peones. Nuño se desprecia y casi todo el pueblo coincide con él. Nuño se hunde en el pozo del rechazo de la masa aldeana, que es una masa ciega y cruel que cuelga un sambenito y solo S.M. podría cambiarles, por mandato, el parecer. Lo han declarado tonto y hasta el fraile más tonto del Señor San Juan, el hortelano más cretino, la maría más necia y desnortada, el payaso más payaso de la tertulia del bar, el pastor más cafre, hasta el más necio de los lugareños se carcajea del tonto que así ha sido designado y se ríen las gallinas que picotean el barro de las esquinas y las ratas que se comen la mierda de las alcantarillas y los pollinos de dos y de cuatro patas que vuelven del campo en las tardes de otoño sin saberse nacidos solo para beber, sudar y morir.

           Cuando el sol de invierno cae detrás del cerro de la Magdalena y las tardes son blancas y azules, cuando los gorriones se retiran a su rama y se recogen los jubilados porque ya no quedan rayos que calienten y aprieta el fresco, cuando las beatas van a misa y el chiquillerío arma follón en la portería del convento para cabrear al hermano portero, Nuño escribe palabras para si mismo que van dirigidas a su amada. Escribe palabras que no alcanzan su destino, él es único público. Escribe palabras que son un desahogo. Poco después, una mañana de enero, Nuño se cruza en la plaza Pública, casi desierta, con Antón Martínez, propietario que ha prosperado y que quiere prosperar aún más. Como un golpe de sangre, como el estallido de una tempestad, como la sorpresa de una estrella fugaz, Nuño se siente repentinamente poseído y aborda al señor padre de su amada. Pálida la faz, las manos temblorosas, balbuceantes sus pensamientos, los copos de nieve caen mansos, luz de plata, aire afilado, el hermano portero del Señor San Juan asoma la gaita por ver que tiempo hace y la esconde con presteza resoplando y tan contento de que el chiquillerío esté impedido de salir con estos fríos.

           —¡Dios te guarde!

        Antón Martínez ha escuchado el saludo del pretendiente de su hija y esta es su contestación sin respuesta. Antón continúa la marcha y en su viaje se maravilla de que semejante tipo se haya atrevido a dar tal paso. Nuño queda solo en la plaza Pública abandonada a los malos humores del temporal. Nuño es cristo crucificado, lacerado, ya solo ansía que le asesten la lanzada en la tetilla izquierda. Elvira llora, porque cuando cenan cuenta su padre el encuentro que ha tenido y lo cuenta entre indignado y divertido. Antes de acostarse, Elvira cobra su ración de correazos y suspira en progresión geométrica y tras los suspiros viene más vara y es el cuento de nunca acabar. Elvira no sabe el porqué de estos arrebatos, estas corrientes misteriosas que la llevan a tan triste situación. Elvira está poseída. Negra soledad arropa el sueño de Elvira y una lágrima cae al suelo, los ratones y las curianas se miran y se apenan.

                                          Como esta noche fría de abril

                                                 Solo contigo sueño

                                                  Como estás lejos

                              Como este papel triste y feo donde te escribo

                               Como luz de luna y sol de fuego te espero.

           Música de tambores y clarines, estruendos de tropa que avanza. Tendidos en la aurora helada los pendones de Castilla y los estandartes rojo y verde de la ciudad de Granada. Despunta el alba y todo el Valle de Lecrín con sus naranjos y limones, sus alturas perdidas en la tundra, se asoma para despedir al ejército. Angelillos culones y arcángeles rubios coronan entre las nieblas del cielo la alegoría de la Cristiandad en marcha. Regatones y tullidos pedigüeños, putas y mujeres perdidas, perros vagabundos y frailes visionarios acompañan a las compañías de S.M. El señor marqués de Mondéjar levanta su campo el nueve de enero al amanecer y camina la vuelta de la Alpujarra, donde moros confiados y monfíes feroces le esperan para librar esta Guerra. A Granada acuden socorros de todas las villas y ciudades de Andalucía. Mientras parten para el frente, el conde de Tendilla los aloja en las casas de los moriscos del Albaicín. Los soldados comen a expensas de sus posaderos, se refrescan con sus hijas y están los moros muy agraviados. No hay, empero, protesta alguna que hacer, pues cumple al servicio de S.M. que se aloje allí la tropa, para que no se metan moros forasteros en el Albaicín y no se celebren reuniones secretas. Los moros escarmientan de su cobardía e indecisión. ¡Cuántas veces ya les ha recriminado la almohada que no se juntaran a Farax aquella noche! Ahora ya no tiene remedio y sólo cabe el lamento, la cuchillada en el corazón para los menos cobardes.

           El señor marqués de Mondéjar cabalga su caballo, viejos linajes, oros aristocráticos. El capitán general, el último señor de las Capitulaciones, tiene más enemigos tras su espalda que ante su pecho. Los arribistas de la burocracia y la judicatura, las masas cristianas de aluvión venidas de todas partes que al presente pueblan la ciudad de Granada, no pueden disimular la inquina que le guardan al esclarecido descendiente de los conquistadores de este Reino. El señor marqués de Mondéjar es un príncipe de tiempos antiguos, es la estrella que recuerda pasadas épocas, que para los nuevamente convertidos parecen ahora casi de tolerancia. Los enemigos del señor marqués no descansan en sus intrigas y si el ejército avanza mucho les parece mal, si avanza poco les parece peor, si perdona vidas cosa de traición, si castiga desmanes de su gente aberración. Tiene el Rey Nuestro Señor los oídos maltratados de tanto memorial y de tanta queja, pues los halcones no cesan en sus trabajos. El señor marqués quiere entrar en la Alpujarra en una mano la espada y la otra tendida a los mansos que la quieran besar. El señor marqués quiere sosegar la tierra sin cometer acto alguno que resulte irreparable. Quedan pocos días para alcanzar el punto de no retorno y casi todos lo saben, apenas mantienen la esperanza el señor marqués y algunos de su cuerda.

           Sobre los estribos de la cabalgadura se levanta Melchor de Peralta para poder ver con admirada y bobalicona mirada los brillos y oropeles auténticos del grupo que escolta al capitán general. Salió de Dúrcal el señor marqués el día nueve de enero haciendo noche en Chite. El lunes diez avistaron Tablate, su puente y su barranco. Cuenta Mármol que en Tablate se habían juntado miles de rebeldes con sus banderas blancas y encarnadas y sus capitanes. Cuenta que los capitanes no lo eran por su experiencia o por méritos de milicia sino por los sacrilegios y maldades que hubieran cometido. Que tenían el puente socavado de manera que sólo se pudiese cruzar por un hombre a la vez y con muchas dificultades. El barranco de Tablate es una profunda quebrada que todavía hoy no se puede cruzar más que por el puente famoso, paraje histórico y pintoresco que dice la indicación de la carretera. El señor marqués dirige sus fuerzas a la toma del puente en formación cerrada, a los lados los arcabuceros, detrás la caballería y delante los adalides reconociendo el terreno. Una densa polvareda denuncia el movimiento de masas por el Valle. Los moros hacen algazaras y tiran al aire pelotazos de arcabuz para celebrar de antemano la rota que por fuerza sufrirá la Cristiandad. No hay quien pueda cruzar el barranco más que por el viaducto medio derrumbado. Se ha separado fray García de los de Quesada junto con su asistente novicio y su borrico cargado de pellejos de vino. El capellán camina embobado con tanto jinete y tanta lanza, tanto escuadrón, tanto lujo y ornato, tanta marcialidad, el cielo es un cielo lechoso de invierno, los naranjos y los limoneros puntean de color las selvas cultivadas y alguna casucha blanca se esconde en los recodos del camino. Son hogares deshabitados de la nación morisca, todavía humea la chimenea y los rescoldos de la mísera rutina se pueden ver en un lebrillo contra la pared, en la gallina perdida al momento de la apresurada evacuación. Una vieja impasible, sentada en el poyo blanco de cal, no ha querido marcharse y cose indiferente al desastre. De cuando en cuando la vieja mira para el camino de Granada, como si nada hubiese cambiado y en cualquier momento fuesen a llegar cosarios y caminantes, viajantes de comercio o parientes enfermos desahuciados que regresan a morir al pueblo. ¡Cuánta pica y escopeta! ¡Cuanto personaje principal! ¡Cuanto mulo de carga! ¡Cuanto fiero capitán! Se hace a un lado fray García para ver como pasan delante de él todas estas notables cosas y al ver a los caballeros veinticuatros, a los capitanes de Córdoba y Sevilla, el fraile los sigue con la mirada cuando vienen, cuando se acercan, cuando se alejan, con la boca abierta y las pupilas dilatadas. El fraile pueblerino se ha criado y se ha estropeado en el convento del Señor San Juan, en un lugarón perdido en el que nunca se ven estos alardes, esta ostentación, esta abundancia y calidad de aceros y vestidos. El señorío de Quesada es una mierda de señorío, en las sierras de Quesada hasta los ricos son pobres. Llega el señor marqués, sus escoltas y sus gentes de más confianza. Mármol con sus estilos plateados y sus cuadernos de nácar, don Alonso de Granada Venegas con un linaje tan antiguo como tornadizo, los ayudantes en corceles resplandecientes, gallardetes en las picas. Trae el señor marqués besuqueadas las manos por los labios más flojos de entre los moriscos, que a montones acuden para reducirse a la vista del poder desplegado por S.M. Son los más cobardes, los mismos que, es ponerse el ejército tras el horizonte, adulan aparatosamente a los monfíes sanguinarios.

           Fray García se rompe de asombro, parece que le ha dado un aire. El señor marqués va por la pendiente abajo camino de su primer reto, por suerte no se oponen a sus tropas ni el rey de Francia ni los comerciantes holandeses, que está frente a un pueblo desesperado que no conoce batalla de más de sesenta años a esta parte. Fray García le pide al novicio que saque vino que los refresque para que puedan contemplar serenos estos prodigios del siglo. El novicio es un novicio obediente y por la cuesta abajo derrama un pellejo entero en el gaznate del capellán de la compañía de la villa de Quesada. El fraile aconseja al novicio que abra bien los ojos y que se asombre, porque si es que no acaba a manos de estos descreídos herejes o se despeña por un riscal, cuando vuelva al convento se quedará allí hasta que le den tierra y ya sólo podrá contar lo que aquí admire. Ni Aben Humeya ni su pueblo son herejes, pues no son cristianos errados, que son moros por la fuerza convertidos. Y es que en Quesada se reciben solo las resonancias atrasadas de las noticias y Fray García no sigue los temas de actualidad. En sus vapores Fray García lo confunde todo y ve salir el sol por Antequera.

