martes, 7 de enero de 2025

CAPITULO VIII. CREEN QUE LA GUERRA SE HA OLVIDADO DE ESTA VILLA.

       En el cementerio del cerro de la Magdalena, olivas a un lado y almendros al otro, descansan en paz los dos muertos de la compañía de Quesada que fue a socorrer al señor marqués de Mondéjar. Melchor de Peralta y Alonso de Mata (uno que volvió sin ánimo, otro que volvió con necesidad de conseguir en la villa los logros que no logró en la Guerra) se han reintegrado a la política local, rocambolesca, intransigente, ensañada. Firman el montón de papeles que produce este concejo, que en los reinos del Rey Nuestro Señor nunca se acaban los papeleos. La pareja benemérita le exige sus papeles a Bartolomé Alviano cuando vuelve del campo, el coche detenido en la cuneta, sospechas de oficio que brillan en la carretera al anochecer. Vastián Cano ya tiene los dineros para su pozo y anda de tratos con los alarifes. Pedro de Tribaldos y sus borracheras ocultas a cielo abierto en el campo. Sosiego y su ingenio de pobre que no necesita trabajar para malcomer. Leonís, defraudado y burlado, se defiende recelando del mundo entero. Fray García duerme sus resacas tumbado en el banco de una calle de Granada. Se bebió el vino, gastó sus dineros. Como es jueves, el novicio le enciende una vela a fray Leopoldo para que los devuelva a su convento, a sus picatostes mañaneros, tortas y tazones de café con leche en las meriendas. Que al menos fray Leopoldo les facilite un billete de tren o de autobús o que haga pasar por su lado algún quesadeño despistado y con coche que los lleve al pueblo. Aquí se acaba fray Leopoldo y me olvido del tema, que no quiero ni de coña que alguien piense que hago burla de la salvación de las gentes, que eso sería de ateos y masones, de teutónicos cientistas fríos y crueles, de anglicanos, de protestantes de las distintas sectas europeas y mundiales que por ahí andan conspirando. Pero no aparecen billetes milagrosos ni compatriotas motorizados. Por la carretera va fray García a lomos de la burra, el novicio asistente abriendo la marcha y jurándose que nunca, ni por deber de obediencia, repetirá viaje con jefe tan alucinado que solo sirve para borracho, que ni para salvaje violador de vencidas vale. Despatarrado y escocido entra fray García en la Venta de la Nava pidiendo, por caridad, un vaso de vino para quien todo lo perdió combatiendo por el Rey Nuestro Señor, la Patria y la Santa Religión. Temblores de abstinencia azotan las carnes de fray García.

           —Dios se lo pague, Dios se lo premie.

           El ventero es samaritano de los buenos, San Martín del vino que se quita el chato de los labios para dárselo al necesitado que todo lo perdió en la Cruzada. Fray García abandona como puede esta Guerra inconclusa. Más ventas y más samaritanos, es una bendita invasión. Siempre que fray García sale de su convento la arma, hace y dice disparates, bellaquerías. Lo mejor será que en lo sucesivo le dejen tranquilo limpiando orzas, desnucando cristales en su celda tranquila y cálida. Fray García no volverá a salir nunca jamás de su convento, que él no tiene absolutamente nada que ver con reyes, audiencias, patrias, patriotas, dioses y turcos, religiones y ejércitos. Cuando fray García, su novicio asistente y su burra, muevan el llamador de la puerta del convento del Señor San Juan, se podrá afirmar que la compañía al completo fue a esta Guerra y regresó de ella, los muertos y los vivos, los que hicieron fortuna y los que no, los escarmentados y los que nada hicieron por escarmentar.

           El Rey Nuestro Señor y la Corte están confundidos con las contradictorias informaciones que les hacen las partes interesadas. Don Alonso de Granada Venegas defiende la política del señor marqués que no es otra que la reducción, la instalación de presidios y la victoria por indulgencia. El señor marqués quiere favorecer la vuelta a la situación anterior a esta Guerra, casi como si nada hubiera pasado. La Audiencia, el ejército ávido de botines de guerra, las masas cristianas, las jerarquías cerriles del clero, exigen la destitución del capitán general y el genocidio. S.M. decidió enviar a su hermanastro don Juan, a don Luis de Requesens con las galeras de Italia para prevenir las del Turco. Al señor marqués, caído en desgracia, S.M. le manda que, tras recibir a su hermano, acuda a la Corte. Al enterarse de tales disposiciones interpreta acertadamente la soldadesca que hay campo libre para el exterminio y el saqueo y se desmanda sin respetar paces ni salvaguardias. Mármol pp. 251-2:

           Dios no quería que la nación morisca quedase en aquel reino.

