El
señor duque de Sesa partió de Órgiva el seis de abril. Aben Aboo le esperaba
con lo mejor de sus hombres en Poqueira. El señor duque lo esquivó y entró por
Ferreira acosado permanentemente por las guerrillas de Diego López. El día ocho
el señor duque tomó Pórtugos y organizó desde allí saqueos y brutales acciones
de reducción. Diego López rehusó el enfrentamiento directo y repartió a sus
monfíes para que desgastaran con pequeños picotazos a las fuerzas cristianas.
El día doce el señor duque de Sesa tomó Ugíjar. El segundo rey de los
andaluces, conocedor de que la debilidad cristiana era la codicia, tendió en el
puerto de la Ragua una emboscada al marqués de la Favara. El marqués marchaba a
Lacalahorra para dejar heridos y recoger provisiones. Diego López soltó ganados
para que la retaguardia del marqués se
entretuviera en robarlos y se dividiera la expedición. Aben Aboo, en la
parte más fragosa del camino, desbarató primero al centro y después a la
retaguardia. Murieron más de ochenta romanos, fue el dieciséis de abril. El
señor duque de Sesa intentó avanzar por Válor y Yegen. Los moros habían soltado
las acequias empantanando los campos. Azuzado siempre por el acoso de Aben
Aboo, el señor duque se retiró hasta Adra, adonde llegó con el ejército
extenuado y hambriento. Don Alonso de Granada Venegas, encargado de favorecer
la reducción por medios no militares, escribió una carta al rey de los
andaluces instándole a la negociación visto el declive de la causa granadina.
Diego López le contestó que los moros aún podían hacer mucho daño, le contestó
que a los de este reino no les quedaba ya que perder y que lo que les pudiera
venir ahora ya lo tenían tragado. Lo cuenta Mármol Carvajal en la página
trescientos treinta y seis.
En la alquería de Juan Zabazaque
termina el mes de abril. No ha caído una gota en lo que va de primavera, es
peligrosa la sequía para las cepas y los almendros infantiles, pero en esta
primavera no se pierde ninguna planta nueva porque ninguna se ha puesto, que no
son los tiempos de poner, que son más bien de arrancar. A la alquería de Juan
Zabazaque han llegado más refugiados. Los nuevos refugiados ni el hambre pueden
repartirse porque nada queda en las alacenas de Juan. Los nuevos refugiados
duermen todos al raso. No se hacinan en el cortijo porque el cortijo ya no
existe, está hundido. Como las tardes son largas, cálidas y secas, los ancianos
venerables las resuelven junto a Zabazaque sentados en el filo de la alberca.
El sol muere tras los múltiples cerros y sierras del sur de Granada, escasea la
nieve en el Mulhacén. Las mujeres de Juan Zabazaque y las mujeres de los
refugiados no tienen nada que barrer, nada que guisar, nada que lavar, recorren
fantasmalmente la ruina, chocan entre ellas al cruzarse bajo el inexistente
dintel de una antigua puerta. Los barcos van y vienen del Estrecho ajenos a las
desgracias de esta nación. Termina abril, el señor príncipe don Juan, el de
Lepanto, aloja su campo en los Padules. A los Padules acude don Alonso de
Granada Venegas y recibe instrucciones de continuar con las tareas de la negociación
del armisticio. Los refugiados de la alquería no se fían de los papeles
escritos, menos se fían de las palabras aunque sean dichas muy solemnemente.
Don Alonso de Granada Venegas se dirige a los moros por reducir con muy
hermosas promesas. Los refugiados del Cehel quieren embarcar en Castell y
pasarse a la Berbería. Los refugiados del Cehel piensan que allende viven
hermanos suyos del pueblo de Dios. Los refugiados abandonan el cortijo y bajan
a la playa camuflándose en las espesuras de los barrancos. Las mujeres de
Zabazaque se unen a los refugiados del pueblo que Dios, el romano, decidió
exterminar. Zabazaque no deja su casa, le acompañan el perro famélico y la
mujer más vieja y fiel. Zabazaque no quiere cruzar el mar porque la tierra del
pueblo de Dios es Granada y Granada ya no existe, los granadinos no son ni de aquí
ni de allá, sólo encontrarían algún descanso en Alborán, pero es una isla tan
pequeña que jamás nadie la pudo ver. El señor príncipe don Juan licenció a la
segunda compañía de Quesada poco después de alojarse en los Padules. Sólo la
soledad recibe a la segunda compañía que vuelve de servir al Rey Nuestro Señor.
