miércoles, 8 de enero de 2025

CAPITULO XI. LA MUERTE DE JUAN ZABAZAQUE Y EL FINAL DE ESTA GUERRA

 

El señor duque de Sesa partió de Órgiva el seis de abril. Aben Aboo le esperaba con lo mejor de sus hombres en Poqueira. El señor duque lo esquivó y entró por Ferreira acosado permanentemente por las guerrillas de Diego López. El día ocho el señor duque tomó Pórtugos y organizó desde allí saqueos y brutales acciones de reducción. Diego López rehusó el enfrentamiento directo y repartió a sus monfíes para que desgastaran con pequeños picotazos a las fuerzas cristianas. El día doce el señor duque de Sesa tomó Ugíjar. El segundo rey de los andaluces, conocedor de que la debilidad cristiana era la codicia, tendió en el puerto de la Ragua una emboscada al marqués de la Favara. El marqués marchaba a Lacalahorra para dejar heridos y recoger provisiones. Diego López soltó ganados para que la retaguardia del marqués se  entretuviera en robarlos y se dividiera la expedición. Aben Aboo, en la parte más fragosa del camino, desbarató primero al centro y después a la retaguardia. Murieron más de ochenta romanos, fue el dieciséis de abril. El señor duque de Sesa intentó avanzar por Válor y Yegen. Los moros habían soltado las acequias empantanando los campos. Azuzado siempre por el acoso de Aben Aboo, el señor duque se retiró hasta Adra, adonde llegó con el ejército extenuado y hambriento. Don Alonso de Granada Venegas, encargado de favorecer la reducción por medios no militares, escribió una carta al rey de los andaluces instándole a la negociación visto el declive de la causa granadina. Diego López le contestó que los moros aún podían hacer mucho daño, le contestó que a los de este reino no les quedaba ya que perder y que lo que les pudiera venir ahora ya lo tenían tragado. Lo cuenta Mármol Carvajal en la página trescientos treinta y seis.