           Marzo huracanado sin pan y sin vino en los Ceheles. Las mujeres de Juan Zabazaque cavan de nuevo el huerto. Tardará en recogerse el fruto. En algunos cortijos se mueren de hambre. Algún sacrílego se ha comido al mulo y la carne le sabe ácida y amarga, como de parricidio agrio y doloroso que es. Más hambre que el perrillo de un ciego tiene el perro huesudo de la alquería de Zabazaque. El esqueleto del mulo, semidios de los barrancos, no lo chupan las moscas y hasta los buitres y los grajos respetan sus cecinas secadas al sol. Se muere el pueblo de Dios. Zabazaque, sentado en la alberca del cerro, sueña con mesas rebosantes. La vida de antiguamente, de apenas hace tres meses, ha desaparecido en un abrir y cerrar de ojos. Los almendros florecen, las yemas de las higueras comienzan a moverse, los rayos del día se escurren por las neblinas aplastadas contra el suelo, se mueven los sarmientos recién nacidos en la vid, en algún cortijo se comen las flores de los almendros. Desde aquí arriba el mundo parece tranquilo. Los pueblos de la sierra, las costas brumosas y los valles bajos parecen ajenos a este milenio que están sufriendo. Aire claro, todavía frío, Granada se está acabando. Absorto y triste, la cara de Zabazaque es proa que se enfrenta al viento helado. Las mujeres conducen el agua del huerto por surcos abiertos en el suelo esquistoso. La niebla, agarrada a los cerros, se resiste al sol del amanecer y una claridad brillante y difusa atraviesa la ventana sin cristal. Zabazaque agoniza con su gente en las cumbres devastadas de la Contraviesa, fuegos fatuos alumbran el aire dramático del cortijo, calimas sangrantes acaban con la nitidez de los horizontes. Derrotado por la intriga de los suyos, el señor marqués de Mondéjar regresa a Granada. Cuando el señor marqués cruza la puerta de la Justicia ningún cañonazo saluda al capitán general. El señor marqués es un gobernante pacificador sin razón de ser, porque los vencidos quieren morir matando y los vencedores solo ansían saquear y prosperar, ninguno quiere la paz. El señor marqués reencuentra con tristeza la Alhambra, desde aquí partirá al exilio derrotado por los suyos, que no por los enemigos. Pedro de Tribaldos, en su cortijo de Bruñel, siente como la euforia salida de las botellas de cristal le quema las venas y el calor le convence sin mayores explicaciones. Ha llegado la hora de abandonar su paraíso artificial cortijero. El camino de Quesada no es largo, las pezuñas de la caballería resbalan en el empedrado, algunas nubes. Pedro de Tribaldos, mediada la tarde, se acerca a Quesada repitiéndose mentalmente las razones que dará a su mujer sobre su ida intempestiva y su vuelta sorprendente. Los rebuscadores rebuscan en los olivares, a los pillos no les gusta el invierno porque no pueden robarle fruta al vecino. Parece que la vida se normaliza este mes de abril. La Guerra, aletargada, ya es como un sueño lejano que solo deja sentir sus efectos en la carestía de comestibles y pólvoras para la caza. Granada se está acabando. Nació y creció y ahora está muriendo. Tan contento, decidido y clarividente se sentía Pedro de Tribaldos, que las cuestas del pueblo se hacían llanos para su montura contagiada. Pedro entró en la casa y encontró a su santa esposa y quedó sin palabra, como vino a la cúspide su ánimo así bajó de ella. Ni sufría ni gozaba, sus explicaciones olvidadas. El pensamiento, hipnotizado por las sombras del candil, ha quedado hueco, vacío, se posa en los muebles de la habitación, en el brillo algo grasiento del pelo de su señora, en el ruido metálico de los cascos de una caballería que pasa por la calle, fluye el tiempo medido por el tictac de un reloj. El pensamiento de Pedro salta por las veredas de un itinerario que parece embrujado y que es herencia de pasadas melopeas.

           El meseguero de invierno es el guarda de los panes verdes. Desde carnaval hay veda y sólo pueden cazar los que la protegen. Se caza con arcabuz y ballesta, con perros, con lazos de alambre, con perchas, con hurones, con redes nocturnas las liebres. Se cazan las dichas liebres, las perdices, conejos, gazapos, zorzales, cabras y jabalises, también lobos dañinos y zorros que no lo son menos, se pescan truchas. Hasta San Juan no se levantará la limitación. Los ganados abandonan la sierra para que pueda multiplicarse el pasto por primavera y la cabaña de Quesada asegure su puchero en el verano reseco y en el otoño, aún más pelado que el verano si no cae el agua a tiempo. Esta de la sierra es la veda de la hierba y dura desde primeros de marzo hasta el once de junio, cuando dicen las ordenanzas que se celebra la festividad de San Bernabé, yo no lo sé, que seguramente habrá cambiado la fecha con el trasiego de santos que se traen, todo el día para adelante y para atrás, recorriendo a empujones el calendario entero. Los muertos y los santos son para dejarlos tranquilos, los santos en sus fiestas, los muertos en las parcelas que les tocaron.

           En esta época del año todavía anochece temprano. Por las tardes más que cafeses se toman copas, vino y cerveza los acérrimos, de madrugada aguardiente. El café es más propio de las economías industriales y funcionariales que de la recta administración de haciendas agrícolas. La administración de azada y doblez de lomos se acomoda mejor a los licores, al vino y a la tapa. La Virgen Matamoros tiene a sus pies una media luna. La Virgen tiene varias medias lunas y se las colocan según la ocasión. La más antigua es sencilla y de plata, de esmaltes la menos vieja. Tantos años lleva la media luna humillada y pisoteada que ya no es media luna de agarenos, es simple adorno y nadie repara en tan rancias simbologías. En la romería venden los marroquíes collares de plástico y linternas de Formosa, barajas de señoritas en cueros, condones en cajas que no parecen de estreno, espejos que al dorso son calculadoras solares, relojes de veinte duros, prismáticos de cuarenta. Dicen que somos occidentales y vienen los moros, los de la media luna a los pies de la Virgen, y nos venden cuatro quincallerías de negros. Antonio Moreno rotura la Sierra. Con un mulo blanco y otro negro arranca tocones de pinos y encinas pariendo nuevas tierras en la tierra de siempre. Diego Serrano es hortelano y vecino de parcela de Vastián Cano, el del pozo. En los ribazos higueras que reverdecen y en el caz varios chopos despertando del invierno. El seis de marzo, domingo, por la mañana, se topó Melchor de Peralta con el padre prior que salía del convento del señor San Juan. Algunas noches se desvela Melchor y en las que consigue dormir se despierta bañado en la sangre de un moro imberbe que murió cerca de Órgiva. Melchor dice al padre prior que quiere confesar y descargarse de culpas, de delirios militaristas y patrióticos.