           Se detiene el ejército en el barranco y a los más acreditados sabedores de los negocios de guerra no les da buena espina la posición. Muestra el moro la misma certidumbre y contraria confianza. El señor marqués dispone mangas de escopeteros para que hostiguen a la morisma y caen en esta refriega heridos y muertos por una y otra parte. Se quema mucha pólvora inútilmente, el marqués desespera de dormir esta noche al otro lado. No hay quien pase, sería más práctico vadear el río unos kilómetros abajo, aunque se pierda tiempo, se ganen fatigas y se ofrezca a los enemigos del de Mondéjar la oportunidad de explicar este forzado cambio de planes como un incidente desfavorable causado por la impericia del capitán que gobierna la columna. Cuando los espías buscan veredas transitables para la acemilería, un clamor inesperado requiere la atención del marqués que, sorprendido, ya principiaba a desandar sus pasos. Cierto fraile corre por el madero despreciando el vértigo, sin reparar en los disparos enemigos, con la espada desnuda en una mano y un crucifijo en la otra:

           —¡Luteranos, que queréis robar el pan y el vino a los pobres de Cristo! ¡Esperad que os pille!

         Tras el fraile enardecido están cruzando un borrico y un novicio con la cara descompuesta y verde.

           —¡Luteranos de mierda, cornudos! ¡Que queréis sacar a los pobres frailes de Cristo de sus rezos para ponerlos a segar!

           Al Rendati, al Nacoz, al Gironcillo, a los demás capitanes moros, a los monfíes y a toda la Berbería andaluza la sorpresa, pero también el espanto, les muda la color del rostro.

           —¡Herejes, demonios! ¡Cuidad que os agarre!

           Un alud de sotanas y mantecas se precipita contra los parapetos moros. Es digno de ver al borrico clavando sus pezuñas en la viga y al novicio ido de varetas y descompuesto, agarrándose a las ancas del animal. Estremecida por esta visión del más allá, la turba morisca escapa en todas las direcciones y la Cristiandad puede atravesar el puente reparado presurosamente. La noche del lunes diez de enero el señor marqués de Mondéjar alojó su campo en el caserío de Tablate. Hay un gran alborozo en los ejércitos de S.M. Todavía andan por el puente las últimas recuas de mulas cargadas de provisiones y mercaderías de la intendencia. El expolio y el saqueo ya se derraman por los recodos, rincones y descampados de Tablate. Disparan al aire las espingardas capturadas a la morisma, anunciando que las fuerzas del Bien, que camina por el Valle de Lecrín hacia el corazón de la Alpujarra, han ganado este primer obstáculo formidable. Los soldados que lo son de oficio roban sin darle importancia a sus robos, con la impasibilidad del entendido y viejo en las maneras de la milicia. Cuatro honrados burgueses, un platero del Zacatín, un empleado de caja de ahorros, un prestamista de San Agustín, el amante de la barragana de un canónigo de la catedral y un hidalgo hambriento tan desde antiguo que olvidó el significado de prosperidad y ruina, se desuellan las manos finas deshaciendo adobe tras adobe, tirante tras tirante, teja a teja, cimiento a cimiento, la casa que les han dicho que fue de un tal Contreras, moro de recio patrimonio. Cavan como si esperasen encontrar los sótanos del oro del Banco de España. Burladores de fortunas ajenas en la confusión de expedicionarios, escoltas del señor marqués que, bien comidos y bebidos, miden desde su propia altura moral la distancia que separa su honor de la ferocidad de estos malhechores. El señor marqués no quiere hacer daño pero tampoco quiere desmoralizar a la tropa y hace la vista gorda ante los excesos. Bergantes que compran en el acto y a precio de guerra los botines recién cobrados. Hay que vender rápido lo conseguido, hay que aligerar las alforjas, que sin duda se presentarán ocasiones mayores y por cargar ahora una fanega de trigo se puede perder una mora o un moro que vender. Los caballeros veinticuatros de la ciudad de Granada explican, justifican, a los corresponsales de la prensa que el pueblo lucha por ganar algo, que nadie come Iglesia, Rey o Papa que está en Roma. Doscientas lanzas de la ciudad de Córdoba persiguen por la maleza arriba a un viejo que no pudo evacuarse a tiempo y lo acosan solo por entretener las horas de acampada. Cuando lo alcanzan bajan ellos muy marciales con el enemigo del Rey ensartado por seis o siete hierros. Cuatro frailes franciscanos juegan a las cartas y beben aguardiente sentados en los sacos terreros del parapeto que han hecho las guardas para defender la noche. En su corte de Laujar monta en cólera Aben Humeya, corrido por tanto fracaso, mientras que el Zaguer prepara un borrador tras otro de la carta de reducción que quiere escribirle al señor marqués. Fray García reposa de tanta acumulación de alcohol recostado en la barriga de la burra conventual, el obediente novicio esconde sus diarreas en unos chaparros cercanos. La cercanía de las fuerzas de S.M. aviva los fragores del combate por la parte de Órgiva. Pedro de Tribaldos, regidor de esta villa de Quesada, ha visto, agrupando su asombro al de toda la compañía, esta jornada gloriosa de Tablate con temor y preocupación. Inquieto y espantado contempla el bien ganado saqueo al que se ha entregado la abigarrada soldadesca del señor marqués. Los quesadeños, la mayoría no ha salido nunca de su pueblo, se admiraron mucho de la hermosura geográfica y teatral de la acción, de como avanzaban por la pendiente que conduce al barranco batallones que eran como parcelas andantes, escuadras la una roja, la otra verde, la otra dorada, esta de caballería; en una eminencia del terreno las culebrinas de la artillería y en otra el cuartel del capitán general. Los moros también se admiraron, aunque no sabían si hacerlo más de las espléndidas formaciones guerreras o de ese alud sotaniforme que se les vino encima gritándoles borracherías. Los de Quesada andaban con el alma encogida viendo el drama, las mangas de escopeteros hostigándose a uno y otro lado del precipicio, las pelotas de plomo tomando alas de la pólvora, los heridos, los muertos que caen aquí y en la parte de los rebeldes, las manchas de sangre en los vestidos, las explosiones, el relinchar de las bestias asustadas por la humareda, las bajas pasiones desenfrenadas, las increíblemente feroces conductas de los saqueadores, el moro ahorcado en un alero, las botas que pisan ruinas calcinadas. Pedro de Tribaldos asiste con terror a las primeras glorias de esta Guerra. Para él el dolor es lo más temible y más aún lo es el pánico supersticioso a ese momento en el que todo termina, el instinto de conservación que dicen. Cuando suena un disparo, aunque suene lejos, muy lejos, Pedro de Tribaldos arrastra su barriga por los terrones del campo y no se puede contener y le tiemblan las piernas. Silba una bala en el aire y Pedro cree que esa es la suya y aunque silbe lejos, muy lejos, siente que le alcanza y abre la carne. ¿Como será el choque del plomo? ¿Será una sensación amable, regalo final para los sentidos? ¿Será una laceración, un desgarro agrio y cruel? A Pedro la sola idea de pasar por cobarde y llamar la atención le saca de quicio, porque no sobreviviría fuera de su normalidad pública, gris, anodina, en la que se refugia para que el mundo le deje en paz. Pedro de Tribaldos es cobarde y le aterra destacar. Al héroe y al cobarde, al santo y al lucifer, el mundo los solicita de mil maneras y los acosa infinitamente más que al oscuro y silencioso, que se guarda para siempre en el lado oscuro y desconocido de la historia.

           En la rota de Tablate ha caído sin vida uno de los hijos de Juan Zabazaque. Son todavía pocas las bajas a estas alturas del milenio. Las gentes del pueblo de Dios todavía conservan reservas de sensibilidad para los cadáveres, la suficiente para enterrar a los difuntos. Cuando el Genocidio descubra toda su hediondez nadie enterrará a nadie, todos se dedicarán a salvarse ellos y todos verán como lo más propio que los cadáveres vaguen insepultos por campos y caminos. Juan Zabazaque, en el cerro donde está la alberca dominando los caminos de Órgiva, espera noticias de sus hijos, que no pueden ser otras que negras mulas de luto y amigos entristecidos acompañando al hijo perdido. En la alquería las mujeres lloran con oficio de plañideras moras. Los niños no entienden lo que ocurre, pero respiran la tensión y alguno también se abandona a las lágrimas. Juan Zabazaque no llora porque ya lloró cuando le explicaron este milenio. Él ya sabía que todos se perderían. Él ya está muerto y lo están sus hijos, sus nietos, sus amigos. Murieron cuando se determinaron a morir matando, fue entonces cuando Zabazaque sintió el dolor de la despedida. En las partes más bajas, cerca de la costa, comienzan a florecer los almendros, bancos de niebla en los valles, las aldeas de la Alpujarra son ribereñas del mar de nubes sobre el mar, son los campanarios y los chopos faros que orientan a las gaviotas extraviadas en las nieves de las alturas donde brilla el sol de enero.

           Las gentes de la compañía de Quesada alcanzaron a ver todo el episodio del puente. Tras contemplar los sucesos cruzaron de los últimos, apenas por delante de la acemilería de la intendencia. Por tardíos e ignorantes de los ardides militares han sido marginados del saqueo, relegados al más perdido de los rincones del poblado, a las tapias del cementerio. No duermen bajo techo, solo se protegen con las estrellas y la escarcha de la marea húmeda y helada que baja de la nieve. Se calientan apenas con cuatro palos de naranjo arrancados de una heredad cercana. No pierden mucho los quesadeños, que este pueblo apenas tiene cuatro casas de rudos pastores y hortelanos, al menos eso piensan ellos y es que el que no se conforma es porque no quiere. Leonís con tanto aparato de guerra, con tanta música y con tanto lujo y ostentación se anima lo más grande y se dice que ha sonado la hora de los tíos valientes. Sosiego es un caradura, un marginal a sueldo, vive de reírse de los demás y de que los demás se rían con él. Las gentes de Quesada están cansadas y tienen frío, miedo, emoción, esperanza de ganar algo. Se acerca el momento de la verdad, cada vez está más cerca. Quizás esta misma noche maten o sean matados. Las gentes de Quesada están desasosegadas a la espera del nuevo día, incómodos y nerviosos. Leonís solo, calentándose en la lumbre más cercana a las tapias del camposanto medio derruido. Las zarzas colonizan los derrumbes y detrás las cruces y el fulgor fatuo de las tumbas destacan sus contornos sobre el cielo oscuro. Los compañeros de Leonís yacen por el suelo liados en mantas. Gotas de hielo en algún bigote. Bartolomé Alviano sueña que acuchilla a todos los moros rebeldes, que acaba con esta rebelión y que le dejan volver tranquilo a su guerra contra la rutina y la escasez. Leonís está agitado y entusiasmado. No duerme. Si los monfíes caen de improviso sobre sus paisanos encontrarán una espada valerosa que les defienda el paso. Si el señor marqués supiera de su diligencia y fervor patriótico sin duda recibiría una gran alegría, pues está la Cristiandad muy falta de héroes auténticos, de esforzados caballeros. Vela también Melchor de Peralta en una hoguera comarcana. Melchor mira al alto cerro donde acampa el cuartel del señor marqués, la lucecita, como la del Pardo, siempre encendida. El señor marqués planea los planes de su campaña.

           —¡Leonís! ¡Leonís!