           En la alquería de Juan Zabazaque termina el mes de abril. No ha caído una gota en lo que va de primavera, es peligrosa la sequía para las cepas y los almendros infantiles, pero en esta primavera no se pierde ninguna planta nueva porque ninguna se ha puesto, que no son los tiempos de poner, que son más bien de arrancar. A la alquería de Juan Zabazaque han llegado más refugiados. Los nuevos refugiados ni el hambre pueden repartirse porque nada queda en las alacenas de Juan. Los nuevos refugiados duermen todos al raso. No se hacinan en el cortijo porque el cortijo ya no existe, está hundido. Como las tardes son largas, cálidas y secas, los ancianos venerables las resuelven junto a Zabazaque sentados en el filo de la alberca. El sol muere tras los múltiples cerros y sierras del sur de Granada, escasea la nieve en el Mulhacén. Las mujeres de Juan Zabazaque y las mujeres de los refugiados no tienen nada que barrer, nada que guisar, nada que lavar, recorren fantasmalmente la ruina, chocan entre ellas al cruzarse bajo el inexistente dintel de una antigua puerta. Los barcos van y vienen del Estrecho ajenos a las desgracias de esta nación. Termina abril, el señor príncipe don Juan, el de Lepanto, aloja su campo en los Padules. A los Padules acude don Alonso de Granada Venegas y recibe instrucciones de continuar con las tareas de la negociación del armisticio. Los refugiados de la alquería no se fían de los papeles escritos, menos se fían de las palabras aunque sean dichas muy solemnemente. Don Alonso de Granada Venegas se dirige a los moros por reducir con muy hermosas promesas. Los refugiados del Cehel quieren embarcar en Castell y pasarse a la Berbería. Los refugiados del Cehel piensan que allende viven hermanos suyos del pueblo de Dios. Los refugiados abandonan el cortijo y bajan a la playa camuflándose en las espesuras de los barrancos. Las mujeres de Zabazaque se unen a los refugiados del pueblo que Dios, el romano, decidió exterminar. Zabazaque no deja su casa, le acompañan el perro famélico y la mujer más vieja y fiel. Zabazaque no quiere cruzar el mar porque la tierra del pueblo de Dios es Granada y Granada ya no existe, los granadinos no son ni de aquí ni de allá, sólo encontrarían algún descanso en Alborán, pero es una isla tan pequeña que jamás nadie la pudo ver. El señor príncipe don Juan licenció a la segunda compañía de Quesada poco después de alojarse en los Padules. Sólo la soledad recibe a la segunda compañía que vuelve de servir al Rey Nuestro Señor. La segunda compañía regresa cansada y herida, los soldados regresan unos muertos y otros vivos. El muerto es Diego Serrano, el vecino de Vastián Cano el mozo. Diego era un tío envidioso, marchó al frente para no ser menos que Vastián. Diego no necesitaba los despojos del pueblo de Dios para labrase un pozo porque su huerta cae por debajo del caz y le sobra el agua. El cadáver de Diego Serrano regresa muy maloliente y descompuesto, los vecinos están hartos de esta Guerra y ninguno pide que se bautice alguna calle con el nombre de Diego Serrano, muerto por Dios y por la Patria. Regresa el cadáver de Diego Serrano muy afligido y arrepentido de su sequedad y pequeñez de espíritu. El destino golpeó al abanderado Cabrera, acarreador, con un golpe de fortuna. El golpe feliz es una oveja blanca en la familia de golpes negros que acumula Cabrera desde que nació. Cabrera, no importa cómo ni cuándo ni dónde, se ha hecho con un pequeño pecio del naufragio granadino. Es poca cosa, apenas cinco millones, pero como Juana es una madre muy apañada y discreta le sacará el partido necesario. El partido necesario es poco más que nada, porque son una madre y un hijo muy pobres, sus ambiciones son enanas, son una madre y un hijo que parecen Edipo y su madre perdidos en una villa pobre y necesitada de una provincia menor. El veintiocho de abril el señor duque de Sesa montó a sus soldados y a sus artillerías en diecinueve galeras, desembarcó en Castell de Ferro y le puso cerco. El señor duque cañoneó el lugar hasta desmoronar el cerro que sustenta el castillo. Cuando se rindió Castell, el señor duque encontró a miles de refugiados apiñados en las playas con la esperanza de conseguir un hueco en el último convoy que partiera de Granada. Castell de Ferro anticipándose varios siglos al puerto de Alicante. Con los cinco millones se ha comprado Cabrera un cortijillo en el desierto, se ha comprado quince cabras y veinte gallinas. En el cortijillo de Cabrera nace el trigo cada tres años y no siempre, porque no siempre llueve lo suficiente cada tres años en este erial. En el cortijillo de Cabrera la tierra malvive desnuda y pulverizada por la sequía. En el cortijo de Cabrera hay ratones y conejos que todo lo devoran, por cinco millones no podía esperar más. Cabrera está muy contento porque creció tan desheredado que esta miseria le parece abundancia. El abanderado Cabrera ha visto barrigas destripadas, muchos brazos y pies sin dueño muriendo en los campos. El abanderado Cabrera conoce los truenos de pólvora y el brillo rojo de las armas. Al abanderado Cabrera se le han asomado al bigote cuatro pelos pioneros. Juana cuenta los huevos que han puesto las gallinas y ordeña las cabras y con la leche y los huevos le hace natillas al abanderado. Cabrera regresó menos pobre de la Guerra y se compró este útero en el desierto, para él y para Juana Alviano. Juana le hace a su hijo natillas y flanes, picatostes y tortillas de harina, roscos y gachas con miel. El sol muere tras la catedral de Baeza y baña en sangre el atardecer, los conejos se asoman asombrados a la entrada de las madrigueras, como si fuera nuevo este morir del sol a diario repetido. Juana Alviano revuelve los pelos sucios de Cabrera y le acaricia los carrillos rojos lamidos por el viento. Ningún enemigo se acerca por el camino desolado.