La segunda compañía regresa cansada y herida, los soldados regresan unos
muertos y otros vivos. El muerto es Diego Serrano, el vecino de Vastián Cano el
mozo. Diego era un tío envidioso, marchó al frente para no ser menos que
Vastián. Diego no necesitaba los despojos del pueblo de Dios para labrase un
pozo porque su huerta cae por debajo del caz y le sobra el agua. El cadáver de
Diego Serrano regresa muy maloliente y descompuesto, los vecinos están hartos
de esta Guerra y ninguno pide que se bautice alguna calle con el nombre de
Diego Serrano, muerto por Dios y por la Patria. Regresa el cadáver de Diego
Serrano muy afligido y arrepentido de su sequedad y pequeñez de espíritu. El
destino golpeó al abanderado Cabrera, acarreador, con un golpe de fortuna. El
golpe feliz es una oveja blanca en la familia de golpes negros que acumula
Cabrera desde que nació. Cabrera, no importa cómo ni cuándo ni dónde, se ha
hecho con un pequeño pecio del naufragio granadino. Es poca cosa, apenas cinco
millones, pero como Juana es una madre muy apañada y discreta le sacará el
partido necesario. El partido necesario es poco más que nada, porque son una
madre y un hijo muy pobres, sus ambiciones son enanas, son una madre y un hijo
que parecen Edipo y su madre perdidos en una villa pobre y necesitada de una
provincia menor. El veintiocho de abril el señor duque de Sesa montó a sus
soldados y a sus artillerías en diecinueve galeras, desembarcó en Castell de
Ferro y le puso cerco. El señor duque cañoneó el lugar hasta desmoronar el
cerro que sustenta el castillo. Cuando se rindió Castell, el señor duque
encontró a miles de refugiados apiñados en las playas con la esperanza de
conseguir un hueco en el último convoy que partiera de Granada. Castell de
Ferro anticipándose varios siglos al puerto de Alicante. Con los cinco millones
se ha comprado Cabrera un cortijillo en el desierto, se ha comprado quince
cabras y veinte gallinas. En el cortijillo de Cabrera nace el trigo cada tres
años y no siempre, porque no siempre llueve lo suficiente cada tres años en este
erial. En el cortijillo de Cabrera la tierra malvive desnuda y pulverizada por
la sequía. En el cortijo de Cabrera hay ratones y conejos que todo lo devoran,
por cinco millones no podía esperar más. Cabrera está muy contento porque
creció tan desheredado que esta miseria le parece abundancia. El abanderado
Cabrera ha visto barrigas destripadas, muchos brazos y pies sin dueño muriendo
en los campos. El abanderado Cabrera conoce los truenos de pólvora y el brillo
rojo de las armas. Al abanderado Cabrera se le han asomado al bigote cuatro
pelos pioneros. Juana cuenta los huevos que han puesto las gallinas y ordeña
las cabras y con la leche y los huevos le hace natillas al abanderado. Cabrera
regresó menos pobre de la Guerra y se compró este útero en el desierto, para él
y para Juana Alviano. Juana le hace a su hijo natillas y flanes, picatostes y
tortillas de harina, roscos y gachas con miel. El sol muere tras la catedral de
Baeza y baña en sangre el atardecer, los conejos se asoman asombrados a la
entrada de las madrigueras, como si fuera nuevo este morir del sol a diario
repetido. Juana Alviano revuelve los pelos sucios de Cabrera y le acaricia los
carrillos rojos lamidos por el viento. Ningún enemigo se acerca por el camino
desolado.