           Una voz lúgubre sale del cementerio, todo el Reino de Granada será un cementerio para el pueblo de Dios. Golpeado por la sorpresa y el temor, Leonís se olvidada de empuñar la espada aquella gloriosa con la que salvaguardaría el descanso de sus conmilitones.

           —¡Leonís! ¡Leonís! Acércate a este lado, hasta donde solo llegan los elegidos.

         —¿Quién eres? Si un difunto te juro que aviso al padre cura que tenemos de capellán, que no se asusta de las almas en pena, ni de martinillos, ni del mismo arcángel negro que fueses...

         —¡Leonís! Deja tranquilo al fraile que bastante tiene con el vino que le atosiga las seseras y ven aquí que te pueda hablar. No seas imbécil, mira que soy aquel que solo repara en los más esclarecidos, que quiero darte mi lección para que tengas jornadas espléndidas y el Rey Nuestro Señor y el señor marqués y el señor arzobispo y toda España te colmen de favores y se sientan siempre obligados contigo que tan grandes trabajos harás, si me escuchas, por el bien de tu Patria y de tu Religión.

           —¿Quién eres? ¿Quién eres?

           Lívido, tembloroso y al tiempo envanecido, Leonís aproxima una mano a los líquenes de la tapia y, alumbrado por el resplandor de la hoguera, busca dificultosamente donde descolgar un pie en las irregularidades de las ruinas, luego el otro, la mano palpando nuevos asideros en el muro.

           —¡Leonís! ¡Leonís! ven que te hable.

           —Ya voy, que no es fácil subir este pedregal en noche tan cerrada.

           Leonís alcanza el cambio de rasante y sus ojos tímidos, acojonados pero orgullosos, abarcan la estrecha plaza donde reposan los náufragos de antiguas generaciones. En las tinieblas más que grito es berrido. Leonís corre por la tapia derrumbada sin notar las dificultades del terreno, como si flotara, como atraviesa una nube los picos de las sierras. Se refugia en Melchor de Peralta, que le acoge disponiéndose a una batalla que no hay duda pasará a la historia de la épica. Los quesadeños se sobresaltan y se lanzan de sus lechos pétreos creyendo que se trata de un rebato, de un ataque pérfido de la morisma. Por el hueco del muro aparece Sosiego roto en carcajadas, las lágrimas brillando a la luz del fuego. Sosiego, una linterna en la barriga, recibió al maravillado Leonís con una quijada descomunal de muerto antiguo encajada en la suya. Con la otra mano movía el asqueroso postizo sentado en un ataúd que la soldadesca había exhumado horas antes por si se podía robar algo. ¡Que risas! Este Sosiego está loco ¡que ocurrencias! Desde las compañías cercanas exigen silencio porque hay que madrugar. Leonís llora de rabia y de miedo. Melchor lo estrecha en su pecho y le acaricia susurrándole suaves consuelos.

           Al despuntar el alba tiene fray García el cuerpo reventado, la boca de estropajo, las espaldas molidas. Orina litros y litros. Como en todas sus resacas amanece arrepentido, horrorizado de lo poco que recuerda. Dando tumbos, mareado y flojo, los movimientos torpes y casi sin gobierno, busca el paradero del cronista de esta Guerra. Algunos soldados legañosos cuecen café, otros beben aguardiente, los de la intendencia se desayunan con valdepeñas y tocino asado. Fray García no quiere que se sepa lo que hizo, que se enteren en el pueblo, en el convento del señor Sanjuan, que sus disparates muevan risas en los bares, que entretengan a los vecinos que se juntan al fresco en las largas noches de verano. No quiere que se guarde memoria de su calamidad. Fray García grita y amenaza a Mármol Carvajal, chilla, levanta el puño, da patadas al suelo entre burlas y risas de los que asisten a esta especie de octava de las borracherías de ayer. Mármol le jura, asegura y promete que ni su nombre ni el del convento del Señor San Juan, ni el de Quesada, aparecerán en ningún relato de los que escriba sobre esta Guerra.

           Fray García se conforma y abandona la escena esforzándose por mantener el equilibrio. Ríe Mármol ¿Qué se había figurado este frailuco borracho de un convento de pueblo tan pobre y necesitado? El señor marqués no iba a consentir que tan brillante jornada quedara ensuciada por semejante botarate, no podría permitir tan erudito historiador que entrase semejante personaje en su crónica moviendo risas de todas las generaciones venideras. Ya tenía pensado que en su lugar figurará un tal Cristóbal de Molina, fraile franciscano de mucho más mérito, piadoso y buen excitador de conciencias para mejor servicio del Rey Nuestro Señor. Fray García regresa junto a su burra y su novicio, ha tomado la inútil resolución de no volver a beber como hasta ahora ha bebido y de no cometer jamás excesos semejantes a los cometidos.

           Los penachos escarlatas de los caballeros y los recios paños de los reclutas, los pendones de la capitanía general, los estandartes rojo y verde de la Granada cristiana sortean las barranqueras y los pechos de almendros sedientos camino de Lanjarón. Huracanes de agua y frío. Zabazaque, subido al pretil de la alberca, espía de noche los campos arrullados por la oscuridad y el silencio. Zabazaque busca con sus ojos cansados los fuegos del ejército infiel que penetra en el sagrario del alzamiento. Los fuegos que cercan la torre de Órgiva se ocultan entre la niebla. Si la noche no fuera tan cerrada brillaría la luna en el mar, salpicado de pequeñas franjas negras que van y vienen del Estrecho. Cruzan los barcos tras la silueta de una higuera, se esconden detrás de un cerro pelado sembrado de muñones secos que son viñas sin sarmientos, aparecen por el hueco de un barranco, los faros de la costa barren con estelas insinuadas el llano luminoso del agua, brilla la luna en la nieve, cortijos perdidos en el misterio de una hondonada que parece boca de lobo, el alumbrado de los pueblos motea la sierra con puntos de luz lejana que bailan con el viento.

           Los sitiados de la torre de Órgiva aguantan porque algunos moros, los padres de los rehenes que penan dentro de ella, les facilitan secretamente agua y comida para que no sufran sus hijos, sus hijas. A la vista del río Grande de Órgiva, de los olivares y de las huertas, el señor marqués aprieta el paso ansioso por salvar a los valientes que llevan dos semanas batiéndose en su cerco. Leonís camina lloroso y desconsolado a los pies del caballo que monta Melchor de Peralta. El alcalde acaricia y consuela maternalmente al medio tonto. Mucho asqueroso se ha colado en esta magna epopeya, eso es lo que piensa el guerrero de pueblo y vocacional salvador de cristiandades. Monfíes que corren los campos acechando al enemigo. Sierra de Lújar arriba escapan por el Haza del Lino los moricos y las moricas, los moros y las moras viejas. Cáñar y Soportújar y los valles de Órgiva han sido evacuados, están desiertos, la bestia se acerca y las hormigas escapan trabajosamente, correteando en fila por los caminos. En Poqueira junta sus fuerzas Aben Humeya. Selvas y precipicios. El rey de los andaluces se esconde en Laujar y dirige las operaciones por poderes. La nieve baja de los infiernos fríos del cielo y camufla las casas blancas, los quitamiedos blancos, la espuma blanca de los torrentes. El señor marqués quiere subir cuanto antes a los pueblos de Poqueira para herir el corazón de la revuelta. La caballería se desmanda por las calles de Órgiva arrollando a los que no han huido. Los liberados disparan al aire pregonando su alegría, los rehenes moros lloran porque los han liberado y para ellos comienza el cautiverio. La soldadesca de S.M. se desparrama por las vegas peinando cortijadas, aprovechando para su negocio lo que los moros han olvidado o no han tenido más remedio que abandonar en el desalojo. Por las afueras del combate la compañía de Quesada ha caído sobre un grupo de monfíes, monfíes imberbes, temerosos, casi niños, casi indefensos. No son los terribles bandoleros curtidos por la adversidad de los montes y los hielos de las sierras, las hambres, las represiones crueles de los primeros días. Son monfíes de estreno apresuradamente improvisados, jóvenes novios, hortelanos, sederos, aguadores, jóvenes que luchaban con su azada y su acequia y a los que les ha caído encima este milenio. Bartolomé Alviano está convencido de que el más rápido remedio a su presencia en esta guerra ajena es matar de un golpe a todos los moros que haya. Melchor de Peralta es un soñador militarista de octava fila y vive por primera vez sus gloriosos sueños que ahora se le presentan en carne viva y mortal, ahí mismo, delante de sus ojos. Sosiego escurre hábilmente el bulto escondiéndose en unos espinos. Un monfí enloquecido por el pánico dispara contra Leonís, pero Mateo Francés, que lo ha visto, lo empuja al suelo y lo salva. Pedro de Tribaldos no cabe en él y no sabe si es mayor su propio miedo o su pena por estos infelices mancebos que van a morir. Otro disparo. A cada estruendo Pedro de Tribaldos encoge la cabeza entre los hombros y cierra los ojos. Está muy separado de la acción, pero el pánico le hace sentir, temer,  que penetra en su pecho el metal de la gumía, el estómago late histérico, le vuela la vista y cae al suelo preso de asustadiza lipotimia. ¿Quién nos ha condenado, quién nos obliga a morir matando, a nosotros, viles moros de alquería, a nosotros, viles cristianos de villa pobre perdida en una apartada provincia? ¿Por qué el mundo nos incluye en el plan de sus desgracias, nos saca de nuestras miserias, nos coloca en esta atrocidad? Bartolomé Alviano y Melchor de Peralta son los que primero se lanzan sobre los pobres gazapos temblorosos. Bartolomé destroza cráneos, costillares, rostros, barrigas. Le tiñe tanta sangre que parece él mismo cien veces herido. Melchor aprieta sus manos alrededor del cuello de un niño. Melchor, espuma en los labios, fuego en todo el rostro, humo en el cerebro, golpea la cabeza de su víctima contra una piedra. Mana la sangre de la boca indefensa y de los oídos, pero Melchor continúa golpeando salvajemente, como si fuera saco de trigo o de aceituna y no alma y cuerpo. Todo ha sido tan rápido, la locura tan ciega y tan vieja, que Melchor actúa como autómata. Sobre el último estertor del moribundo, sobre el suelo manchado de hemoglobina dulce y virgen, con las manos aún aferradas al cuello del mancebo moro, piel clara, ojos claros, pelo claro, despierta de sus sueños Melchor al comprender que ha asesinado a una pobre vida, a un casi niño desconocido a quien ninguna ofensa debía. Sobre el despojo Melchor llora su crimen. Cuando los otros de la compañía le descubren, inerte y rojo, creen que también ha muerto en la pelea. Otro muerto quisiera ser Melchor para huir para siempre de este horror. Los grajos trazan círculos en los cielos de la Alpujarra, merodean los carroñeros, los rayos de la tormenta estallan en las alturas de la sierra; río abajo, camino del mar, escapan gritando los pájaros. Alviano es un buen hombre, Melchor es un buen hombre, los hijos de Zabazaque eran gentes derechas, Zabazaque es un anciano prudente. Solo son miserables criaturas arrojadas al mundo entre las discordias de sus dioses, en mitad de la historia, entre poderes y fuerzas lejanas que hacen con ellos lo que quieren.