           Melchor de Peralta está muy desmejorado, le tienen que tapar la nariz para que abra la boca porque se niega a comer. Melchor no se levanta de la cama, se desahoga en una cuña cuando avisa, que es casi nunca. Melchor dormita de día y vela de noche, los amigos y los parientes se han cansado de visitarle porque ni los reconoce ni habla ni escucha. Cuando Isabel compra el pan las vecinas le preguntan por la salud del padre. Isabel contesta con resignación, interpretando su papel de hija sufrida y paciente. Melchor no reacciona, no hay estímulo, remedio, medicinas que le valgan. En primavera pájaros forasteros usurpan los álamos del jardín a los palurdos gorriones, pájaros negros, de pecho encarnado, de coloristas y amplias colas. Los gorriones comen en el embaldosado del suelo, los forasteros son muy señoritos y no lo pisan. Los forasteros regresan todos los años. Los gorriones y los álamos están a las duras y a las maduras. Por las mañanas se barren las puertas, cada uno la suya. La mujer madura, gafas oscuras, vende iguales por los bares. No usa bastón blanco, la guía su marido rural y fatalista. El marido de cuando en cuando dice algo con voz muy poco comercial, muy malasombra, lo dice para animar a la clientela remisa de su mujer. Melchor de Peralta ha perdido completamente el juicio, todos los sábados se levanta de la cama y se caga en las paredes, aúlla incansablemente horas y horas, los críos se acercan a la calle para oírlo, le tienen un miedo supersticioso, agigantado por míticas fantasías. Isabel de Peralta no puede con su alma, las amigas le aconsejan que no sea tonta, que no se destroce la vida, que su padre no tiene remedio, que en manos de profesionales estaría mejor atendido. Dos machos de gorrión se pelean por una migaja. El reloj del ayuntamiento da la una, como hoy no es día de mercadillo hay poca animación. Los loqueros se llevaron a Melchor atado, daba pena verle. Melchor atado, aturdido, inconsciente. Los loqueros se mueven con mucha seguridad, plenamente seguros de sus acciones, convencidos de ser el brazo ejecutor de la ciencia infalible. Isabel llora en la puerta de su casa consolada por las parientas y las vecinas, todas dudan de la licitud de este destierro, todas razonan que la situación era insostenible y sin alternativa, todas fueron quizá frívolas consejeras. En la comisión que discute y negocia el final de esta Guerra, el Habaquí alega por parte mora el mal cumplimiento de las salvaguardias del señor marqués de Mondéjar, las inicuas pragmáticas que ocasionaron el presente levantamiento y la saca de moros a Castilla. El Habaquí, delegado del rey de los andaluces, pide el indulto general y el permiso para que la nación morisca continúe viviendo en Granada. El diecinueve de mayo se firmó un acuerdo en el alojamiento de los Padules por el que los moros aceptaban la rendición a cambio del perdón general, pero no consiguieron el fin de los destierros. Aben Aboo ratificó lo firmado. Los moros se iban reduciendo, los cristianos salían a los caminos y mataban y robaban a los reducidos que acudían a concentrarse en los puntos prefijados para el éxodo. El Habaquí quiso traicionar a Diego López y entregarlo vivo o muerto al Señor príncipe don Juan. Cuando el rey de los andaluces lo supo, el Habaquí fue ajusticiado. La traición del Habaquí y los robos y las muertes que se infería a los moros de paces interrumpieron el negocio de la reducción voluntaria. El señor príncipe ordenó que nuevamente se entrase en la Alpujarra por el este y el oeste. En la boca del túnel de Ízbor una cuadrilla de soldados del Rey ha caído sobre los refugiados que abandonaron el cortijo del Cehel. Los refugiados planeaban embarcarse para cruzar el mar, pero cuando avistaron Castell de Ferro les sorprendió el diluvio de huracanes que disparaba la artillería del señor duque de Sesa. Los refugiados anduvieron desorientados por los montes hasta que conocieron el ahora frustrado armisticio. Los refugiados reducidos iban a concentrarse en Béznar. Los soldados del Rey matan a los moros, cautivan a los mori­cos, violan a las moricas, a las moras les roban sus ajuares de colchas bordadas, les arrancan los zarcillos de oro rajándoles las orejas. Los soldados del Rey no pertenecen a ninguna secta demoníaca, que sólo se afilian al partido de la codicia. Los soldados no se entretienen en descuartizar ritualmente a un niño y es por eso que nos hemos quedado sin Santo Niño de Ízbor. El Santo Niño dicen los romanos que era de La Guardia. A la entrada de todos los túneles, puentes y recodos de carretera, cautivan y violan al pueblo de Dios. La afición no le concede importancia a este genocidio, porque es genocidio en carnes ajenas que distraídamente ven por las noches en la televisión.