Melchor de Peralta está muy
desmejorado, le tienen que tapar la nariz para que abra la boca porque se niega
a comer. Melchor no se levanta de la cama, se desahoga en una cuña cuando
avisa, que es casi nunca. Melchor dormita de día y vela de noche, los amigos y
los parientes se han cansado de visitarle porque ni los reconoce ni habla ni
escucha. Cuando Isabel compra el pan las vecinas le preguntan por la salud del
padre. Isabel contesta con resignación, interpretando su papel de hija sufrida
y paciente. Melchor no reacciona, no hay estímulo, remedio, medicinas que le
valgan. En primavera pájaros forasteros usurpan los álamos del jardín a los
palurdos gorriones, pájaros negros, de pecho encarnado, de coloristas y amplias
colas. Los gorriones comen en el embaldosado del suelo, los forasteros son muy
señoritos y no lo pisan. Los forasteros regresan todos los años. Los gorriones
y los álamos están a las duras y a las maduras. Por las mañanas se barren las
puertas, cada uno la suya. La mujer madura, gafas oscuras, vende iguales por
los bares. No usa bastón blanco, la guía su marido rural y fatalista. El marido
de cuando en cuando dice algo con voz muy poco comercial, muy malasombra, lo
dice para animar a la clientela remisa de su mujer. Melchor de Peralta ha
perdido completamente el juicio, todos los sábados se levanta de la cama y se
caga en las paredes, aúlla incansablemente horas y horas, los críos se acercan
a la calle para oírlo, le tienen un miedo supersticioso, agigantado por míticas
fantasías. Isabel de Peralta no puede con su alma, las amigas le aconsejan que
no sea tonta, que no se destroce la vida, que su padre no tiene remedio, que en
manos de profesionales estaría mejor atendido. Dos machos de gorrión se pelean por
una migaja. El reloj del ayuntamiento da la una, como hoy no es día de
mercadillo hay poca animación. Los loqueros se llevaron a Melchor atado, daba
pena verle. Melchor atado, aturdido, inconsciente. Los loqueros se mueven con
mucha seguridad, plenamente seguros de sus acciones, convencidos de ser el
brazo ejecutor de la ciencia infalible. Isabel llora en la puerta de su casa
consolada por las parientas y las vecinas, todas dudan de la licitud de este
destierro, todas razonan que la situación era insostenible y sin alternativa,
todas fueron quizá frívolas consejeras. En la comisión que discute y negocia el
final de esta Guerra, el Habaquí alega por parte mora el mal cumplimiento de
las salvaguardias del señor marqués de Mondéjar, las inicuas pragmáticas que
ocasionaron el presente levantamiento y la saca de moros a Castilla. El
Habaquí, delegado del rey de los andaluces, pide el indulto general y el
permiso para que la nación morisca continúe viviendo en Granada. El diecinueve
de mayo se firmó un acuerdo en el alojamiento de los Padules por el que los
moros aceptaban la rendición a cambio del perdón general, pero no consiguieron el
fin de los destierros. Aben Aboo ratificó lo firmado. Los moros se iban
reduciendo, los cristianos salían a los caminos y mataban y robaban a los
reducidos que acudían a concentrarse en los puntos prefijados para el éxodo. El
Habaquí quiso traicionar a Diego López y entregarlo vivo o muerto al Señor
príncipe don Juan. Cuando el rey de los andaluces lo supo, el Habaquí fue
ajusticiado. La traición del Habaquí y los robos y las muertes que se infería a
los moros de paces interrumpieron el negocio de la reducción voluntaria. El
señor príncipe ordenó que nuevamente se entrase en la Alpujarra por el este y
el oeste. En la boca del túnel de Ízbor una cuadrilla de soldados del Rey ha
caído sobre los refugiados que abandonaron el cortijo del Cehel. Los refugiados
planeaban embarcarse para cruzar el mar, pero cuando avistaron Castell de Ferro
les sorprendió el diluvio de huracanes que disparaba la artillería del señor
duque de Sesa. Los refugiados anduvieron desorientados por los montes hasta que
conocieron el ahora frustrado armisticio. Los refugiados reducidos iban a
concentrarse en Béznar. Los soldados del Rey matan a los moros, cautivan a los
moricos, violan a las moricas, a las moras les roban sus ajuares de colchas
bordadas, les arrancan los zarcillos de oro rajándoles las orejas. Los soldados
del Rey no pertenecen a ninguna secta demoníaca, que sólo se afilian al partido
de la codicia. Los soldados no se entretienen en descuartizar ritualmente a un
niño y es por eso que nos hemos quedado sin Santo Niño de Ízbor. El Santo Niño
dicen los romanos que era de La Guardia. A la entrada de todos los túneles,
puentes y recodos de carretera, cautivan y violan al pueblo de Dios. La afición
no le concede importancia a este genocidio, porque es genocidio en carnes
ajenas que distraídamente ven por las noches en la televisión.