           Alpujarra árida y fría torturada por montañas, barrancos y simas. Columnas de monfíes se aprestan a la defensa de sus más fuertes reductos. Soldados de S.M. roban, matan y violan desparramados por los valles. El rey de los andaluces dispone de las vidas de su pueblo desde una corte de valoríes intrigantes, de mujeres forzadas. Más teme el señor marqués a las víboras conspiradoras de la retaguardia, al propio Rey y a su Consejo, que a los enemigos que le esperan en las fragosidades del Poqueira. Por caminos empinados sube a los Ceheles el cadáver de un morico desnucado, lo acompañan treinta moros enlutados, lo lleva una mula vieja que apenas aguanta tanta cuesta. Juan Zabazaque en el pretil de la alberca que domina toda la Alpujarra. Las mujeres lloran y gritan y se arrancan los pelos; los niños no entienden lo que ocurre, pero se contagian de los lamentos; el perro famélico y pulgoso, tendido al sol, posa sus tristes ojos en el suelo de tierra y pizarra. Mañana fría de enero, mañana de cristal, la escarcha se funde en rocío al brillar el sol, formaciones de almendros y viñas en las bóvedas y en los sótanos del paisaje; los pueblos y sus torres, los chopos que los rodean, están difuminados por la humedad del amanecer. Impasibles y eternos el mar abajo y la nieve arriba. A pesar de la teoría, a pesar de los razonamientos, Zabazaque desfallece y deja escapar un sollozo.

           La gente más baja alborota en bares y tabernas. A solas en la cocina algunas mujeres se empinan un litro de vino de guisar. Los trenes atraviesan dehesas de esparto y pinares repoblados, barbechos perdiceros. Cuando pasan sin detenerse por la estación de Larva, las farolas de los andenes se encienden sólo lo suficiente para saludar y decir adiós a viajeros y mercancías. Pedro Martel quiere a una burra y sus padres y sus hermanos y sus vecinos se ríen de él. En los Ceheles la mañana es fría, clara, escarchada, neblina en las hondonadas, la nieve refulge en sus ventisqueros, un cortijero borracho regresa al cortijo tras una noche de vino y cantes. El señor marqués de los Vélez está a la vista de Huécija y Hernando el Gorri manda degollar a los cautivos cristianos del lugar antes de huir. Los soldados de este marqués se fugan del frente cuando consiguen su parte de ajuares y de moras apresadas. Zabazaque bebe vino ante el horizonte de barrancos, sierras, almendros, higueras, cepas de sarmientos desfoliados por la parada invernal, pizarra oscura en los suelos, aire afilado, suenan las campanas de un pueblo, todas las geografías a los pies de estas crestas: mares, ríos, cerros, encima el cielo y los hielos del Mulhacén, del sultán Abul Hasán Alí. El Señor marqués de Mondéjar sabe que Aben Humeya está juntando sus fuerzas en la taha de Poqueira. El jueves día trece, sin dejar descansar la tropa, impaciente por terminar con el grueso del alzamiento, acomete las pendientes del turístico barranco. En un primer momento los moros hostigan al ejército  y lo paralizan, pero el capitán Flores, tomando las partes altas, alcanza Bubión sin dificultad y desde el mirador que hay junto a la iglesia hace señales al campo cristiano. Antes de caer el día ha tomado el señor marqués todos los lugares de la taha, con gran botín y numerosos cautivos. A pesar de sus heroicas obsesiones, a Melchor de Peralta la sangre del moro desnucado le chorrea de neurona en neurona y ya no está para nuevas aventuras. Tampoco está para ardides militares Alonso de Mata, más pendiente de acercarse al cuartel del señor marqués, que siempre se consigue algo a los pies de la mesa de los poderosos, que de favorecer a su compañía. Con capitanes tan poco diligentes no es raro que la gente de Quesada esté arrinconada en un horrible precipicio. Parece que, gracias a Dios, no hay que lamentar hasta el momento desgracia alguna entre los paisanos. Los moros les arrojan piedras y les disparan con sus espingardas turcas. Vastián Cano rabia porque ve como entran las milicias en Pampaneira, alforjas repletas, rebaños de moras. Por las cumbres de la vertiente escapan los moros cargados con las pertenencias que han podido cargar, los soldados acosan a los grupos de fugitivos. Vastián Cano rabia porque ellos están detenidos en una áspera garganta, aplastados contra los huecos del paredón, expuestos a disparos y pedradas mientras los bribones de Granada y de Antequera, de Córdoba y Sevilla, de Úbeda y Baeza, de Loja y Alcalá, le arrebatan el presupuesto del pozo que quiere perforar. Por las selvas de castaños y nogales descienden las nieblas desde las alturas, jirones de vapor ocultan las aglomeraciones cúbicas de Capileira, a un hueco de las nubes se asoman una acequia y un olivo, las llamas del incendio pulen el alféizar de una ventana, humo y cadáveres en los tinaos, los huesos de los mártires romanos de la pasada Nochebuena aplauden la venganza. La compañía de Quesada se rezagó en una emboscada a la entrada del barranco, pero fray García va por libre y está entre los primeros que tomaron Bubión, le sigue su novicio y la burra aliviada ya de peso. Será preciso repostar los pellejos rápidamente. Fray García, de nuevo en su cúspide ciclotímica, es un odre repleto. Mientras las gentes de Quesada capean el temporal de pólvora y rocas, a Sosiego se le ocurre algo malicioso para distraer el pánico de sus compañeros, por demasiado extenso aburrido. Como una comadreja se desliza peñas arriba y le muerde en el cuello a un tierno aprendiz de monfí, siempre pálidas, imberbes, hermosas, las víctimas de las guerras. Chorreando sangre, el cadáver fresco y caliente en los hombros, salta entre los disparos furiosos de la morería, Sosiego se ríe en silencio para en lo posible pasar desapercibido y consigue alcanzar un saledizo que forma el barranco. Debajo se guardan del peligro Melchor y Leonís y Martel y otros muchos quesadeños. Con arrojo inconsciente se asoma Sosiego al borde del tajo y deja caer sobre Leonís el cuerpo, aún tibio, pálido y sanguinolento, del aprendiz de monfí. Leonís rueda entre gritos por el suelo, si Alviano no lo agarra se despeña hasta el río. Cuando la compañía se recobra de la sorpresa y comprende la gracia del muertazo, toda la tensión acumulada por los miedos se desborda en carcajadas histéricas. Leonís magullado, dolorido, arañado por las zarzas, manchado por las heridas del pálido y tierno aprendiz de monfí, bigote pelusero apenas apuntado, la voz que le estaba cambiando, no puede reprimir el llanto y se refugia en el regazo de Melchor, el único que no ríe estas burlas, que le acaricia el pelo y le susurra consuelos. Sosiego ha afrontado para esta genialidad cien veces la muerte. En los combates se retira del riesgo con cazurrería, pero en la retaguardia siempre anda pendiente de arrancar los calzones a cualquier patriota desavisado, el caballo a un caballero o los días sin gastar a un muerto moro, todo por hacer risas, que es su oficio. Pedro de Tribaldos no levanta la cara del suelo y cada tiro, por lejano que silbe, lo escucha junto a sus oídos y cada piedra que rueda la siente aplastándole las costillas. Pedro no atiende a las carcajadas de sus compañeros, necios, ladrones, osados, locos, ¿por qué lo habrán mandado venir hasta aquí? ¿Qué necesidad había de sacarlo de su casa, de su matrimonio no siempre confortable?

           El agua del Poqueira fluye salvaje por el lecho del torrente. El mar brilla a la espalda asomándose entre dos montañas. Borbotones grises y blancos, claros, oscuros, pura niebla, pura luz, juegan al escondite por las laderas de la sierra. Fray García trabaja por libre y está entre los primeros que entraron en Bubión. En lo alto de las pendientes pelea con su borrachera recostado en la panza de la burra. Junto a él descansa el novicio asistente. Entre la maleza y las peñas escapa fugitiva una familia de moros. Como en el romance de Álora, las moras llevan la ropa, los moros harina y trigo, las moricas de quince años el oro fino y los moricos pequeños llevan la pasa y el higo. Son torpísimos los movimientos del fray, sin coordinación, descompasados, runrún de mostos en las seseras, pero a fray García le parecen ágiles y precisos: vello erizado, orejas alerta, garras dispuestas, en guardia olfato y vista, bestia de presa, garduña, gato, búho real, lince, águila, receptor de alcabalas, víbora, mantis... La morisma en fuga, pez-chico-a-punto-de-ser-comido-por-el-grande, ha detectado la presencia del tocinoso y ebrio predador, pero lo ignora porque no está el paño para frailes curdas, que les pisan la sombra los auténticos felinos del ejército, ávidos, embriagados por el aroma del botín. Parece que el grupo de moros ha conseguido zafarse de sus perseguidores. Tras aquel recodo está Ferreira, ya se ven las ahumadas que hacen los monfíes en las cumbres, ya escapan los moros alcanzando los últimos peñones en donde cambia la vertiente. Un poco más y estarán al amparo de los ballesteros del pueblo de Dios. Moros, moras, moricas, moricos, corren todos entre los espinos, los perseguidores, héroes autodidactas del Zacatín, de Alcalá, de Córdoba y de Antequera, han perdido el rastro y no pueden ver a los perseguidos, quedará para más tarde la muerte de esta familia del pueblo de Dios, su entierro y expolio. En Pitres y en Pórtugos y en Mecina y en Ferreirola repican las campanas. Los serranos acuden a la imposible defensa. Mañana acometerá la taha el señor marqués. Caballos desbocados, cuadrillas de monfíes atrincherados en lo que quieren sus Termópilas, derrotistas de pies ligeros que no esperan al nuevo día para abrirse, almuédanos nuevos en mezquitas improvisadas que salmodian sus llamamientos sagrados a los que nadie atiende, los refugiados se acoplan en cualquier sitio entorpeciendo los movimientos de la infantería, a la que tampoco nadie indica donde se tiene que apostar. Desde sus confortables cuarteles, bien lejos, el señor rey de los andaluces y el Zaguer y Miguel de Rojas y otros moros principales dirigen el marasmo. La cabeza de la rebelión juega torpemente a estratega prusiano con mapas y piezas de cartón: artillería, blindados, ingenieros, cuerpos de élite, aviación: el mapa se mancha de rojo y los dirigentes se preguntan el porqué y no lo comprenden. Que nadie espere armisticios ni capitulaciones en esta guerra. Que nadie pregunte por convenciones de Ginebra. El Zaguer, en su casa de Cádiar, se aburre del “guargame” y le manda a una romana que tiene cautiva que le traiga los artes de escribir cartas traidoras, cartas al señor marqués curándose en salud, que él es y siempre ha sido un fiel y obediente súbdito de S.M. En Poqueira arden los incendios del saqueo. El señor marqués se ha instalado en una casa de Bubión y dispone que se coloquen centinelas para vigilar el descanso del ejército. Mañana el señor marqués acometerá la taha de Ferreira atestada de presurosos refugiados. Será bueno que la soldadesca se reponga, que se limpien las armas y se sosieguen las conciencias. Por las laderas del barranco se repliegan a sus hogares y catres los que más lejos llegaron en las persecuciones. Fray García intenta el solo capturar a las últimas víctimas, ya casi libres, y para ponerles la mano encima salta desde su puesto de ojeo confiado en su ligereza de reflejos. Fray García rueda por la pendiente, el novicio y la burra rezan para que se descalabre. Fray García se detiene en el tronco de un castaño contra el que ha chocado.