           El jueves diecisiete de marzo se avisó al presidente Deza de ciertos fuegos que lucían en la sierra y, al decir de los informadores, gente más bien fantástica, de otros ciertos fuegos que desde el Albaicín les contestaban. A pesar de las cautelas oficiales se extendió la noticia en forma de rumores alarmistas. Por si faltaba algo, la Vela dio por error las cuatro de la tarde dos veces y la segunda muy apresurada de ritmo, como si fuese rebato. La ola de histeria provocó el asalto de la cárcel de la Chancillería y la matanza de los moriscos presos. Murieron ciento diez por la parte de los moros y hasta cinco por los cristianos. Don Antonio de Válor, padre del rey de los andaluces, se salvó porque lo defendió la escolta que, como prisionero principal que era, tenía.

           Pedro Guerrero, beneficiado de Darrícal, la Nochebuena de este año pasado escapó del milenio con los tesoros de su amante mora y vieja y con los ornamentos y objetos sagrados de la parroquia. Pedro Guerrero con los oros y las platas, los trigos y las cebadas, los higos y las nueces y las castañas, almendras y uvas, todo de su mora lasciva, las patenas y copones, las joyas de los santos, los rubíes de las sangres de la Virgen, se ha comprado en esta villa, lugar apartado y muy apto para desaparecer, un cortijo de cuarenta fanegas de cabida que linda con Pedro de Tribaldos y Jorge de Peralta. También una casa en el pueblo, discreta y recogida, abrigada de fríos, de calores y de los ojos pesquisidores de la Justicia, aunque de un rico propietario nadie quiere sospechar. La burra de Pedro Martel, que murió en la entrada que hizo el señor marqués de Mondéjar en la Alpujarra, se quedó sin arrimo, indefensa y destrozada por el dolor. Han caído sobre ella como cayeron las pulgas en el perro ese del refrán, flaco y famélico, apaleado rutinariamente, por costumbre. Rodrigo de Ojeda rige el reloj del ayuntamiento y a esta tarea dedica su vida. Las tierras de vagos son de los propios del concejo y pertenecen a todos. Desde ahora cada vecino podrá ocupar un máximo de diez fanegas, cinco para sembrar y cinco para barbecho. Así lo manda la ordenanza que hizo este concejo, porque antiguamente había peleas entre los vecinos que se disputaban las nuevas tierras. Antonio Moreno pasó varios años roturando y para roturar pidió prestado al mesonero que prestaba a rédito. Antonio Moreno ha pagado sus trampas como ha podido pero, como es un ignorante y un bruto, se olvidó de inscribir la roturación en el registro del escribano público. El mesonero del módico interés ha inscrito las tierras a su nombre. Lope de Saravia, que es regidor y caballero rancio, apaña los papeleos y torea al roturador burlado y le dice cínicas buenas palabras y si no las quiere le amenaza y el roturador, como es un bruto y un ignorante, se traga el sapo, porque piensa que si le rebana el cuello a estos desaprensivos, será carne de humedades carcelarias y si se mete en pleitos acabará más pobre de lo que es. A cambio de sus servicios el mesonero Antonio condona intereses atrasados a Lope de Saravia. El reloj que rige Rodrigo de Ojeda más que reloj es artefacto y da las horas cuando le sale. Menos mal que esta villa pobre y necesitada vive fuera del tiempo y no necesita demasiadas precisiones.

           El día de San José subieron al Cehel los playeros para cambiar a los moros tomates y pepinos por jamón, salmonetes y boquerones por vino. Las gentes de las playas, siempre a lo suyo, nunca se enteran de lo que pasa unos cuantos kilómetros las cuestas arriba. Si han visto algo de la marea de refugiados que escapan a Berbería lo disimulan muy bien. Cuando los playeros se percataron de que verdaderamente Juan Zabazaque no tenía nada que ofrecerles, regresaron con sus verduras y pescados a la costa sin apiadarse de sus hambres.

           Está esta tierra de Quesada como ha estado siempre, allanada y sumisa al gobierno de S.M. y a la cátedra de Toledo. Los que tienen aceituna que coger la han cogido, los que la roban la han robado. Las caballerías sin trabar dañaron alguna viña, algún cerdo se revolcó en una almáciga. Son las cosas de siempre que le pasan a esta gente tan rústica. Cuando apriete el calor y falte el agua se pelearán por el riego y correrá el alcalde de las acequias los brazos de todo el término denunciando a los alevosos, repartiendo horas, haciendo respetar las costumbres que se siguen desde antiguo. Y quemarán rastrojos de mala manera, habrá problemas con los fuegos, arderá más de una oliva contagiada por las llamas de los ribazos. Vastián Cano, el mozo, trajo de aquella entrada que hizo en la Alpujarra el señor marqués de Mondéjar la parte que le cupo en suerte de los despojos del pueblo de Dios, que para eso se apuntó a la compañía, para poder costearse un pozo en el haza que le dejó su padre al morir. El haza de Vastián queda por encima del caño del que nace el caz y por eso es de secano. El propietario que cae por la parte baja atiende al nombre de Diego Serrano y sí tiene derecho al agua. Vastián y Diego no se tratan mucho, si se encuentran en la cola de cobrar el paro no se saludan si pueden evitarlo. Están perforando el pozo que regará el haza de Vastián. Como la máquina cobra por horas, Vastián no se separa del tajo y agobia al operario y no le deja echarse un cigarro. A los quince metros todavía no aparece humedad. Vastián se desalienta y en su desesperación menta a los parientes de Dios, la Virgen en primer lugar y luego los santos y los ángeles. Diego Amador cava su huerta un poco más abajo. Se dice para él que hay mucho pájaro y mucho bribón prosperando. La Guerra duerme en un paréntesis de sus miserias. Nadie diría que los nuevamente convertidos apellidaron el nombre y secta de Mahoma. Campa otra vez la rutina menesterosa y consuetudinaria. De las ordenanzas que tiene hechas el concejo de esta villa, la conocida como del Río de Béjar cuida que el agua venga limpia al caz de la villa y no la ensucien ningunos ganados. A pesar de las ordenanzas, del poder de S. M. y de las apariencias, el caz de la villa trae el agua turbia porque la Guerra aún no ha terminado. El pueblo de Dios está muriendo, Granada ya no es Granada y no lo volverá a ser jamás. La muerte de Granada salpica de sangre a esta villa tan cristiana, pobre y necesitada.