En Quesada las emisoras de radio
suenan metálicas y con muchas interferencias, son una tormenta permanente. Esta
primavera no llueve y escasea el agua, las hierbas de abril y de mayo mueren
secas al nacer, las motos revientan de ruidos la calle y la radio retiembla,
retiembla como si emitiera un terremoto. Leonís ha dejado su cargo de fiel
almotacén, no le correspondía hasta agosto, pero lo deja ahora porque Sosiego
se ensaña con él y Melchor de Peralta ya no le puede proteger. La villa entera
asiste indiferente a su calvario, nadie le ayuda, nadie le consuela. Es la
suerte que disfruta Cabrera, que tiene a su madre para que le acaricie los
pelos pringosos. Cabrera, abanderado que fue de la segunda compañía, no necesita padecer penas concretas
para que lo consuelen, porque Juana Alviano lo hace diariamente, a todas horas,
sin esperar motivo, sin esperar petición. Leonís ha dejado el cargo para que
Sosiego le olvide pero Sosiego no ataca al cargo que ataca a Leonís, es una
cuestión personal. El acoso de Sosiego no pretende ya ser gracioso, es
directamente feroz y sádico. Leonís recorre los bares del pueblo a la busca de
una mirada amiga. Leonís está acabado. Granada está acabada. Esta Guerra está
acabada, está acabando rápidamente. En este final los meses duran menos, los
primeros días de unas vacaciones se hacen minuto a minuto pero después, al
final, se escapan como el agua entre los dedos. La viuda del vascón y sus tres
hijos, los racionales y el disoluto, emigran a Barcelona. Los herederos de Juan
de Alcalá Amurrio no han heredado nada, S.M. se quedó con todo el capital, no
tienen coche y se montan en el autobús que los lleva a coger el tren en Linares‑Baeza.
Pedro de Tribaldos se ha comprado un video para ver pornografía en soledad, pero
nunca consigue acercarse sereno al aparato y no le saca provecho. No es el
principio del fin, es el final. Juan de Alcalá Amurrio fue un hombre honrado y
cabal, que no dio materia a las lenguas deslenguadas. Fue un tío serio y formal
y mira tú como le pagó la vida, que murió por culpas ajenas y nada le pudo
dejar a sus herederos. Sus herederos se ven ahora en el trance de emigrar.
Leonor Jiménez, natural de Valdepeñas de Jaén, viuda, cuando el autobús pasa
por el puente Primero, a la salida de esta villa, tira por la ventanilla la
estampa de la Virgen de Tíscar enmarcada en madera pintada con purpurina.
Leonor Jiménez, enloquecida por el dolor, no sabe lo que hace y hay que
perdonarla. La viuda dice que la Virgen de Tíscar no es una diosa verdadera
sino un vil e inútil santo de palo como a la vista ha quedado. A la vista está
cómo abandonó a esta familia honrada. Los angelillos culones no se preocupan por
sus posibles heridas y acuden presurosos a rescatar a su dueña del polvo de la
cuneta. La Virgen no le guarda rencor a la viuda de Juan de Alcalá, la Virgen no
tiene mala conciencia como fray Luis, porque vive en una sierra remota y poco
puede ella hacer frente al Rey Nuestro Señor. Gonzalo del Salto Fuertes
consuela al padre prior del convento del Señor San Juan, pero le sale muy mal
el consuelo porque no está acostumbrado a consolar y no tiene práctica, está
acostumbrado a que sea fray Luis quien le consuele a él. Es de nuevo verano y
de nuevo las calimas ensangrentadas despiden al sol por la catedral de Baeza.
Es el verano y son los calores. El espectro de Pedro Martel estaba un poco
alelado y no encontraba el camino de vuelta a esta villa y andaba perdido por
esos mundos. A la viuda de Pedro Martel la compraron unos tratantes de ganado
que la paseaban por toda Europa buscando quién la quisiese. El día dieciseis de
julio, en el extranjero y por casualidad, el espectro de Pedro Martel encontró
a su viuda y se fugó con ella y desde entonces viven felices andando tierras
extrañas donde nadie los conoce. A la viuda de Diego Serrano le ha comprado la
huerta Vastián Cano. La huerta de Diego linda con el haza de Vastián. El haza
ya es huerta porque Vastián labró un pozo con las despojos del pueblo de Dios.