           —¡Que escapan! ¡Que escapan!

           Fray García aúlla con toda la fuerza de sus huesos molidos. La cuadrilla de soldados da media vuelta y busca. Cuando fray García consigue asomarse al lugar donde han caído los fugitivos hay moros degollados, moricos que lloran amontonados a un lado del escenario. La harina y el trigo, la ropa, el oro fino, la pasa y el higo, todo desparramado a la espera de nuevo dueño. Los soldados montan a las moras y a las moricas, ninguna grita porque ya viven en la muerte y no padecen los dolores que fatigan a la gente todavía por fenecer. Apenas queda vacante una mora vieja de carnes secas. Fray García se arremanga los hábitos. Mareos de alcohol, la ceremonia queda inconclusa. Antes de volver los soldados a sus cuarteles uno de ellos repara en el fraile inmóvil sobre la vieja, indemne. Los feroces defensores de la cristiandad sacuden la sotana por comprobar si el regular duerme o si se ha quedado tieso con tanta emoción desacostumbrada. El novicio lo recoge y lo atraviesa en el lomo de la burra, los resoplidos del fray y las risas de los soldados se alejan camino de Bubión y Capileira. Cuando el fraile se recupere no tendrá esta vez a ningún Mármol a quien amenazar si dice algo. Puede que yo sea el único, el único cronista al que pueda agarrar. Ya lo temo avasallando mi puerta, vociferando, golpeándome, destrozando la estantería en la que colecciono momentos cotidianos.

           En la sierra de Poqueira ya es de noche. La niebla se ha retirado y las estrellas se agitan en el cielo. Es noche oscura como boca de lobo, apenas alguna lumbre en los campamentos enemigos, la Alpujarra embozada en tinieblas de guerra, caravanas de coches que regresan de la playa y que, allá lejos, dibujan con sus luces en movimiento el trazado de la carretera. ¡Valiente capellán, vehemente y alcohólico, que no sirve ni para violar a una mora vieja! La vieja yace en el suelo, entre sus cadáveres. Ha escapado por la flaqueza de su verdugo. La vieja, aunque puede, no quiere levantarse y como ya está muerta no se estremece de su lecho para morir con sus hombres y sus hijos. Todos son cadáveres.

           Enero meciéndose en chubascos de hielo. La marcha de la compañía ha dejado en esta villa pobre y necesitada, en la que nunca pasa nada, una novedad que ya no es nueva, que se ha marchitado. Vuelven los gorriones a las ramas de los álamos y vuelven a congelarse cada tarde prematura de invierno. No se retira la escarcha de las umbrías de la plaza ni cuando el sol, tímido y bajo, intenta hacia el mediodía parecerse un poco al sol. Diez días hace que partió la compañía. Vuelve la paz tediosa y espesa a esta aldea. Están tranquilos los términos aquí, algún pequeño sobresalto, algún rebato aislado, poca cosa. La Guerra, que reparte fortunas y muertes entre vencedores y vencidos de cada facción, se sigue con indiferencia, beatas que regresan encogidas de misa de tarde a sus tertulias de mesa camilla sorteando coches, camiones y mulas mecánicas. Hoy se le ha encendido la boca al padre cura párroco y se ha despachado a gusto, sermón de a vara, interminable y pesado, que no entiende de estaciones ni de climas. Las beatas son supersticiosas y evitan pasar por debajo de la escalera que maneja indolente un empleado municipal en una esquina de la calle. Los previsores ediles procuran huecos en el callejero para homenajear póstumamente a los muertos que seguramente traerá esta Guerra. El empleado retira las placas de generales rebeldes, Mola, Sanjurjo, Queipo, y limpia con cuidado la huella que dejan en la pared. Están encargadas hermosas lápidas de cerámica, solo faltan los nombres de los muertos que morirán.

           Esta tarde Isabel de Peralta ha discutido con Hernando y le ha planteado la papeleta: se casan ya o se acabó la cosa, está muy harta, no quiere esperar a la vuelta de Melchor que está medio loco y a lo mejor no vuelve. Hernando se cabrea, porque como para todos los de su naturaleza y clase, la boda  es la trampa en la que acaba su vida libre, pero termina por hundir la mirada aceptando. Juana Alviano en su cocina, pelos negros, tizne en la chimenea, le da de comer arroz con leche a su hijo Cabrera, acarreador, con una cuchara de palo. Cabrera, asustado, temeroso del mundo, se refugia en el útero de su madre. Hernando pretende que su querida esté siempre dispuesta, esperándolo  cuando le dé el picotazo. Como casi todos los de su clase y naturaleza se permite, encima, ser celoso y por eso se indigna si Juana le da sopas a otro, aunque sea su hijo. Fuera de sí, no son patadas, gritos, cacharros que caen al suelo, porrazos en las paredes. Hernando arrastra de los pelos a su consuelo de instintos y la llama puta y zorra. Juana celebra a la fuerza, a palos, la próxima boda de Hernando. Espectáculo salido de la cosa de los instintos y del genio malo de los sinvergüenzas.

           En Tablate había quedado una compañía de Porcuna protegiendo la ruta de Granada por la que afluían de continuo hombres, armas y provisiones. El Nacoz andaba por aquellos cerros y cayendo sobre los cristianos desprevenidos finalizó a todo el presidio. En la Corte arreciaron las críticas al señor marqués. Decían que los avances del capitán general no eran éxitos sino ardid de guerra de los moros para dejar pasar al grueso del ejército y luego atacar cómodamente la retaguardia. Según Mármol, por los mismos días el corregidor de Guadix capturó Aldeire, al otro lado de la sierra, y se hizo con unas dos mil moras y numerosos fardos de ropa y comida.

           El señor marqués de Mondéjar partió de Bubión el sábado quince de enero y, evitando los caminos bajos, cruzó las crestas de la sierra que hay entre Poqueira y Ferreira. Caminaba el ejército por la parte más elevada, sobre praderas de difuntos. La vieja de fray García, aunque nadie reparó en ella, no había muerto. Si hubieran reparado en ella cualquiera hubiera firmado el certificado de defunción, porque la vieja ya no se movía, no miraba, no respiraba, la vieja no quería seguir en este mundo e ignoraba a sus propios huesos y carnes, oídos y ojos. Pedro Martel quiere mucho a su burra y es el mayor de doce hermanos y todos se ríen de él y de sus amores. En las cumbres medianeras de Poqueira y Ferreira Pedro Martel recuerda a su burra y le entran sudores de ansiedad y ausencia. Pedro Martel desfila en la formación de la compañía de Quesada, ciego a la guerra que le rodea, no tiene pensamiento ni deseo que no sean para su burra. La tropa quesadeña, gente de secano y poco viajada, está parada y babeando. Por primera vez, allá en lo hondo del horizonte, ven el mar y no saben que cosa pueda ser. Visto desde lejos, a estas alturas del alba, es como una superficie infinita  por la que corretean y saltan destellos y brillos. Para los palurdos estos el mar no es agua, es un cielo que está debajo ¿Como será visto de cerca? Sosiego se lo representa como las calimas del verano, que no se sabe muy bien hasta donde son tierra y desde donde cielo. El mar de Alborán, cuando tiene el sol bajo, es un espejo gris rayado de cuando en cuando por líneas negras, grandes y pequeñas, unas más cercanas a esta orilla, otras a la otra, que son petroleros y mercantes y buques de guerra de todas las banderas y barcos de contrabandistas y de emigrantes clandestinos. Pedro Martel para nada se interesa por el mar ni por los pueblos ahí abajo, en lo hondo del precipicio. Pedro Martel sueña con su burra. La está acariciando y hablando a la oreja, empapándose de sus latidos y palpitaciones. Entre los mosquitos y la lujuria vegetal del Guadiana Menor, Pedro Martel regresa en alma a la cuadra, con su burra. Las ramblas y los almendros se hacen olivar y huerta hacia Quesada, hacia Jódar y Larva hay pinchos y espartos, el sol muere en Sierra Mágina. Pedro Martel, que no tiene afecto de hombres ni de mujeres, acaricia la recia pelambrera de la burra y le habla a la oreja, la panza caliente le acoge, amor silencioso de animal fiel, chispazos nerviosos que hacen vibrar las carnes juntas de los amantes. Pedro Martel solo ama a su burra. La bestia desnuda lo mira con infinita candidez. Gallos cantores en el amanecer, labriegos que madrugan, cortijos grandes y blancos en el secanal, los dos amantes continúan amándose sobre las pajas de la cuadra, en el exterior amanece un nuevo día de hambre y dolor. Pedro Martel camina entre los escuadrones del señor marqués de Mondéjar, pero vive insensible y ajeno a esta Guerra que le rodea. Sólo su burra quiere a Pedro Martel.

           En Pitres los ejércitos de S.M. no encuentran resistencia alguna. En Pórtugos rescataron con vida algunas cristianas, enterraron a las mujeres torturadas en la iglesia y a un niño de unos tres años, desnudo y las manos atadas al altar, una cuchillada profunda en el costado, Santo Niño de Ferreira. Don Hernando el Zaguer, viendo muy difícil la situación y el poco acierto de los alpujarreños en defenderse, con el apoyo de algunos notables de Juviles envió cartas traidoras, de paces, al señor marqués, quien no quiso comprometerse y le contestó que intercedería por ellos, pero que mientras no se redujesen no detendría el castigo que estaba haciendo. El señor marqués bebe agua en los siete caños de la Fuente Agrilla de Pórtugos. Mármol Carvajal, sentado en un banco junto a la puerta de la ermita, desvalijada por el pueblo de Dios, escribe las crónicas de esta jornada. El agua mancha con barrillo de hierro las hierbas de la orilla del torrente, los restos oxidados de un coche abandonado en un claro del bosque de imposible acceso, los terrados grises, las paredes encaladas, vino turbio en las tabernas, la lluvia se desploma sobre las calles, caminan modernos andrajosos, rústicos lugareños, turistas de diapositiva, una cabina automática desde la que se puede llamar a cualquier sitio de Europa y parte del extranjero. En algún lugar he leído y ahora no recuerdo donde, que en el Barranco de la Sangre, antes de la entrada de Pitres, hubo una batalla terrible cuando el señor marqués vino a la Alpujarra. Para que no se mezclasen las sangres, Dios obró el milagro de que la cristiana subiera barranco arriba hasta el cielo y la mahometana bajase el barranco abajo hasta el infierno.