           El señor marqués de Mondéjar, en tanto llega el hermano de S.M., sigue dirigiendo como interino la Guerra desde su alojamiento de Órgiva. Rugen las entrañas de la Alpujarra y ruge la conspiración en Granada y en la corte. Los burócratas y los más acérrimos partidarios de la solución final no cejan en sus intrigas, no cejarán hasta que vean al señor marqués ocupando un virreinato perdido en algún lugar del infierno y en su puesto a un capitán general que olvide toda idea de apaciguamiento, que de una vez erradique a la nación morisca de esta provincia. La Alpujarra es un hervidero de moros que huyen, de moros que vuelven a refugiarse en la rebelión como última salida sin porvenir. Muchos moros vuelven los ojos al rey de los andaluces cuando ven sus salvaguardias sin respetar, las paces violadas, escarnecidos los que se redujeron. Otros muchos moros abandonan al rey de los andaluces porque conocen su degradación y falta de soluciones. El tercer hijo de Juan Zabazaque, el superviviente, abandonó la corte del reyezuelo valorí a mediados del mes de marzo, desengañado de toda esperanza y de toda la fe que había puesto en estas jerarquías novatas cuyos miembros se deshacen unos a otros mientras el enemigo amenaza sus casas. El hijo de Juan Zabazaque mira en la era las ruinas negras de lo que fue la alquería de su padre. Un viejo, más que viejo puro espíritu ya, sentado al borde de la alberca, absorto en sus tristezas sin apartar la vista de los caminos de Órgiva que un día le trajeron el cuerpo inerte y frío de dos hijos. Algunas moras se afanan en los terrones pizarrosos del huerto. Un niño pálido y un perro famélico yacen como abandonados junto a lo que fue la puerta de la cuadra. Los almendros florecen en formaciones que ascienden y descienden por los barrancos de la Contraviesa. Arden negros presagios en los pueblos blancos de la sierra que ahora parece sosegados. Detrás del horizonte inmediato que dibuja el perfil de cerros y de higueras desnudas, el mar de Alborán brilla con brillos de oro en el atardecer, por donde se acerca la noche el brillo es de plata luminosa. Las sierras de la Berbería son una estela parda que navega en las aguas encrespadas, picos afilados, mesetas y vaguadas recortadas en la orla roja del horizonte. Los machos monteses y los jabalises y las hembras monteses del macho, ardillas y águilas, los animales que corren, los que se arrastran por el suelo o vuelan, los fósiles de piedra caliza, los árboles y matas que no se mueven, todos los miembros de la naturaleza dominada por la especie humana asisten al fin de los tiempos, al fin de los tiempos para el pueblo de los nuevamente convertidos. A los otros pueblos les tocará después, no hay remedio.

           En la reunión del cabildo de regidores que se celebró el veintiocho de marzo y en vista del ataque de los monfíes a varios cortijos de la fuente de la Caldera, en Campo Cuenca, donde se había encontrado un cadáver, los concejales acuerdan comprar trescientos arcabuces para la defensa de esta villa. Dicen los regidores que ni esta villa ni las vecinas tienen armas y que la repentina presencia de los moros en el término, cuando ya la villa se había olvidado de esta Guerra, aconseja una rápida provisión de defensas y medios. También apareció un cadáver que cuando se identificó se supo que correspondía a las iniciales J.A., que había sido, era público, eventual entretenimiento de cama para Francisco Amador, labrador y ganadero que vive entre el frío y la desolación de estos eriales. Al principio de este milenio Francisco Amador no acató la orden de evacuación que dispuso el concejo para los cortijos limítrofes con tierras de moros. Francisco Amador no puede ver a su vecina, también propietaria de Campo Cuenca, la viuda de Arenas. La de Arenas se beneficia a los pastores que le trabajan el ganado que, como son tan pobres y necesitados y viven en estos tiempos tan duros, no pueden negarse a su dueña aunque sea fea, vieja y fondona. Al infeliz y despistado J.A. lo mataron los pastores de la viuda aprovechando el río revuelto de la entrada de los monfíes. La viuda imaginó que privándole de su juguete carnal heriría gravemente a su vecino y enemigo. Los pastores se rieron mucho cuando clavaron los hierros en el cuerpo de J.A. En estas sierras los hombres son tan hombres que hasta los de carnalidad más soez y desagradable creen que despiertan la incontrolable lujuria del maricón. El ganadero de tan cariñoso apellido sufrió más por su orgullo que por el cruel final de su amante, bastante hacía por él que le daba de comer. Definitivamente los amados en esta historia emotiva no tienen suerte: la burra del Río Guadiana enviudó, Elvira se ahorcó y ahora este J.A. asesinado entre risas por los esbirros de una tía pelleja que en él castiga supuestas culpas de terceros.