El haza está muy bien abancalada. Vastián trapichea mucho y está haciendo sus
buenos dinerillos. Nuño de Mata aprobó sus exámenes de loco oficial. Nuño hace
como si hubiera olvidado a Elvira, Nuño hace como si hablara alemán y árabe y
le larga discursos vibrantes a los desocupados de la plaza Pública. Fray Luis
de Prados, prior del convento del Señor San Juan, es temido por todo el pueblo
porque es un fraile descreído y raro que, dicen, tiene mano con las fuerzas
soterradas al servicio del ángel caído. Fray Luis es un descreído inflexible y
duro, vive en un castillo de aparente poder y es, de puro solitario, egoísta y
a veces cruel. ¿Cuánta miseria encubrirá ante los propios ojos y ante los
ajenos esta dureza fingida? No pudiendo soportar la distancia entre su
desvalimiento interior y una apariencia pública que le obligaba a no
desfallecer jamás, se suicidó teatralmente el quince de agosto de mil
quinientos setenta. Fue al paso de la procesión por la puerta del convento del
señor San Juan, con todo el pueblo delante. Y al poco otro verano que se acaba,
se acaba como se está acabando Granada. Y comienza el otoño que pronto también morirá.
Antonio Moreno es un roturador impenitente. Desde que nació rotura sin sentido
y sin plan, es una hormiga ciega sobre la piel ácida de esta tierra que es
cualquier tierra. El mesonero tocayo le estafó los sudores de su primera vida,
se le llama vida por darle un nombre, aunque tampoco era exactamente miseria.
Es Antonio Moreno que rotura el monte noche y día, el sol y la luna le
acompañan, los conmovidos marranos jabalises le aligeran el trabajo derribando
árboles a dentelladas, una urraca ladrona le roba el tabaco y el vino. Mientras
se acaba otro verano una partida de monfíes sin esperanza degüella al roturador
impenitente en su monte apartado. El espectro del hijo del Zerrea de Zújar
gobierna a los desesperados. No han comido hace seis días, revuelven las
escaseces de Antonio Moreno. El hijo del Zerrea, abatido y humillado por su
ínfima victoria, roe el poco pan de Antonio Moreno y guarda otro poco para el
espectro de su compañera, que con las otras espectrales mujeres aguarda
escondida en lo hondo de una rambla lejana. El pan de Antonio Moreno es duro
como pata de santo, los jabalises escapan con el queso, que antes de que lo
limpien ajenos lo limpian ellos que son amigos, la urraca cae borracha desde
una peña. Era cuando acababa el verano, Antonio Moreno murió a manos de los
monfíes al pie de su roturación. Mediante un nuevo ardid, otra vez con la
complicidad de Lope de Saravia, el mesonero repite maniobra y de nuevo arranca
estos últimos sudores de Antonio Moreno. El mesonero se saca de la manga un papel
que demuestra cómo el roturador roturaba a jornal por cuenta suya. Lope,
acuciado por el módico, menea los palillos y legaliza el golpe. Con poco dinero
Antonio de Baeza termina de arreglar el quiñón. Son los tiempos que se acaban y
que si no se acaban antes es porque se agitan, se mueven mucho y dificultan el
disparo a los tiradores. Leonís también emigra, Sosiego no le deja vivir. Antes
de montarse en el tren Leonís se despide de Melchor. En la estación de
autobuses pregunta por el manicomio y no saben indicarle, porque nadie va por
allí, solo los inquilinos y los loqueros que los gobiernan. Tras mucho andar lo
encuentra y se despide de Melchor, que es un despojo vegetal. Leonís llora
abrazado a los restos de su protector. Leonís espera el tren, parten trenes que
van a la vendimia de Francia. Leonís llora en su vagón entre soldados y
estudiantes. Bartolomé Alviano por una vez en su vida tiene suerte, dicen que
tiene suerte, se ha colocado de vigilante nocturno en unas obras. Ha sido por
ahí, por una capital de esas. Las tardes de domingo su mujer y sus hijos lo
visitan en el tajo, muy arreglados. Se sientan de mayor a menor, muy formales.