           A la mañana siguiente y entre espesa niebla, los nuevamente convertidos atacaron por dos veces al ejército y causaron algunas bajas. Pedro Martel murió de un disparo de espingarda cuando parecía que había pasado el peligro y que ya los moros se retiraban por encima de Capilerilla. De bruces y a favor de la pendiente, así fue la última visión de Pedro: el río que salta en su barranco, laderas de olivas e higueras, chopos y castaños, huertas pequeñas, terrazas y bancales, el cerro Corona inhóspito y despoblado por los fuegos. Nada se pudo hacer por salvarlo. Las tripas salidas de su lugar campaban alrededor del cuerpo. Melchor de Peralta lloraba impotente la muerte de quien nada quería saber de esta Guerra y solo para su burra tenía los pensamientos. Alonso de Mata puso un telegrama al cabildo para que terminasen el nombre de la primera calle bautizada con sangre. Una tempestad de aguanieve impidió que se persiguiese a los moros y se vengase a Pedro. El postrer pensamiento de Pedro Martel fue para su burra.

           Dos semanas hace ya que entró el señor marqués de Mondéjar en la Alpujarra, otras tantas que por la parte de Almería lo hizo el señor marqués de los Vélez. Ya hace dos semanas que los guerreros de Quesada partieron al servicio de S.M. y el ayuntamiento tiene preparadas las esquinas para bautizarlas con los nombres de los difuntos que sin duda vendrán. Las mismas calles que años después heredarán los muertos del Rif y creo que también alguno de Ifni (¿o eso fue en Úbeda?). Dos semanas llevan los ejércitos del Rey Nuestro Señor entre el mar y la sierra y parece que hubiera llegado el final de esta Guerra: incendios y bombardeos en cada pueblo, confusión de columnas civiles de evacuados y de infanterías, derrotadas unas, triunfadoras otras, que avanzan o que retroceden. En las iglesias desmanteladas por el milenio duermen los refugiados. Los cautivos lo hacen al raso. Falta pan, leña, es crudísimo este invierno, los cadáveres sin enterrar son abandonados en las cunetas debajo de las moreras. Humo, soldados, muerte, guerra, gente que escapa... En las nieves cerca de Trevélez los asistentes del señor marqués han recogido un grupo de niños apóstatas medio muertos, perdidos, errantes en el apocalipsis. No es novedad hallazgo así. Habitualmente los bizarros soldados los venden rápidamente a los mercaderes sin sotana que en primera línea comercian el comercio de las almas. En medio de tanto desastre el señor marqués y los suyos sufren de transitoria piedad y salvan a los huérfanos del cautiverio, de la congelación, del hambre, de la segura muerte, los alimentan y los visten, se emocionan un poco y cumplen con sus conciencias. Han salvado la vida a unos inocentes.

           —¡Id con Dios!

          No les dicen con cuál de ellos o adónde deberían ir. El señor marqués los despide cariñosamente. ¿Quién le manda al señor marqués salvar la vida de los muertos, prolongar su agonía? Limpios, relucientes, con saludable aspecto pero desvalidos, sin amparo, abandonados en el marasmo y aterrorizados, unos dejarán de respirar por culpa de los hielos, otros por el hambre, otros por el hierro de los soldados. Aunque muertos ya lo estaban todos, todo el pueblo de Dios pereció por Real decisión hace tiempo.

           El Lunes diecisiete el campo cristiano abandonó Pitres y, siempre escaramuceando, alcanzó la baja de Trevélez. Este día fueron más los caídos por las inclemencias del temporal que por las armas enemigas. Desaparecidos, amputados, muertos en pie, espectros y rescatados de la tumba para regresar a ella, recorren sin destino la piel quebrada de la Alpujarra. Algunos consiguen embarcar en las playas y navegan a la Berbería con la esperanza de una nueva vida. Algunos acaban comidos por los peces. Algunos terminan siendo tristes sombras de exilados en Argel. Largas filas de moros viejos, de moras, moricas y moricos bajan las cuestas que se acercan al mar. No hay lugar seguro en esta tierra, por todas partes irrumpen los demonios de S.M. Juan Zabazaque prefiere que lo maten aquí mismo, en su casa. Si huye hacia la sierra de Gádor lo prenderán, porque hacia aquel otro lado está el señor marqués de los Vélez. En el cerro de la alberca acompañan a Juan Zabazaque otros ancianos venerables, de otras alquerías, que han acudido desde todo el horizonte a este cielo del Cehel. En las cocinas las moras fríen picatostes. Los alrededores del cortijo son un campamento desproporcionado para los pocos recursos de estas alturas. En la era un puesto de la Cruz Roja Internacional reparte botes de leche condensada y latas de jamón cocido que los moros rechazan con asco:

           Donativo de la República Francesa, constante rival del Rey Nuestro Señor.

         En torno al cortijo una muchedumbre de caballerías echadas en los campos, alguna lumbre, algún saco de sémola para unas migas tristes. El Turco y los gabachos y los hermanos de Argel envían mensajes de solidaridad. Algún morisco avispado comenta que una cosa es predicar y otra dar trigo. Juan Zabazaque y los otros ancianos venerables que le acompañan no pronuncian palabra. Desde este mirador que sobrevuela media provincia los caminos se reconocen por las largas filas de puntos en movimiento, como columnas de hormigas. El sol que preside tanta desgracia perfora la neblina translúcida y en los carasoles de los surcos transforma la escarcha en rocío. En la cochera donde se almacena la leña, cepas muertas, arrancadas y secadas por los años, sarmientos y alguna hierba de rápida combustión, se agolpan varias familias de Órgiva con sus cuatro cachivaches fugitivos. Los moricos chicos juegan al juego de defender sus casas de crueles enemigos. Junto al noguero y a los chopos de lo hondo del barranco están enterrados dos hijos de Juan. El gavilán se asoma por encima del cerro convulsionando la paz del palomar. Cuando se acaba la tarde sube la niebla desde las costas escondiendo de miradas aviesas a los que huyen. Los mulos salen de las cuadras, se saca fuera de ellas cuanto ocupe espacio. Decenas de moros y moras duermen en el largo de una baldosa. Las bestias lo hacen al raso, entre el frío y la humedad de las nubes que pisan la Contraviesa. Zabazaque pasa la noche sentado en la lumbre. Vino y refugiados es lo único que sobra esta noche en su cortijo.

           En Juviles estaban presas muchas cautivas cristianas de toda la Alpujarra. Ante el avance del señor marqués de Mondéjar algunos moros, de los más comprometidos y encenagados, quisieron degollarlas para quedar libres y desembarazados en la lucha. Otros moros, viendo que el final se acercaba y que la causa estaba perdida, se opusieron por no enojar aún más al señor marqués y consiguieron librarlas. A la entrada de Juviles esperaron las cautivas al ejército cargadas con sus hijos y recordando a los familiares masacrados. Mármol pág. 233:

           —No tomen, señores, a vida hombre ni mujer de aquestos herejes, que tan malos han sido y tanto mal nos han hecho.

           Algunos moros más temerosos o más despiertos fueron de pies ligeros, los desprevenidos cerraron aquí el libro de sus días. Estando el señor marqués en Juviles acudieron en busca de paces diecisiete alguaciles de otros tantos pueblos y el señor marqués los acogió y se avino a recoger su reducción. Hubo duelo en el ejército, como si se hubiera perdido la jornada, pues los soldados comprendieron que con este talante del marqués se les escapaban las victorias y sus jugosos beneficios.

           Pedro de Tribaldos, caballero de la compañía de Quesada, es un caballero cobardón. Pedro es de los que han venido obligados a esta Guerra. Fue arrancado de su existencia anónima y oscura, de sus problemas de colchón, de sus horas sin historia. Pedro de Tribaldos no tiene nada que ver con estos martirios y estas pragmáticas y estos reyes. Él arrastra sus días con discreción, ausente de penas y alegrías, sin histerias, procurando incidir lo menos posible en el mundo para que el mundo incida lo menos posible en él. Pedro sólo defiende su silencio. Está pasando unos miedos terribles en esta Guerra. No quiere que se divulgue su cobardía porque tan malo es ser héroe como ser cobarde, que en los dos se fija la opinión pública y eso es lo que más le espanta. Vastián Cano, el mozo, parece que ya ha conseguido cobrar su parte de carroña, la suficiente para cubrir el presupuesto que se había fijado. Antes se agitaba continuamente de arriba abajo, de abajo arriba, en primera línea siempre, vociferando, clamando por un nuevo combate cuando aún no había terminado el precedente y ahora está mudo, no suele separarse del fuego del campamento y a veces cruza con algún compañero de la compañía soterradas miradas de inteligencia. A Leonís, lloroso y horrorizado, las escasas luces que la Naturaleza le entregó al nacer le dicen que ha sido burlado, que le han tomado el pelo, que no ha sonado la hora de los tíos valientes, que a él lo han traído solo para entretenerse y reírse. Bartolomé Alviano, labriego esforzado a la fuerza, tan honrado que quiere salir de necesidades trabajando, ni se le ha ocurrido que pueda robar a estos enemigos que le obligan a tomar por suyos y cada vez que llueve o nieva se estremece pensando en el magnífico año que la Guerra le está perdiendo. Visto que no puede matar de golpe a todos los moros para volver cuanto antes, decide por las buenas regresar a su pueblo y desertar.

           Después de una horrible matanza de prisioneros, mientras el sol apenas nacido resbala por los pechos cubiertos de nieve, Pedro de Tribaldos abandona el campo del ejército del Rey Nuestro Señor y en una rasante del camino, dominando aun los tambores y las músicas del despertar de la tropa, se detiene buscando su norte con un barrido nervioso de la mirada. Asustado desciende laderas y vadea torrentes, se cruza con patrullas de soldados y recuas de mulas que le llevan el desayuno al señor marqués de Mondéjar y a los suyos. A cada grupo que se cruza y para el que consigue pasar desapercibido se tranquiliza un poco más. Al avistar las torres de Pitres y Pórtugos camina ya sosegado la vuelta de su pueblo, donde le esperan de nuevo las horas perdidas en la inmensa paz de la inactividad. También ha decidido volver por su cuenta. A ciencia cierta no sé qué dirección tomó Pedro de las tres posibles que se le ofrecían, a saber: la una por el Andarax, bordeando Sierra Nevada hasta Guadix y de allí derecho a Quesada, otra por el puerto de la Ragua, a dar en Lacalahorra y Guadix y la tercera desandando el camino del señor marqués por la carretera de Trevélez a Órgiva, a dar con la general de Granada y desde allí a Quesada por los lugares que es costumbre. La primera vía la dominan feroces mahometanos levantados en armas y enemigos del pueblo cristiano. La segunda está cubierta en esta época por más de un metro de nieve sin que falten tampoco monfíes montaraces. La tercera transita entre retaguardias militarizadas, es la entrada principal de esta Guerra, cualquier sargento de cualquier poblacho le puede pedir los papeles y descubrir su deserción. Llegando a Granada aminorará el peligro, diluido en la confusión de la urbe capital de esta Guerra. Seguramente fue por esta última por donde escapó. Si así fuese continuaríamos diciendo que a la salida de Órgiva se juntó a un regatón que regresaba cargado de ajuares comprados a bajo precio a los soldados del Rey Nuestro Señor. Al regatón Pedro le cuenta que tiene licencia del señor marqués para regresar. No le cree el traficante, pero por no andar solo por estos caminos, finge creerle. El regatón tampoco tiene claras las cuentas en el juzgado. Pedro cabalga animoso su caballo, que disfruta por anticipado el aire familiar de su cuadra. Es tanto el miedo que ha pasado Pedro de Tribaldos que ha tenido huevos para escapar. No le importa a estas alturas el escándalo que desatará el regreso, prófugo, de un caballero de la caballería quesadeña. A medida que se aleja del frente recobra la calma y le invade, poco a poco como una marea, la locuacidad propia del culpable que se cree a salvo. Su compañero le rencilla.