           El señor marqués de Mondéjar no descansaba en la persecución de Aben Humeya. Era su idea que la captura del reyezuelo terminaría feliz y finalmente con esta Guerra. El señor marqués realizó varios intentos uno de los cuales ya he contado, el de los cojones de Aben Aboo. A finales de marzo, habiendo sido informado de la presencia de Muley Mahomet en Válor, envió a dos capitanes con setecientos arcabuceros para que lo prendiesen. Tanto aparato y escándalo movió la columna en su marcha que los advertidos moros abandonaron el lugar refugiándose en los montes cercanos. La noche del dos de abril los guerreros cristianos saquearon Válor. Con ahumadas los monfíes convocaron a toda su gente comarcana, tanto montaraz como de paces. Y todos, desesperados por el poco aprecio que mostraban los romanos hacia las treguas, se lanzaron sobre los soldados codiciosos que se retiraban sin orden y embarazados por el botín. Menos unos cuantos más ligeros que pudieron escapar desapareció la columna entera. El cinco de abril la tropa del capitán Diego Gasca incendió las casas de Turón, previa y minuciosamente desvalijadas, y cautivó a las moras y a las moricas. Numerosos excesos cometían por toda la Alpujarra no ya los soldados desmandados sino los mismos oficiales que gobernaban presidios del Rey. El alcalde de Salobreña asoló Molvízar sin más motivo que apropiarse de las pertenencias de los nuevamente convertidos, en fin, de sus personas, para enviarlas a las galeras reales, para venderlos como esclavos. Toda la tierra se desasosegó y tornó a levantarse. La Guerra parecía volver a sus inicios, aunque esta vez sin cristianos aislados en los pueblos blancos. Nuevamente se llamó a las ciudades y villas de Andalucía como al principio de esta Guerra. También como entonces, cuando el señor marqués de Mondéjar se aprestaba a entrar en la Alpujarra, el pueblo romano de Granada, voluntario en los ejércitos del Rey Nuestro Señor, contaba con los dedos las riquezas y beneficios que la Guerra le reportaría por obra de saqueo. Avisado el señor marqués de la venida del príncipe, abandonó Órgiva el día ocho de abril de mil quinientos sesenta y nueve. En Granada encontró, como preveía, el recelo de sus enemigos que le acusaban de blando y de favorecedor de la nación rebelde. La retirada del señor marqués dejó el campo libre al rey de los andaluces y Aben Humeya recuperó toda la Alpujarra, asesinando a los moros más o menos principales que habían sido partidarios de la reducción. Con la retirada del señor marqués de Mondéjar comienza, sin mayores disimulos, la guerra de exterminio.

           Vastián Cano, el mozo, ha perforado un pozo en el haza de secano que le dejó su padre cuando Dios lo recogió. Vastián ha costeado el gasto con la parte del despojo que le cupo en la entrada que hizo el señor marqués a la Alpujarra, con los sudores ahorrados a lo largo de tantos años por hortelanos agarenos, con lo que alguna mora previsora sustrajo del heroico presupuesto diario guardándolo para la vejez, con la seda y el trabajo de tantos gusanos, con el fruto de tantas moreras, con los comercios y los afanes de los moros que secaban la pasa y el higo, con alguna usura, con algún quebranto de patrimonio ajeno también. Los oros y las platas que la mora reservó para la vejez que nunca conocerá, dan el agua a un terruño de esta villa tan pobre y necesitada.

           A pesar de la muerte en el cortijo de la fuente de la Caldera, que se achacó a los monfíes, los vecinos de Quesada creen que la Guerra se ha olvidado de ellos. A los quesadeños, tiempos del santo rey San Fernando, los puso aquí el señor arzobispo de Toledo y el señor arzobispo les dio miserables heredamientos para que a lanzadas los defendieran y que así, defendiendo su pan negro y escaso, impidieran el paso a los moros del rey de Granada, impidieran que los pendones rojos granadinos pudieran alcanzar las ciudades de Úbeda y Baeza, los sitios donde la gente de orden vive, que a Quesada no mandaron a estos desgraciados a vivir, que los mandaron para que en su lucha por no morir dieran a otros la vida. En Quesada no se enteraron de que por entonces las piedras de las iglesias eran góticas. No gustaban de los románticos romances de frontera porque ellos eran la frontera. La reina y su marido el rey pasaron por este pueblo y al poco tomaron Granada. Se roturaron en los términos de esta villa muchos quiñones baldíos que ya no temían al enemigo vecino. Los monfíes, cien años más tarde, desbaratan aquella expansión de los hambrientos, amenazan la cerca y muralla de esta villa y roban ganados. Que no se alarmen los vecinos, que será tormenta de verano. Vergüenza da que se asusten con el poco daño que están recibiendo mientras los moros fronteros lo reciben total y definitivo. Los vecinos de esta villa son tan brutos y tan desgraciados, viven tan aplastados a la tierra, que no tienen visión histórica ni son capaces de hacer una lectura profunda de los acontecimientos. Por Quesada, emborrachada de tedio y pobreza, pasan los señores reyes como pasa el calendario, simples partes del tiempo a las que se les da el nombre regente. Pasan por esta villa guerras cercanas y lejanas, aquí en la misma provincia y en Marruecos. Los muertos de las guerras son tan infelices que no escarmientan nunca y se conforman con el nombre de una calle. Son tan brutos los vecinos que ni a fuerza de siglos aprenden. Pues que se sosieguen, que se confíen, que así confiados les terminará llegando el día en el que el sol no pueda ya levantar sus horizontes familiares. Se habrá acabado entonces Quesada, siempre a la sombra del Rey Nuestro Señor, siempre esperando que llueva si Dios quiere. Hoy día ya no recuerdan los quesadeños que cuando don Felipe II era nuestro Señor, el pueblo de Dios también sufrió el advenimiento de las tinieblas y que a los vecinos de esta villa no les importó. Ya tuvieron en esta villa un amargo presagio en este último milenio de la República y no fueron capaces, quizás de tan rápido que fue todo en términos históricos, de escarmentar en cabeza propia. Los que ahora se desentienden de la muerte de Granada morirán, y todos tendrán su día y del nuevo pueblo de Dios caído harán todos leña.