Bartolomé friega el ochocientos cincuenta aparcado a la sombra del piso piloto,
el calor se alivia en las tardes de septiembre, murciélagos y pájaros en ensordecedor
desorden. La familia de Alviano vive en un octavo. La línea Baeza‑Utiel se
frustró en un aborto provocado y el tren debe subir Mancha arriba para luego doblar
a Levante. Leonís se arrepiente ahora del viaje. Leonís montado en el vagón
repleto de soldados. Leonís añora su pueblo y su plaza Pública, sus peligros
conocidos, el cieno del invierno en el empedrado de las calles y las tardes
tibias en las terrazas de los bares. Leonís añora la protección de Melchor.
Melchor continúa oficialmente en el reino de los vivos, con esto de las
comunicaciones prodigiosas y las economías de escala se han hundido las
fronteras entre los reinos de los muertos y las repúblicas de los vivos. A los
soldados del vagón de Leonís les huelen los pies. Cae el sol cuando el tren va
dejando atrás la provincia y perdiéndose a lo lejos, tras los cerros de
Vilches, tras la Loma, se adivina el atardecer en esta villa tan pobre y
necesitada. A Leonís le exigen las tripas bajarse en la primera estación y
regresar vestido de hijo pródigo. A Leonís le falta valor incluso para escapar
del infierno en que vivía. Bartolomé Alviano y su familia son extras en una
película satírica de costumbrismo suburbial. Pasado Despeñaperros la noche
cierra tinieblas y con la luz cutre del vagón bailan los humos de los tabacos y
los regüeldos del cansancio. Leonís cena chorizo y pan, el padre de un
emigrante ya veterano, al que su hijo ha convertido en abuelo, le ofrece queso
y vino. Tufillos de pimentón y grasa rancia en los vagones del expreso. Leonís
está más animado, Leonís no puede volver a esta villa porque Sosiego terminaría
crucificándolo, ha sido solo un mal momento el que ha pasado, es natural que le
espante lo nuevo y desconocido. Leonís se levanta a mear, en el retrete un
quinto con diarrea.
Ejerce de puntillero en esta Guerra el
señor comendador de Castilla. Partió el comendador para la definitiva entrada
en la Alpujarra el día dos de septiembre. La expedición fue de tierra quemada y
se crearon cuadrillas de exterminio. El día ocho alcanzó Poqueira y el nueve
Pitres. Poqueira y Ferreira arden, los ríos y los barrancos se desbordan y
encharcan de sangre las huertas taladas, las aguas del Guadalfeo arrastran
cadáveres hasta el mar de Alborán. Don Lope de Figueroa y don Rodrigo de
Benavides, hombres del comendador, corrieron el Cehel para dar el tiro de
gracia. No encontraron un rico botín, apenas cuatro moros caducos y moribundos.
Los soldados del comendador de Castilla asolaron la Alpujarra entera, los moros
se refugiaban en cuevas, los soldados los rendían asfixiándoles con lumbres que
encendían en la entrada. Los soldados del Rey Nuestro Señor arcabuceaban a los
rendidos. A los moricos, moras y moricas, los violaban y vendían. Murieron en
las cuevas de los Bérchules hasta setenta granadinos. En las de Cástaras y
Tímar noventa y nueve. En otra de Mecina Bombarón se capturaron doscientos
sesenta, murieron ciento veinte. A don Diego López Aben Aboo, segundo rey de
los andaluces, fugitivo en su propio reino, lo traicionarán en una cueva de los
Bérchules el mes de marzo del año de que viene. El apocalipsis despierta las
neuronas moriscas. Las neuronas moriscas trabajan a tal velocidad que la agonía
se les antoja infinita, inacabable, eterna. Los moricos y las moras y las
moricas sufren las babas y las barbas pinchosas de la milicia de S.M.