           En Quesada las emisoras de radio suenan metálicas y con muchas interferencias, son una tormenta permanente. Esta primavera no llueve y escasea el agua, las hierbas de abril y de mayo mueren secas al nacer, las motos revientan de ruidos la calle y la radio retiembla, retiembla como si emitiera un terremoto. Leonís ha dejado su cargo de fiel almotacén, no le correspondía hasta agosto, pero lo deja ahora porque Sosiego se ensaña con él y Melchor de Peralta ya no le puede proteger. La villa entera asiste indiferente a su calvario, nadie le ayuda, nadie le consuela. Es la suerte que disfruta Cabrera, que tiene a su madre para que le acaricie los pelos pringosos. Cabrera, abanderado que fue de la segunda  compañía, no necesita padecer penas concretas para que lo consuelen, porque Juana Alviano lo hace diariamente, a todas horas, sin esperar motivo, sin esperar petición. Leonís ha dejado el cargo para que Sosiego le olvide pero Sosiego no ataca al cargo que ataca a Leonís, es una cuestión personal. El acoso de Sosiego no pretende ya ser gracioso, es directamente feroz y sádico. Leonís recorre los ba­res del pueblo a la busca de una mirada amiga. Leonís está acabado. Granada está acabada. Esta Guerra está acabada, está acabando rápidamente. En es­te final los meses duran menos, los primeros días de unas vacaciones se hacen minuto a minuto pero después, al final, se escapan como el agua entre los dedos. La viuda del vascón y sus tres hijos, los racionales y el disoluto, emigran a Barcelona. Los herederos de Juan de Alcalá Amurrio no han heredado nada, S.M. se quedó con todo el capital, no tienen coche y se montan en el autobús que los lleva a coger el tren en Linares‑Baeza. Pedro de Tribaldos se ha comprado un video para ver pornografía en soledad, pero nunca consigue acercarse sereno al aparato y no le saca provecho. No es el principio del fin, es el final. Juan de Alcalá Amurrio fue un hombre honrado y cabal, que no dio materia a las lenguas deslenguadas. Fue un tío serio y formal y mira tú como le pagó la vida, que murió por culpas ajenas y nada le pudo dejar a sus herederos. Sus herederos se ven ahora en el trance de emigrar. Leonor Jiménez, natural de Valdepeñas de Jaén, viuda, cuando el autobús pasa por el puente Primero, a la salida de esta villa, tira por la ventanilla la estampa de la Virgen de Tíscar enmarcada en madera pintada con purpurina. Leonor Jiménez, enloquecida por el dolor, no sabe lo que hace y hay que perdonarla. La viuda dice que la Virgen de Tíscar no es una diosa verdadera sino un vil e inútil santo de palo como a la vista ha quedado. A la vista está cómo abandonó a esta familia honrada. Los angelillos culones no se preocupan por sus posibles heridas y acuden presurosos a rescatar a su dueña del polvo de la cuneta. La Virgen no le guarda rencor a la viuda de Juan de Alcalá, la Virgen no tiene mala conciencia como fray Luis, porque vive en una sierra remota y poco puede ella hacer frente al Rey Nuestro Señor. Gonzalo del Salto Fuertes consuela al padre prior del convento del Señor San Juan, pero le sale muy mal el consuelo porque no está acostumbrado a consolar y no tiene práctica, está acostumbrado a que sea fray Luis quien le consuele a él. Es de nuevo verano y de nuevo las calimas ensangrentadas despiden al sol por la catedral de Baeza. Es el verano y son los calores. El espectro de Pedro Martel estaba un poco alelado y no encontraba el camino de vuelta a esta villa y andaba perdido por esos mundos. A la viuda de Pedro Martel la compraron unos tratantes de ganado que la paseaban por toda Europa buscando quién la quisiese. El día dieciseis de ju­lio, en el extranjero y por casualidad, el espectro de Pedro Martel encontró a su viuda y se fugó con ella y desde entonces viven felices andando tierras extrañas donde nadie los conoce. A la viuda de Diego Serrano le ha comprado la huerta Vastián Cano. La huerta de Diego linda con el haza de Vastián. El haza ya es huerta porque Vastián labró un pozo con las despojos del pueblo de Dios. El haza está muy bien abancalada. Vastián trapichea mucho y está haciendo sus buenos dinerillos. Nuño de Mata aprobó sus exámenes de loco oficial. Nuño hace como si hubiera olvidado a Elvira, Nuño hace como si hablara alemán y árabe y le larga discursos vibrantes a los desocupados de la plaza Pública. Fray Luis de Prados, prior del convento del Señor San Juan, es temido por todo el pueblo porque es un fraile descreído y raro que, dicen, tiene mano con las fuerzas soterradas al servicio del ángel caído. Fray Luis es un descreído inflexible y duro, vive en un castillo de aparente poder y es, de puro solitario, egoísta y a veces cruel. ¿Cuánta miseria encubrirá ante los propios ojos y ante los ajenos esta dureza fingida? No pudiendo soportar la distancia entre su desvalimiento interior y una apariencia pública que le obligaba a no desfallecer jamás, se suicidó teatralmente el quince de agosto de mil quinientos setenta. Fue al paso de la procesión por la puerta del convento del señor San Juan, con todo el pueblo delante. Y al poco otro verano que se acaba, se acaba como se está acabando Granada. Y comienza el otoño que pronto también morirá. Antonio Moreno es un roturador impenitente. Desde que nació rotura sin sentido y sin plan, es una hormiga ciega sobre la piel ácida de esta tierra que es cualquier tierra. El mesonero tocayo le estafó los sudores de su primera vida, se le llama vida por darle un nombre, aunque tampoco era exactamente miseria. Es Antonio Moreno que rotura el monte noche y día, el sol y la luna le acompañan, los conmovidos marranos jabalises le aligeran el trabajo derribando árboles a dentelladas, una urraca ladrona le roba el tabaco y el vino. Mientras se acaba otro verano una partida de monfíes sin esperanza degüella al roturador impenitente en su monte apartado. El espectro del hijo del Zerrea de Zújar gobierna a los desesperados. No han comido hace seis días, revuelven las escaseces de Antonio Moreno. El hijo del Zerrea, abatido y humillado por su ínfima victoria, roe el poco pan de Antonio Moreno y guarda otro poco para el espectro de su compañera, que con las otras espectrales mujeres aguarda escondida en lo hondo de una rambla lejana. El pan de Antonio Moreno es duro como pata de santo, los jabalises escapan con el queso, que antes de que lo limpien ajenos lo limpian ellos que son amigos, la urraca cae borracha desde una peña. Era cuando acababa el verano, Antonio Moreno murió a manos de los monfíes al pie de su rotura­ción. Mediante un nuevo ardid, otra vez con la complicidad de Lope de Saravia, el mesonero repite maniobra y de nuevo arranca estos últimos sudores de Antonio Moreno. El mesonero se saca de la manga un pa­pel que demuestra cómo el roturador roturaba a jornal por cuenta suya. Lope, acuciado por el módico, menea los palillos y legaliza el golpe. Con poco dinero Antonio de Baeza termina de arreglar el quiñón. Son los tiempos que se acaban y que si no se acaban antes es porque se agitan, se mueven mucho y dificultan el disparo a los tiradores. Leonís también emigra, Sosiego no le deja vivir. Antes de montarse en el tren Leonís se despide de Melchor. En la estación de autobuses pregunta por el manicomio y no saben indicarle, porque nadie va por allí, solo los inquilinos y los loqueros que los gobiernan. Tras mucho andar lo encuentra y se despide de Melchor, que es un despojo vegetal. Leonís llora abrazado a los restos de su protector. Leonís espera el tren, parten trenes que van a la vendimia de Francia. Leonís llora en su vagón entre soldados y estudiantes. Bartolomé Alviano por una vez en su vida tiene suerte, dicen que tiene suerte, se ha colocado de vigilante nocturno en unas obras. Ha sido por ahí, por una capital de esas. Las tardes de domingo su mujer y sus hijos lo visitan en el tajo, muy arreglados. Se sien­tan de mayor a menor, muy formales. Bartolomé friega el ochocientos cincuenta aparcado a la sombra del piso piloto, el calor se alivia en las tardes de septiembre, murciélagos y pájaros en ensor­decedor desorden. La familia de Alviano vive en un octavo. La línea Baeza‑Utiel se frustró en un aborto provocado y el tren debe subir Mancha arriba para luego do­blar a Levante. Leonís se arrepiente ahora del viaje. Leonís montado en el vagón repleto de soldados. Leonís añora su pueblo y su plaza Pública, sus peligros conocidos, el cieno del invierno en el empedrado de las calles y las tardes tibias en las terrazas de los bares. Leonís añora la protección de Melchor. Melchor continúa oficialmente en el reino de los vivos, con esto de las comunicaciones prodigiosas y las economías de escala se han hundido las fronteras entre los reinos de los muertos y las repúblicas de los vivos. A los soldados del vagón de Leonís les huelen los pies. Cae el sol cuando el tren va dejando atrás la provincia y perdiéndose a lo lejos, tras los cerros de Vilches, tras la Loma, se adivina el atardecer en esta villa tan pobre y necesitada. A Leonís le exigen las tripas bajarse en la primera estación y regresar vestido de hijo pródigo. A Leonís le falta valor incluso para escapar del infierno en que vivía. Bartolomé Alviano y su familia son extras en una película satírica de costumbrismo suburbial. Pasado Despeñaperros la noche cierra tinieblas y con la luz cutre del vagón bailan los humos de los tabacos y los regüeldos del cansancio. Leonís cena chorizo y pan, el padre de un emigrante ya veterano, al que su hijo ha convertido en abuelo, le ofrece queso y vino. Tufillos de pimentón y grasa rancia en los vagones del expreso. Leonís está más animado, Leonís no puede volver a esta villa porque Sosiego terminaría crucificándolo, ha sido solo un mal momento el que ha pasado, es natural que le espante lo nuevo y desconocido. Leonís se levanta a mear, en el retrete un quinto con diarrea.