           Vastián Cano no da de alta su pozo en la Confederación Hidrográfica y el guarda de las aguas está hasta los huevos y no soporta sus líos y trapicheos. Y es que Vastián ha denunciado como nocivo para el bien común otro pozo perforado en las cercanías y que sí tiene sus papeles en regla. La burocracia es siempre implacable con el indefenso y sin posibles, pero a veces cae en las redes estrambóticas de los ratoncillos que no son listos, pero que son pillos y son rápidos y la burocracia, tan pesada, termina desorientada. Vastián no es un emprendedor a la americana, es un pájaro que se agita mucho pero que no se mueve. En estas sierras el progreso es cosa de herejes luteranos y se opina que nadie puede torcer su futuro, que los dineros, el triunfo y el fracaso se heredan, se arrancan con sutiles argucias y tentaciones del caudal de propios o caen del cielo en forma de negocio extravagante y descansado. En estas sierras se importa Occidente en garrafones de ginebra a granel. En estas sierras piensan que el Occidente cristiano y su abundancia es la misma cosa que esas feísimas tejas planas y norteñas que se están poniendo de moda. Conseguida ya el agua para su riego y asegurado el sustento, Vastián y su novia escapan a pelo de borrica una noche de abril. El suegro se consuela alegremente bebiendo vino barato con los de su cuerda. La suegra empina la botella en la cocina cuando las parientas y las mujeres de su calle se han marchado, hartas de llorar una desgracia que es alegría. La boda económica sin convite, el luto festejado como ritual de tristeza fingida.

           El señor príncipe, don Juan de Austria el de Lepanto, partió de Aranjuez el seis de abril. El día doce alcanzó Iznalloz dando aviso a Granada de su inminente llegada. Hasta Albolote se adelantó para recibirle el conde de Tendilla, hijo del señor marqués. En el arroyo Beiro aguardaban el presidente Deza y el arzobispo. Diez mil arcabuceros le hicieron una salva estruendosa. En el Triunfo le esperaban, cubiertas de vestidos negros, las viudas y las cautivas de la Alpujarra que clamaban entre sollozos solicitando al príncipe que no dejara a tan malos enemigos sin castigo. El príncipe se alojó en la Audiencia. El veintidós se recontaron las fuerzas disponibles en Granada y la Vega. Día a día el señor marqués de Mondéjar se encontraba más aislado en su opiniones prudentes y se imponían las intolerantes del príncipe, del duque de Sesa y del presidente de la Audiencia. El señor marqués protestaba porque creía que no era justo ni razonable despoblar el país, un país pobre que no es apto para cristianos, en el que sólo pueden sobrevivir moros acostumbrados desde antiguo a la frugalidad. Proponía el presidente Deza sacar a los moriscos de la Vega y del Albaicín y desterrarlos la tierra adentro.

          Con abril llegan los calores, discretos al principio pero que más tarde se desvergonzarán. Con abril se marchan los fríos pero a veces hiela en las madrugadas y los hielos tardíos arrasan los brotes tiernos y la flor del almendro. Con abril los panes y los alcaceres crecen buscando su sazón. Si el Atlántico despacha temporales húmedos la cosecha fructifica. El día de la República el cazador Alonso Sánchez anda por las fragosidades del monte persiguiendo sus negocios. Sus negocios son las carnes de caza para vender en la plaza Pública. Alonso Sánchez es hombre sabedor de armas y artes monteras. Caza todo el año sin guardar las vedas que marcan las ordenanzas. Vive de vender a sus víctimas y vende bien y bueno, le compran todos los vecinos que pueden. Caza antes de que San Juan levante la veda y lo saben todos los vecinos y lo sabe el cabildo y el alcalde de la sierra, pero nadie lo denuncia porque tiene fuero de costumbre y es el cazador que hay en la villa, el bueno y el honrado. Alonso Sánchez come su merienda en la fuente de las Ubillas, que es una fuente que hace el agua muy limpia y helada. Es el día de la República. Alonso Sánchez duerme al raso cuando sale por esos montes a buscar sus garbanzos. Huele a furtivo legal, come pan y tocino. El agua del caño rompe la piel del agua remansada en el pilar. Alonso Sánchez conoce los acentos del aire en los pinares y el aroma de las piedras despeñadas por las pezuñas de las cabras. En el mediodía se soliviantan los sentidos de Alonso por una cercanía oculta que no es de pájaro ni de animal terrestre de cuatro patas. Si quien por ahí acechase fuera la Guardia Civil desaparecería toda alarma, porque Alonso vive y deja vivir y con la pareja tiene el campo deslindado y ni una ni otro se mezclan en los asuntos de la parte contraria. La pareja defiende la tranquilidad de su ronda, Alonso defiende su caza.

           Las mujeres de Juan Zabazaque, las mujeres que riegan el huerto resucitado, tienen un parentesco indefinido con Juan. Son simplemente las mujeres de su casa. Donde digo las mujeres de Zabazaque no quiero decir que sean sus mujeres de cama, tampoco quiero dejar de decirlo. No recuerdo si Caro Baroja, Domínguez Ortiz o algún otro tratan de la poligamia al tiempo de la rebelión morisca, de si se restauró, de si sobrevivía desde el tiempo de las capitulaciones. Cuatro moros monfíes rodean a Alonso Sánchez en la fuente de las Ubillas, a los pies del cazador el pan negro, el vino, el tocino y un perrillo astuto y flaco. Alonso apunta a los moros su escopeta. A dos los ve de frente, a dos los siente detrás. Cuatro espingardas compradas al Turco apuntan a la cabeza de Alonso. Agraces miradas se intercambian un cazador y cuatro monfíes. La tarde es limpia y clara. En la atmósfera diáfana flota el polen que reinicia el ciclo vegetal. En la fuente de las Ubillas están sentados juntos un cazador y cuatro moros monfíes. Los del pueblo de Dios no comen tocino. Hablando se entiende la gente. Hablando se encuentran unos a otros pobres gentes. El que manda  a los moros monfíes es hijo del Zerrea de Zújar. Por la sierra los moros monfíes alcanzan la retaguardia vaticana. Hablando comprenden que no hay retaguardia que sea mora o cristiana, que para la gente pobre todo es primera línea de fuego. Alonso y los monfíes se preguntan noticias de sus bandos y se dan explicaciones de como son sus casas y sus pueblos. Cuando se separen pensarán de nuevo como moros y como cristianos. Comen juntos. El hijo del Zerrea bebe vino, porque es de Granada y me resisto a creer que beba agua. Algunos retortijones de tripas padece Alonso porque en realidad es un racista visceral que rechaza todo lo desconocido, sea hombre, clima o futuro. Comen y beben juntos. Cinco racistas que saben que lo son están sentados en la fuente de las Ubillas. Es catorce de abril. En el cielo azul sin fisuras ondea bandera tricolor de ilusiones y progresos frustrados. Diríase que es preferible abstenerse de la esperanza porque casi siempre falla. En el cielo, azul sin fisuras, banderas tricolores y estandartes granadinos.