           —¡No grite Vd. tanto, hermano, que como nos acuda la pareja nos avía!

           El ejército capturó en Juviles cantidad de mujeres, viejos y niños. Como eran tantos los concentraron en la plaza rodeados de gente armada. Un soldado quiso beneficiarse a una mora y la mora se resistió bravamente hasta que otro de su raza, que vestido con ropas de mujer se escondía entre las cautivas, acometió al violador, que de inmediato gritó la alarma de que había monfíes armados entre las mujeres. Se armó tal confusión que la tropa mató a prisioneros sin hacer distingos y aun se hirieron los soldados entre si. Degeneró la matanza en motín, pues andaba el ejército descontento con el señor marqués que le impedía hacer esclavos a los moriscos. Con el alba se serenaron los ánimos y el señor marqués mandó ahorcar a tres de la compañía de Antequera para hacer escarmiento. Nadie de Quesada resultó complicado en estos desagradables sucesos.

           Melchor de Peralta, desengañado, recuperado el seso a causa de tanta miseria y tanta calamidad sin sentido, como penitencia de su culpa se dedica a proteger en lo que puede al simple de Leonís y lo consuela y lo guarda del frío de la madrugada y de los dardos de las ballestas y de las pelotas de los arcabuceros y del brillo de los hierros. Melchor, sabor salado de la sangre desnucada en Órgiva empapándole los sentidos, ya no tiene sueños caballerescos. Melchor ha descubierto las miradas de inteligencia que se cruzan Alviano y Vastián. No se lo piensa. Les aborda y les conmina a que lleven con ellos a Leonís. Si no lo llevan les prenderá por desertores como alcalde y capitán que es. Desde Juviles, la noche de la matanza y al abrigo del tumulto, marchan los tres prófugos camino de su pueblo y fuera de esta Guerra. Cerca del río hondo que conduce a la libertad escuchan los redobles de tambor anunciando los estertores de los tres antequeranos. Seis almas escapan de la Guerra, algunas definitivamente.

           Entrar salvo en Granada le vale a Pedro de Tribaldos un nuevo acceso de euforia. Atrás quedan tensiones y sudores, siempre el estómago encogido, la cabeza helada. En una bodega entre la Gran Vía y la calle Elvira se convida con el regatón filibustero, también contento por haber salvado sus mercaderías, al parecer clandestinas. Al salir embriagado de alcohol y alegría Pedro nota la falta del pobre y fiel caballo, aquel que ya se veía en su cuadra y clima. Está terriblemente complicada la vida, también la muerte, están enmarañados los tiempos. El caballo de Pedro no sufrirá de nuevo la guerra, que no lo han robado para venderlo a la intendencia militar, siempre necesitada, ni a cualquier caballero alistado en las tareas que torturan a este reino. Cuando la compañía de Quesada conoció las cuatro desapariciones una epidemia de añoranzas invadió la expedición. Serán legión los que en adelante imiten a estos precursores. El caballo de Pedro lo robaron para venderlo a un matadero clandestino que vende carne, sin control veterinario, para consumo de inmigrantes ultramarinos en los barrios pobres de Granada.

           El domingo veintitrés se alojó el campo cristiano en Cádiar, apenas hostigado por los alaridos que algunos moros proferían desde lejos. El veinticuatro, en el camino de Ugíjar, salió a reducirse Diego López Aben Aboo avalado por el sacristán de Mecina Bombarón, que acreditó cómo había impedido que los monfíes quemaran la iglesia. Algunos moros estaban en tratos de paces mientras que aquellos que no esperaban perdón se refugiaban en la sierra de Gádor. Aben Humeya, indeciso entre ambos bandos, fue convencido por los monfíes de que su suegro lo quería traicionar, acusación que le movió a decidir su muerte. En Ugíjar los vecinos se refugiaron en cuevas de las que fueron sacados por fuerza con las ahumadas que les hicieron los soldados. Alcanzando el señor marqués la villa de Paterna hubo algunos intentos de negociación con Aben Humeya. Sirvió de intermediario don Alonso de Granada Venegas. Siendo tan poco claros los presagios, por lo que parece, Aben Humeya quiso dimitir y abandonar, pero los subsidiarios de su tiranía se lo impidieron, ya que el cabecilla era el sostén de todo el entramado y no era libre, que era prisionero de sus gentes más favorecidas. Muchos moros salieron al encuentro del ejército en su irresistible avance hacia el oriente. El señor marqués de Mondéjar le entregaba a cada uno una salvaguardia y regresaban contentos a sus alquerías, pensando que cuatro letras y una firma son lo mismo que una tregua o un perdón. Los moros reducidos vuelven pacíficos e ilusionados con sus patentes salvadoras bien cosidas a la piel. Mediado el regreso, a la sombra de una higuera, almuerzan magramente lo que llevan en las barjas, olvidados por completo de que el milenio es el milenio y que el señor marqués apenas impone su criterio en la Corte.

           Juan Zabazaque busca la puerta del cortijo sorteando las piernas y los brazos y los cuerpos y alguna chepa de otros ancianos venerables que se han refugiado en estas alturas del Cehel. Los huéspedes duermen apiñados, tirados por los suelos, bajo la mesa, sentados en sillas, sobre barriles de vino... Hay tantos ancianos venerables y tantas familias acogidas en este cortijo que las mujeres duermen de pie en las alacenas y en los trojes vacíos se amontonan generaciones enteras. Los últimos llegados se instalan, tiesos, bajos los quicios de las puertas. En las cebadas tímidas recién nacidas, en el cerro de la alberca y en el de la era, en el barranco de los huertos y los nogales, las burras y los mulos y algún esclavo negro encajan la intemperie y no hay escarcha ni helada, porque el tiempo está cerrado de humedades subidas de la costa y no se ve ni la nieve ni el mar, apenas se distinguen los almendros más cercanos. Zabazaque sale a la calle cuando mandan las tinieblas, apenas una débil claridad por levante, y quiere imaginarse, al igual que sus hermanos que almuerzan salvaguardias a la sombra de una higuera, que ha terminado esta Guerra y que ellos han salido con bien. Vanas esperanzas estas de haber salvado la vida y el mundo, que es todo ilusión y Zabazaque lo sabe, aunque está tan fatigado que para poder continuar muriendo necesita de estos pequeños descansos que son las ilusiones y las esperanzas que permiten ir andando los días. La alquería al completo se dispone a dejar las perdidas soledades de la Contraviesa y buscar en Ugíjar el campo cristiano y besar los pies del señor marqués y obtener su pasaporte, papel, salvaguardia. En un instante se forma la comitiva, en un minuto se ha levantado quien tenía suelo, descolgado quien tenía pared o repisa, separado los comprimidos en trojes y alacenas. Solo desayunan Zabazaque y los otros ancianos venerables. Perforando la espesura de la niebla, guiados por una encina solitaria, los moros viejos de paces y los moricos y las moricas se dirigen alegres a la rendición salvadora. Dan gritos en su algarabía, hacen músicas y los más niños ríen porque les van a devolver un futuro que nunca tuvieron. Atrás queda el cortijo vacío y abandonado. Un perro flaco y curtido en calamidades, receloso y desconfiado, es él único que se mantiene guardando el lugar.

           Sería San Sebastián, día arriba o día abajo, cuando Pedro de Tribaldos por separado y Vastián, Alviano y Leonís juntos, abandonaron esta Guerra. San Sebastián, que es patrón de los soldados, les está protegiendo. San Sebastián, patrón de Quesada, les conduce entre controles militares. Pedro de Tribaldos, sin caballo y sin dinero, tiene que andar su camino en autoestop. Un albañil de Peligros lo monta en su moto y desde Almanjáyar le lleva hasta el cruce con su pueblo. Alguna fábrica, coches y camiones que entran y salen de sus ocupaciones, la carretera es una procesión interminable. Hasta el pantano del Cubillas lo lleva un jubilado que conduce a su mujer, mueble valioso, a comer y beber en un merendero. Entre lingotazo y lingotazo cae la lluvia robándole al viejo los pocos años que le quedan en la faltriquera.

           —¿Por qué bebes tanto?

           —Porque me da la gana.

           Hasta Iznalloz con un cura párroco que, entre misa y misa, vive asomado al campanario esperando que aparezca de vuelta su vida, que se le fugó hace muchos años en busca de las aventuras a las que él no se atrevía. San Sebastián, que aunque digan que fue maricón es patrón de Quesada y de los soldados, ha montado a Leonís, a Vastián y a Bartolomé en uno de los trenes que parten de Granada hacia el interior de estos reinos, cargados de huérfanos evacuados y de heridos. En la estación de Deifontes, a la vista de la atalaya que corona los olivares del pueblo, el revisor protegido por cinco cuadrilleros del Rey Nuestro Señor pide documentaciones y pasajes, empezando por el vagón que sigue a la locomotora y terminando por el que hace cola. San Sebastián, patrón de Quesada y de los soldados, hizo levitar a los tres quesadeños que son prófugos y no tienen billete y levitando les hizo pasar inadvertidos en el techo, quedos y aplastados contra la chapa del vagón. Dos gitanas viejas alborotan porque quieren subir al tren militar y no las dejan. Detrás del castillo de Píñar, hacia el nordeste, se espesan los nubarrones. Estará lloviendo en Quesada y falta que hace, que toda agua es poca. Hasta Guadahortuna viaja Pedro con un carbonero que había muerto hace tiempo de tanto carbonear las encinas que mataba a golpe de hachuelo. Lo había talado casi todo, apenas quedaban como reliquias unas cuantas, olvidadas entre los barbechos pedregosos. Cuando suben a los Montes llanos comienza a nevar, pero aún es poca cosa.

           Antes de que la resignada comitiva de los que van a reducirse pise el asfalto de la carretera que corre la cuerda de la Contraviesa, una partida de soldados del Rey la descubre caminando entre las nieblas. Casi todos mueren. Los soldados acometen sin importarles que sean moros de paces o moros de guerra. Acribillados a tiros, corridos entre las cepas, violados y violadas, mueren de uno en uno. Zabazaque escapa por milagro de la masacre y dejándose caer por los barrancos de Albondón, sin resuello y lacerado por los terrones y los espinos, alcanza con su nieto y algunas y algunos de los suyos la costa de La Rábita.