           Ejerce de puntillero en esta Guerra el señor comendador de Castilla. Partió el comendador para la definitiva entrada en la Alpujarra el día dos de septiembre. La expedición fue de tierra quemada y se crearon cuadrillas de exterminio. El día ocho alcanzó Poqueira y el nueve Pitres. Poqueira y Ferreira arden, los ríos y los barrancos se desbordan y encharcan de sangre las huertas taladas, las aguas del Guadalfeo arrastran cadáveres hasta el mar de Alborán. Don Lope de Figueroa y don Rodrigo de Benavides, hombres del comendador, corrieron el Cehel para dar el tiro de gracia. No encontraron un rico botín, apenas cuatro moros caducos y moribundos. Los soldados del comendador de Castilla asolaron la Alpujarra entera, los moros se refugiaban en cuevas, los soldados los rendían asfixiándoles con lumbres que encendían en la entrada. Los soldados del Rey Nuestro Señor arcabuceaban a los rendidos. A los moricos, moras y moricas, los violaban y vendían. Murieron en las cuevas de los Bérchules hasta setenta granadinos. En las de Cástaras y Tímar noventa y nueve. En otra de Mecina Bombarón se capturaron doscientos sesenta, murieron ciento veinte. A don Diego López Aben Aboo, segundo rey de los andaluces, fugitivo en su propio reino, lo traicionarán en una cueva de los Bérchules el mes de marzo del año de que viene. El apocalipsis despierta las neuronas moriscas. Las neuronas moriscas trabajan a tal velocidad que la agonía se les antoja infinita, inacabable, eterna. Los moricos y las moras y las moricas sufren las babas y las barbas pinchosas de la milicia de S.M.