           En mil quinientos sesenta y nueve el primer domingo de mayo coincide con el día primero de mayo. Después de presidir la procesión de la Virgen junto a los dos alcaldes, fray Luis escapa del bullicio callejero y con Gonzalo se encierra en su celda de padre prior del convento del Señor San Juan. Fray Luis habla de las novelas históricas, que son una tontería, dice, porque la realidad histórica salida de las fuentes documentales sólo representa a esas mismas fuentes y no a la realidad real que ni tan siquiera se sabe si existió realmente. Esta limitación afecta a la historiografía y tanto más a la novela histórica, que es la recreación fantástica de la realidad histórica. Es mucho más serio inventar a sabiendas como hace la historia emotiva. Gonzalo del Salto escucha a su tutor con atención y conforme habla fray Luis la imaginación se le desploma en un sopor melancólico, la mirada en el oscuro infinito de los rincones de la celda, en la mesa vino, jamón, chorizo y morcilla. Afuera el gentío vestido de fiesta abarrota los bares. Es mayo, la Virgen ha vuelto y ha expulsado al invierno duro y difícil.

           Es mayo, anochece y el sol moribundo incendia las calimas del atardecer. De nuevo las costas de la Berbería en el horizonte rojo, las costas de la libertad, del auxilio, del hermano para los nuevamente convertidos y un nido de peligros, patria de las siete plagas para los convertidos desde antiguo. África musulmana dibujada con sierras en el horizonte que arde, los barcos van y vienen del Estrecho. En la habitación superviviente al saqueo arde un poco de leña en el hogar improvisado, las paredes de cal reflejan el fulgor de las llamas, las ventanas de las paredes derrumbadas se asoman al horizonte berberisco encendido. Aquel perro flaco y leal, aquel del que no me acordaba si lo habían ahorcado o no, pasea sus tristezas por las noches solitarias del Cehel. Las mujeres, que muertas aún sobreviven, apañan en la lumbre los últimos restos lustrosos de la esquilmada despensa, los tocinos guardados como tesoro todo el invierno, las escasas morcillas rescatadas, en la mesa el último vino. Juan Zabazaque abatido tienta con las suyas cansadas las manos de su hijo. Camino de las costas de la Berbería caminan los pensamientos del hijo de Juan. Es un camino sin retorno el de esta esperanza. Luces nocturnas rodean los paisajes del cortijo. Son nuevos fuegos que anuncian como el milenio entra en su consumación y que los justos serán exterminados por los esbirros del anticristo, hoy cristiano.

           El hijo que le queda vivo a Juan Zabazaque escapa a la Berbería. Se exilia porque la corte de Aben Humeya y el milenio se descomponen sin remedio y no hay futuro para Granada. Los rebaños de refugiados que antes taponaban las venas de la Alpujarra son ahora cardúmenes de navegantes que huyen en busca de la esperanza. Granada se acaba. No son hispánicos cristianos, pero tampoco son rifeños, ni argelinos, su patria es Granada y Granada se está perdiendo, el pueblo de Dios se está perdiendo. En África no encontrarán una nueva Granada. Juan Zabazaque le entrega el nieto a su hijo para que lo lleve con él allende el horizonte de calima que arde. El hijo y el nieto embarcan en Castell. El moro y el morico no son moros ni cristianos, son granadinos. Granada ya no es Granada, solo es la ciudad capital de esta Guerra.

           A finales de mayo los moros monfíes atacaron los términos de esta villa y mataron a varios ganaderos en cortijos aislados. El cabildo, preocupado por las muertes y temeroso de que los enemigos quemasen las cosechas que empezaban a sazonar, mandó salir a una cuadrilla para que reconociese y tranquilizase el terreno y para que diese escolta a un pintor que hacía una pintura del término, necesaria para los pleitos que la villa mantiene con la ciudad de Úbeda. Por encargo de Aben Humeya, Pedro de Mendoza el Husceni levantó el lugar de Güejar Sierra. Don Juan reaccionó desalojando a los moros de las villas fronteras que eran Cenes de la Vega y Monachil. La saca de moros en estos lugares se hizo con gran escándalo, porque los soldados y los cristianos civiles cautivaban a los evacuados para venderlos y no los entregaban en la iglesia de la Zubia como se les tenía ordenado. El día tres de mayo el Zerrea de Zújar desbarató un fuerte que hizo en el puerto de la Ragua el señor marqués de los Vélez para dominar el camino con Guadix. Los moros hacían mercado en Ugíjar y allí compraban armas, bastimentos y otras cosas necesarias a la rebelión. La Alpujarra estaba nuevamente levantada. Para organizar su estado el rey de los andaluces nombró capitanes de comarca y también un consejo privado con el Zaguer, el Dalay, Moxarraf Calderón y el Habaquí. Farax, enfrentado a los valoríes, no osaba acercarse al reyezuelo, que por otra parte tampoco quería saber nada de él. Por estos días Aben Humeya tomó la Peza y Jerónimo el Maleh asoló Fiñana.