           En el lanrover de un raspalindes llega Pedro hasta la cuesta de los Gallardos. El raspalindes mea junto al vehículo. Por esta parte los Montes Orientales cortan su llanura con un acantilado nada más cruzar la frontera del Santo Reino. Hasta Bélmez lo lleva un taxista que nunca puede extasiarse desde su balcón con las puestas de sol, porque se lo estorba la mole ingente de Sierra Mágina a la espalda. Llega a Jódar en la chicharra de uno que colectiviza cosechas ajenas, montado sobre un saco de aceitunas. Hasta la estación de los Propios con el jefe de estación, uniforme oscuro y gorra de franja roja.

           En el empalme de Moreda hicieron trasbordo Leonís, Alviano y Vastián. Cientos de prófugos, prófugos por motivos de espanto o por motivos de robos ya satisfechos, cambian de tren en medio de la intensa nevada. Las carreteras, sepultadas por la nieve, apenas se conocen por las señales que señalizan curvas y zigzases y que se empinan para no quedar sepultadas bajo el temporal. Son ya tantos los que se vuelven que ni las autoridades ni la fuerza pública reparan en ellos, nadie pone en duda que hacen bien los que desertan por haber satisfecho su codicia, porque se presenta un año bueno de agua y no conviene desaprovecharlo. El revisor y los cuadrilleros que lo escoltan buscan ahora moros fugitivos y no se paran en viajeros sin billete. Los Montes Orientales, llanos cubiertos de blanco, despiden a los quesadeños que desandan el camino que recorrieron con su compañía otra noche de este enero. La estación de Quesada es un apeadero abandonado que parece un grabado descolorido colgando de las paredes ocres de una casa antigua y pobre, desolado paisaje. Desde la estación continúan a pie hasta esta villa. Al día siguiente de llegar, pasadas las primeras sorpresas y emociones, Pedro de Tribaldos, también recién llegado, reconoció las páginas cotidianas de su vieja rutina, la luz del atardecer introduciéndose por la ventana, la displicencia de su mujer, los ruidos de los ratones alborotando en las cámaras de encima, el aire que se enreda en las tejas. Pedro de Tribaldos es animal de costumbres.

           Sembrado de cadáveres el campo y desbaratadas las ilusas ilusiones de Zabazaque y de los otros ancianos venerables, la patrulla cristiana llega a la alquería. Son seis los atacantes, las ventanas tienen rejas, las puertas son de hierro, entran haciendo un agujero en el techo. Beben de la bodega, comen de los jamones que cuelgan de las vigas de madera, el perro flaco que les ladraba cuelga en la lámpara del comedor. A la luz del perro flaco los soldados se reparten con mucha discusión y miradas fieras los botines que han conquistado en estas sierras. Los ocupantes buscan tesoros ocultos y revuelven y destrozan el cortijo entero, levantan baldosas, perforan tabiques, creen oler a oro y revuelven y destrozan, es más lo que rompen que lo que cogen. Como final de la borrachera y juerga, del saqueo, arde el cortijo. Un vecino que pasa por la carretera se topa con la columna de humo y da parte a la Guardia Civil. Cuando la pareja acude ya queda muy poco que salvar.

           Abandonaron la Guerra el primero y los tres segundos la compañía que levantó esta villa para el socorro del señor marqués de Mondéjar y fue como una epidemia de añoranzas y se poblaron los caminos de quesadeños que se volvían hartos de guerras, algo menos pobres algunos de ellos. Vastián, Albiano y Leonís regresaron a pie desde la estación del tren hasta sus casas. En la sierra de las Cabras, aquí el río es tan grande que resulta exótico para esta tierra, quedaron a su vista los cerros y las sierras de Quesada. Algún lanrover cruzaba por el puente angosto por el que dicen que los rojos de este último milenio despeñaron a la Virgen de Tíscar. Algún cortijo moderno, otros abandonados, laderas esteparias y ramblas abrasadas, alamedas y riegos junto al río que brillan con los últimos resuellos del sol. Leonís lloraba mientras se acercaba a la villa, que es útero y es pueblo y es vida conocida y más o menos segura.

           Gonzalo del Salto Fuertes, personero de esta villa, se ilusiona fácilmente con cualquier tontería y la convierte en razón vital, en su norte. Vive cegado por los ciclos de la naturaleza y el lento fluir de los años y las estaciones. El día de San Sebastián, patrón de Quesada y patrón de los soldados, mientras la procesión recorre las calles del pueblo, Gonzalo del Salto Fuertes sale de la villa camino de su cortijo acompañado por fray Luis de Prados. Por las revueltas de la vereda apenas hablan, los dos a lomos de mulo, el sol ya casi no existe, contrapuesta de sol en la sierra azulada y oscura, nimbada por un resplandor rosáceo que es desvaído reflejo de los rojos y fuegos que en el punto opuesto de la brújula despiden el astro. La tarde es plácida, de una palidez pesada, algún vecino que va o viene, el griterío de los pájaros en los álamos, las campanas de la iglesia advirtiendo a las beatas, los aceituneros y las aceituneras regresando de los olivares. El día siguiente al de San Sebastián y el otro también, estuvo nevando sin parar. Gonzalo y fray Luis solo querían pasar una noche en el campo y se tienen que quedar tres en el cortijo porque hay dos cuartas de nieve. Por las rendijas que dejan las tablas de la contraventana se cuela la luz, el hueco que forma la pared para dar paso a la puerta parece una hornacina en donde se adora al mundo exterior, el suelo de cantos y tierra pisada, una mesa ovalada y rústica con tarima para el brasero, las vigas del techo son de pino, ninguna recta. En los respiraderos de la alacena hay papeles que sirven de tapón para que no entren los bichos, un bote de cristal con pinchos secos tintados de varios colores, platos industriales muy horteras con escenas bucólicas y amorosas de climas húmedos y fríos que llevan escrito Recuerdo de Almería, un Sagrado Corazón barbado, blanco y púrpura, amarillas la aureola y las potencias divinas, paredes desconchadas y encaladas sobre los desconchones. Gonzalo y fray Luis encerrados en la prisión de nieve apenas si hablan, palpan mutuamente el placer de la compañía y el viaje suave de las horas. Los paredones calizos de la sierra y los pinares apenas se reconocen ahora, blancos y chorreando hielo. Las cabras y los cabrones y los marranos jabalises, desnortados por el hambre, suben y bajan las pendientes como locos, están más cerca que nunca de olivares y huertas y devoran las pobres comidas de los vecinos de esta villa. Esta tierra de verano parece en el invierno como si habitase de prestado.

           El veintiocho de enero, viernes, el señor marqués de Mondéjar tomó Laujar de Andarax, capital de la corte de Muley Mahomet Aben Humeya. Es opinión y propósito del señor marqués no pasar adelante, que ya lleva allanado lo más principal de la rebelión y ahora quiere poner presidios en toda la Alpujarra que contengan a los moros y organizar cuadrillas que terminen con las partidas monfíes que quedan sueltas. Viendo el señor marqués como acrecían las intrigas en su contra, tanto en la Corte como en Granada, pensó que necesitaba un golpe de efecto para aumentar su prestigio y resolvió atacar el peñón que hay en los Guájares, donde se refugiaban muchos moros que desde allí tenían alborotada la comarca. Mientras tanto, el señor marqués de los Vélez destrozó en Ohanes a los moros que desde el oeste huían del capitán general. A cada nueva victoria las fuerzas del señor marqués de los Vélez disminuían en gran número por causa de la deserción de aquellos soldados que alcanzaban fortuna y regresaban a sus casas para disfrutar de los caudales robados. En Órgiva el señor marqués de Mondéjar solicitó refuerzos a su hijo el conde de Tendilla y despachó a la Corte a don Alonso de Granada Venegas, a informar de la reducción morisca y solicitar un trato clemente para los moros de paces. El ocho de febrero el señor marqués se alojó en Vélez de Benaudalla y al día siguiente en Guájar Faragüit.

           Mateo Francés murió en Guájar Alto de muerte natural. Mateo Francés fue el segundo muerto de la compañía de Quesada. Alonso de Mata, alcalde ordinario y capitán de la compañía, envió un propio para que diera aviso al cabildo y estuviera preparada y bautizada la calle para cuando llegase el cadáver.

           El día diez, Juan de Villarroel, desobediente al señor marqués, intentó ganar por su cuenta y mérito el peñón de los Guájares. Sus codiciosos soldados se cegaron con los bagajes y mujeres que guardaban los moros en la cumbre y en los voluntariosos esfuerzos por hacerlos suyos gastaron su pólvora los arcabuceros. A gritos pedían nueva munición al campo cristiano que estaba al otro lado del barranco. Pensando los moros que ya estaban perdidos los enemigos saltaron de sus reductos, persiguieron a los soldados por las peñas e hicieron en ellos numerosos muertos. El viernes once de febrero, recibidos todos los refuerzos, el señor marqués atacó el peñón de los Guájares por tres partes. Solo la noche salvó a los sitiados.

           A la luz de las hogueras los moros discutieron de estrategia y viendo como se habían librado sólo por la intervención de las tinieblas, que con la noche cayeron sobre las sierras, como no esperaban auxilio alguno, que de ningún lugar podía llegarles, y convenidos que morirían por hambre, sed o asalto, decidieron escapar saliendo por unas angostas veredas en dirección a las Albuñuelas. Sólo quedaron en el peñón viejos y mujeres que esperaban no ser masacrados siendo como eran población civil y no apta para la guerra. Cuando los soldados del Rey Nuestro Señor entraron en el peñón acuchillaron a toda cosa que viviera. La caballería persiguió a los que huían. Marcos el Zamar, caudillo de los Guájares, se había cansado por llevar a hombros a una hija suya de trece años y aflojó el paso. Le descubrieron unos soldados y fue enviado a Granada donde el conde de Tendilla hizo justicia con él.

           Mateo Francés murió en Guájar Alto de muerte natural. Mientras el señor marqués preparaba la toma del peñón, algunos soldados se acercaron a Guájar Alto y movieron gran escándalo robando las casas del lugar. Los moros escaramucearon a las vanguardias de la codicia que estaban distraídas en su tarea y que, sorprendidas, protagonizaron una caótica desbandada. Murieron veintitrés soldados del Rey Nuestro Señor. A Mateo Francés, que por descuido andaba revuelto con estos alborotadores, lo mató un moro hermoso y joven que le tuvo a tiro. Es natural que Mateo Francés muriera, porque los moros jóvenes, pálidos, imberbes, por necesidad se están curtiendo y ya no dudan si tienen que usar sus hierros y saben cómo hacerlo y lo hacen.

           El lunes catorce de febrero el señor marqués de Mondéjar dejó los Guájares y fue a visitar los presidios de Motril, Almuñécar y Salobreña. 

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