           Se han producido en estos términos ataques suicidas de monfíes desesperados. Los monfíes ya no son guerreros de su causa, son partidas sueltas que sobreviven en las sierras atacando a cristianos solitarios. No los atacan para alcanzar la edad dorada del milenio, lo hacen solo para robar y comer. Los vecinos de esta villa no se atreven a salir al campo y no siembran ni avían los barbechos. Cincuenta tiradores y diez caballos rastrean el monte persiguiendo a los matadores de Antonio Moreno. En la alcaidía de esta villa hay presos unos moros reducidos que se entregaron a la autoridad del concejo para librarse de sus hambres y fatigas. Al amanecer del veintitrés de septiembre Melchor de Peralta murió en el manicomio de Jaén. Solo estaban presentes una monja y el capellán, que acudió sin que nadie le llamara, por su vocación de salvar armas. En los agónicos minutos finales el capellán consiguió arrancar a Melchor confesión de Fe. Eso es lo que contó el presbítero y confirmó la monja. El espectro del hijo de Zabazaque, que habló con el de Melchor una vez que coincidieron, mantiene otra versión muy diferente. Isabel de Peralta reclama el cadáver de su padre y lo vela y lo entierra y manda cantarle sus misas. Melchor murió de una enfermedad que nadie llegó a conocer. Los vecinos de esta villa se preguntan que pudo ser lo que pasó, pero se lo preguntan por entretener unas cuantas tardes de conversación, que tampoco les preocupa demasiado. Se me olvidaba decir que Rodrigo de Ojeda, el relojero que regía el reloj del ayuntamiento, murió este verano próximo pasado. Es la agonía de los tiempos, de los días y las horas. La historia emotiva de esta Guerra se va acabando, se acaba y se contradice a veces, se ahoga en el mar de Alborán que es un mar sin certezas, y a la vez se muere roja y difusa al caer la tarde tras la catedral de Baeza. En el verano la nómina completa de hortelanos quiere regar sus huertas y el agua escasea, hay disputas y peleas. Con las primeras tormentas de septiembre, con el agua que dejan de usar los que marcharon a la vendimia, se aplacan las diferencias que volverán a esta villa con los calores que vendrán nuevamente el verano entrante. En el mes de septiembre los capitanes Lope de Figueroa y Rodrigo de Benavides corrieron el Cehel obteniendo mísera recompensa. No consiguieron tesoros escondidos ni ocultos almacenes de pasas, higos, seda o trigo. Los capitanes apenas pudieron matar a cuatro viejos moros y a cuatro moras viejas, tan viejas y estropeadas que no valían para vender. Juan Zabazaque permaneció inmóvil cuando la chusma de los capitanes se abalanzó sobre él. El anciano venerable entornó los ojos, no sintieron el hierro su piel curtida ni sus carnes secas. Los soldados quisieron incendiar lo poco que quedaba de la alquería. Persuadidos de la incombustibilidad de las ruinas, se sentaron tranquilamente a comer cecina de infante granadino y a beber vino de sangre morisca. A la más vieja y fiel mujer de Zabazaque, la única que permaneció con él en la tierra de su vida y muerte, intentaron violarla. La vieja consiguió dejar de vivir y se pudrió antes de que los verdugos soltasen sus vergüenzas. Nuevamente ahorcaron al perro triste y famélico. Cuando esto estaba ocurriendo, al nieto de Juan Zabazaque le dio un vuelco el corazón en el bar Marisol, los pringosos clientes jugando a ser más listos que el moro y a regatearle. Al nieto le crujían las entrañas. Es la mañana de otro nuevo día en el Cehel. Ladran los perros muertos, picotean los pájaros el polvo de los cementerios, los barcos van y vienen del Estrecho ignorando a las dos orillas, en el Mulhacén las primeras nieves, entre las cepas y los almendros humillados los huesos de Juan Zabazaque y su vieja más fiel.