          La pintura del término para los pleitos con la ciudad de Úbeda no me la estoy inventando. Viene en las actas del cabildo. Tampoco me invento las historias de los bares que, aunque no vengan en las actas, existen y figuran en el pasado, en el presente y el futuro de los ojos de la mayoría de los vecinos de esta villa tan pobre y necesitada. Juan de Alcalá Amurrio es un inmigrante vizcaíno. En los más de veinte años que se le conocen en esta villa no ha dado motivos a la crítica. Su mujer, Leonor Jiménez es natural de Valdepeñas de Jaén. El matrimonio tiene tres hijos y no recuerdo si alguna hija. Los vascones viven en la plaza pública, junto a las casas del concejo. Los dos hijos menores, Sebastián y Hernando, han salido al padre, son formales y serios. El hijo mayor, Diego, le habrá salido a cualquier pariente de Valdepeñas de Jaén, porque es un bala perdida y un borracho y no parece hijo de vascón. Diego es la cruz que a Juan de Alcalá Amurrio le ha tocado llevar en su vejez. En un nocturno de finales de mayo fray García pasea su abstinencia por el huerto del convento del señor San Juan. Fray García no prueba el vino desde que regresó del reino de Granada. El padre prior le ha cerrado la bodega al capellán castrense por incontinente, putero y escandaloso. Al capellán castrense le da mucha fatiga contestarle que incontinente y escandaloso sí, pero que putero no, que por más que lo ha intentado nunca ha conseguido sacar su gozo del pozo. Ciego sale fray García del convento a la busca de un buen samaritano como los que encontró en el camino de Granada cuando le remediaron la sed. Tan ciego y sordo galopa fray García que no ve la cara descompuesta del hermano portero ni escucha como le pide por Dios que se comporte, que no tengamos función esta noche.

           Fray García, solapado en el trasiego callejero de las noches tibias del mes de mayo, más que andar da saltos y a saltos entra en el bar. A todas las familias de la barra les da palique fray García. Les da conversación porque no se atreve, como en el camino de Granada, a pedir por caridad un vaso de vino para quien todo lo perdió defendiendo a su Rey, su Patria y la Religión verdadera. Al final lo convida Diego, hijo disoluto y liviano de Juan de Alcalá, el vascón. El fray le cuenta que por voluntad propia lleva una semana a dieta mediterránea. Los tres pilares de la civilización clásica son el aceite, el pan y el vino. La dieta mediterránea es una cura depurativa del asfixiante mundo bárbaro. Se calla fray García que el pan y el aceite sí, pero que el vino no lo cata desde que volvió de la entrada que hizo en la Alpujarra el señor marqués de Mondéjar. Fray García no suelta prenda de su abstinencia, pero la notan sus contertulios en el temblor del pulso, las pupilas desencajadas. Hasta el quinto vino no alcanza el nivel. Fray García vocifera y gesticula. Diego de Alcalá se ríe sin ganas de disimular. El barista ensombrece el gesto presagiando la tormenta. Las invasiones bárbaras acabaron por arrinconar al clasicismo greco latino e impusieron las verduras, las terneras y las patatas y es así que hay quien hace como los pollos y gasta maíz en las ensaladas y lo hace como si fuera la más razonable de las comidas. Europa es una cultura bárbara, salchichera y patatera. La dieta mediterránea consiste en alimentarse de esencias de civilización clásica. Diego de Alcalá se descojona, en las seseras empapadas de fray García comienzan a crecer el furor y la ira. Algunos se retiran del grupo. La afición expectante aguarda con impaciencia la erupción. Un cuadro de la Virgen de Tíscar preside el local. En los servicios apesta el alcanfor mezclado con olores de orín. Para comer grasas de animales es necesaria tal claridad de conceptos y tal madurez, dice el regular, que a los moros y a los judíos, razas mediterráneas deterioradas por pintorescas creencias, no se les permite el tocino.

           —Yo he pensado en suicidarme con vino y colesterol, para suicidarse con vino y colesterol hay que ser filósofo.

           Diego de Alcalá se carcajea y fray García enrojece. Segundos después está Diego malherido en el suelo, entre servilletas y palillos usados, huesos de aceituna, serrín y raspas de bacalao. Fray García, aunque borracho y voluntarioso putero frustrado, tiene su alma y su corazoncito y no admite burlas de nadie. Fray García resopla agarrado a la barra con una mano, en la otra el hierro de pinchar los barriles de cerveza. Es la viva estampa de la cólera encendida. Fray García apura su vidrio y abandona la escena.

           Viene aquí que ni a pelo, a cuento del pintor que pinta la pintura del término necesaria en los pleitos que esta villa sostiene con la ciudad de Úbeda, que pinte yo la descripción de Quesada (no recuerdo si ya lo hice anteriormente). Para mayor lucimiento pensaba pintar el pueblo tal como aparece en el mapa topográfico del I.G.N. y pensaba titular la pintura Descripción a escala 1:50.000 de los términos de la villa de Quesada. Me parece que hubiera sido un buen golpe hablar de las líneas y los puntos, los signos y los rótulos del mapa. Quedaría mejor que la enumeración de las cosas del modelo real del mapa, la campiña de Bruñel, las peñas y los pinos, las cabras y los buitres roncando al sol en las peñas de la sierra, las ramblas y los cerros pelados, los conejos mixomatosos, los almendros secos, los oasis de Lacra y Guadiana, las vegas, los barrancos húmedos, las huertas, los caces, los cortijos plantados unos en el desierto y otros en rincones casi atlánticos. Me hubiera quedado bien, pero resulta que olvidé en Quesada las hojas del mapa topográfico y no quiero arriesgarme a intentarlo de oído. Otra vez será. Juan de Alcalá Amurrio es un vascón honrado y cabal. Le pareció lo más natural el escarmiento que le dio fray García a su hijo. Cuando volvió del hospital su padre le pateó los lomos, porque es de canallas burlarse de un viejo borracho. Para tal padre es una cruz tal hijo.


No hay comentarios:

Publicar un comentario