           Nuño de Mata también está loco. Esta historia emotiva trata del crepúsculo del pueblo de Dios y de la vida, aparentemente eterna, de los pueblos de otros dioses que viven junto a Granada. Granada bulle, pobre y magnífica desde antiguo, bajo la lluvia y la nieve azulada y rosada de la contrapuesta de sol en la sierra. Granada extraña, hoy distinta pero siempre igual. Dicen que pisamos el mismo lugar en el que hace siglos habitaba Granada y será verdad. Hacia Occidente escapa la luz y en el Mulhacén quedan los últimos colores reflejados en sus cristales de hielo. África siempre enfrente, entre brumas, mar por medio. Los barcos desde el Estrecho van y vienen sin mirarnos, ni a nosotros ni a ellos. Las dos orillas, la berberisca y esta, se miran asomándose por encima de las calimas. Alborán ínfima, insignificante, a medio camino en la divisoria de nuestras miradas. Vega adelante las últimas luces se alejan. Nuño de Mata es un loco que habla poco y que ríe solo, bebe solo, ojea el periódico con nerviosismo, aunque ya nada le interesa. Nuño finge gritar en alemán y en árabe, mira fijamente a los vecinos, los mira por encima de las gafas, los vecinos se inquietan, ignorantes de que es una mirada sin destinatario, una mirada al infinito. El musgo en las umbrías de los tejados rezuma humedad. Un pájaro en el alambre del teléfono, prosperan los negocios de la harina. El vascón era un tío serio y formal. Nuño mide con sus paseos de loco la acera opuesta al bar. Un lanrover embarrado, una moto escandalosa, los caballeros y los peones toman café. Nuño se frota las manos, se las acerca a la boca para calentarlas con el vaho. Los párvulos con su algarabía, los viejos aun acaparando el sol en el jardín, es otoño después del temporal. Nuño ríe a carcajadas y las buenas mujeres que van a la plaza de abastos rodean recelosas su rincón para mantenerlo a distancia. Nuño sube y baja la acera. Siete disparos rompen la mañana. Pedro de Tribaldos se asusta y derrama en la pechera el café hirviendo. Cafeses y coñases se casan y consuman su unión sobre el metal de la barra. Un borracho alaba a Dios y se admira de la grandiosidad de la tormenta, de la espectacularidad del trueno. Los restos del que no quiso ser suegro de Nuño olvidados y perdidos en el suelo. Los ojos abiertos del cadáver no llegaron a descubrir al autor de su muerte. Es otoño después del temporal. Los negocios de la harina prosperan y se funda, con subvenciones de la Junta, una sociedad anónima de comercialización de productos agrarios.

           Por carta de veintiocho de octubre el Rey Nuestro Señor comunicó al señor príncipe don Juan su deseo de sacar a todos los moros fuera del reino. El uno de noviembre se concentró al pueblo de Dios en iglesias y parroquias y se le arrojó la tierra adentro. Según Mármol, muchos pasaron a la Berbería con nombre de andaluces y ganaron al rey don Sebastián de Portugal la famosa batalla de Alcazarquivir (Mármol pp. 360-2). El día treinta de octubre se reconsideraron las licencias a los madereros que talan en las sierras de esta villa. El cinco del mismo mes hubo un crimen con dos víctimas en la casa del Aljibe y se limitó a un real el precio de la unidad de perdiz y conejo. La historia del pobre pueblo de Quesada es inacabable, monótona y menuda. Lo mismo pensaban los granadinos hasta que les llegó su hora. Tras licenciar a las milicias concejiles, don Juan abandonó Granada el cinco de noviembre. Quedaba bien asegurada y organizada la represión de los pertinaces. Dice Mármol que se les sometió con hierro, hambre y desventura.

           Los perros flacos y tristes, los perros hambrientos y huesudos, de ojos grandes y oscuros, repetidamente ahorcados y apaleados, son los únicos moriscos que sobreviven en el Cehel. Los perros de la Contraviesa no comen tocino ni beben vino. Seres despreciados, pasean por este olvidado rincón el escondido recuerdo de las desgracias de su pueblo. Se les conoce que son moros porque son los únicos en el Cehel que no comen tocino ni beben vino. Comer no comen nada, beber apenas beben la humedad de las nieblas que se levantan del mar. Salobre y milagrosa es su historia. Sólo hay Dios.

             Esta Guerra que se está acabando ha dislocado el mundo. Se comieron los soldados el pan, el mercado está desabastecido. Para remediar las hambres y las carestías no se venderá la libra de pan cocido a más de ocho mrs. La escasez es el signo de las vidas de estas pobres gentes. Fray García, abstemio por encadenado, suspira sus prisiones en una celda fría del convento del Señor San Juan. Nuevo prior de pulso firme gobierna el rebaño de fray Luis de Prados. Son las rutinas de esta villa tan pobre y necesitada, rutinas viradas en sepia, con un sabor rancio y antiguo que se adivina en el barniz del presente. Son tan rutinarias las horas de esta villa que se confunden pasado y futuro. También eran confusas y rutinarias las horas en la alquería del Cehel. Acude diciembre abrazado al invierno. En la cuneta de las carreteras cuatro nostálgicos recuerdan los antiguos caminos empedrados y recuerdan lo anchos y largos que eran los viajes de herradura, recuerdan a sus padres, a sus hermanos, a sus difuntos. En realidad esta vida consiste en acompañar a los muertos en sus entierros mientras van naciendo y creciendo los que nos acompañarán en el nuestro. Hace semanas se instalaron en el pueblo varias familias de moriscos deportados. A los moriscos desterrados en este pueblo los engañó y estafó un tal Jerónimo de Bustamante, alférez llegado de Flandes, que ante ellos fingió ser un Venegas y descendiente de los sultanes de Granada. Lo dice Julio Caro Baroja citando a un tal fray Marcos de Guadalajara, que escribió un papel titulado Prodición y destierro de los moriscos de Castilla hasta el valle de Ricote. A estos moriscos de Quesada los trajeron andando desde sus casas del Zenete y venían sangrados y ocultos en horribles llagas. Sus ojos se arrugaban y les caían lágrimas por las mejillas. El sudor, a pesar del invierno, deshidrataba sus cuerpos famélicos y anestesiaba sus penas. A los moros desterrados los juntaron en la plaza Pública, los sentaron en el cieno maloliente del empedrado, las gallinas picoteaban porquerías en los sumideros de las alcantarillas y cuatro municipales les apuntaban con arcabuces, vigilándolos como a terribles y peligrosos enemigos. Cientos y miles de vecinos curiosos rodeaban a los moros. Se asombraban al descubrir tan infelices a los demonios que desde tantos siglos atrás temieron. Los más fantásticos chiquillos inventaban cuentos alucinantes sobre alguno de ellos y se los susurraban a los compinches, señalando al monstruo vencido con el dedo. El moro monstruoso casi ni se daba por aludido. Levantando levemente los ojos hundía la cabeza entre las piernas maltrechas, absolutamente derrotado, completamente consumido. Fray García, desde una ventana del convento, acecha a los prisioneros. El espíritu del fraile salta por el aire gritando borracherías patrióticas. El espíritu de fray García, desbocado, vuela para ultrajar a viejas moras protestantes, pero en el tránsito encuentra un bar y se detiene y entra en él y pide lastimeramente por caridad un chato de vino para quien todo lo perdió defendiendo a su señor natural y a la religión verdadera. Un samaritano de los buenos invita a este espíritu fugado de su celda y fray García habla y no para, su verborrea inunda el local. Hasta en sueños se emborracha fray García, mañana se arrepentirá. En la Contraviesa el arado desenterró en una viña los huesos limpios de Juan Zabazaque. Alguien los confundió con restos de cepas muertas y así los huesos arden hoy en la chimenea y dan muy buenas ascuas para tostar almendras y asar tocinos, aroma de vino joven, esencias de lagar y suelos esquistosos. Anochece, dramáticas higueras desnudas en invierno, los almendros plagados de yemas que quieren empezar a brotar, un mulo en las cuestas de la vereda, la carretera serpentea por la cresta de la Contraviesa, una señal enmarcada en rojo anuncia curvas peligrosas sobre el mar, bajo la nieve. El concejo quiere construir una barca para cruzar el Guadiana Menor, quiere también contratar un maestro de gramática para que amanse al chiquillerío.

           Esta historia emotiva y casi verdadera de la Guerra de Granada se acabó. Se acabó Granada, extinguieron al pueblo de Dios. Adiós. Me despide en este final el Mulhacén, la tumba que fue del rey sultán Abul Hasán Alí, la más alta sierra que veo desde todas las partes en las que paro. Sólo hay Dios. En el cerro de San Miguel banderas tendidas y hachones de alquitrán, grandes voces.

           El veintitrés de febrero de mil quinientos setenta y uno el señor Lope de Saravia, regidor, requirió a los señores alcaldes ordinarios para que expulsasen de esta villa y su término a los moriscos que en ella viven desterrados. Los señores alcaldes dijeron que por horas aguardan mensajero de Corte sobre el negocio y que venido proveerán en justicia. No los pueden devolver a Granada porque Granada ya no existe, que con ella acabaron ambos dioses en sus querellas.

  

                                             FIN DE ESTA GUERRA

          

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