Se han producido en estos términos
ataques suicidas de monfíes desesperados. Los monfíes ya no son guerreros de su
causa, son partidas sueltas que sobreviven en las sierras atacando a cristianos
solitarios. No los atacan para alcanzar la edad dorada del milenio, lo hacen
solo para robar y comer. Los vecinos de esta villa no se atreven a salir al
campo y no siembran ni avían los barbechos. Cincuenta tiradores y diez caballos
rastrean el monte persiguiendo a los matadores de Antonio Moreno. En la
alcaidía de esta villa hay presos unos moros reducidos que se entregaron a la
autoridad del concejo para librarse de sus hambres y fatigas. Al amanecer del
veintitrés de septiembre Melchor de Peralta murió en el manicomio de Jaén. Solo
estaban presentes una monja y el capellán, que acudió sin que nadie le llamara,
por su vocación de salvar armas. En los agónicos minutos finales el capellán
consiguió arrancar a Melchor confesión de Fe. Eso es lo que contó el presbítero
y confirmó la monja. El espectro del hijo de Zabazaque, que habló con el de
Melchor una vez que coincidieron, mantiene otra versión muy diferente. Isabel de
Peralta reclama el cadáver de su padre y lo vela y lo entierra y manda cantarle
sus misas. Melchor murió de una enfermedad que nadie llegó a conocer. Los
vecinos de esta villa se preguntan que pudo ser lo que pasó, pero se lo
preguntan por entretener unas cuantas tardes de conversación, que tampoco les
preocupa demasiado. Se me olvidaba decir que Rodrigo de Ojeda, el relojero que regía
el reloj del ayuntamiento, murió este verano próximo pasado. Es la agonía de
los tiempos, de los días y las horas. La historia emotiva de esta Guerra se va
acabando, se acaba y se contradice a veces, se ahoga en el mar de Alborán que
es un mar sin certezas, y a la vez se muere roja y difusa al caer la tarde tras
la catedral de Baeza. En el verano la nómina completa de hortelanos quiere
regar sus huertas y el agua escasea, hay disputas y peleas. Con las primeras
tormentas de septiembre, con el agua que dejan de usar los que marcharon a la
vendimia, se aplacan las diferencias que volverán a esta villa con los calores
que vendrán nuevamente el verano entrante. En el mes de septiembre los
capitanes Lope de Figueroa y Rodrigo de Benavides corrieron el Cehel obteniendo
mísera recompensa. No consiguieron tesoros escondidos ni ocultos almacenes de
pasas, higos, seda o trigo. Los capitanes apenas pudieron matar a cuatro viejos
moros y a cuatro moras viejas, tan viejas y estropeadas que no valían para
vender. Juan Zabazaque permaneció inmóvil cuando la chusma de los capitanes se
abalanzó sobre él. El anciano venerable entornó los ojos, no sintieron el
hierro su piel curtida ni sus carnes secas. Los soldados quisieron incendiar lo
poco que quedaba de la alquería. Persuadidos de la incombustibilidad de las
ruinas, se sentaron tranquilamente a comer cecina de infante granadino y a beber
vino de sangre morisca. A la más vieja y fiel mujer de Zabazaque, la única que
permaneció con él en la tierra de su vida y muerte, intentaron violarla. La vieja
consiguió dejar de vivir y se pudrió antes de que los verdugos soltasen sus
vergüenzas. Nuevamente ahorcaron al perro triste y famélico. Cuando esto estaba
ocurriendo, al nieto de Juan Zabazaque le dio un vuelco el corazón en el bar
Marisol, los pringosos clientes jugando a ser más listos que el moro y a
regatearle. Al nieto le crujían las entrañas. Es la mañana de otro nuevo día en
el Cehel. Ladran los perros muertos, picotean los pájaros el polvo de los
cementerios, los barcos van y vienen del Estrecho ignorando a las dos orillas,
en el Mulhacén las primeras nieves, entre las cepas y los almendros humillados
los huesos de Juan Zabazaque y su vieja más fiel.
Nuño de Mata también está loco. Esta
historia emotiva trata del crepúsculo del pueblo de Dios y de la vida, aparentemente
eterna, de los pueblos de otros dioses que viven junto a Granada. Granada bulle,
pobre y magnífica desde antiguo, bajo la lluvia y la nieve azulada y rosada de
la contrapuesta de sol en la sierra. Granada extraña, hoy distinta pero siempre
igual. Dicen que pisamos el mismo lugar en el que hace siglos habitaba Granada y
será verdad. Hacia Occidente escapa la luz y en el Mulhacén quedan los últimos
colores reflejados en sus cristales de hielo. África siempre enfrente, entre
brumas, mar por medio. Los barcos desde el Estrecho van y vienen sin mirarnos,
ni a nosotros ni a ellos. Las dos orillas, la berberisca y esta, se miran
asomándose por encima de las calimas. Alborán ínfima, insignificante, a medio
camino en la divisoria de nuestras miradas. Vega adelante las últimas luces se
alejan. Nuño de Mata es un loco que habla poco y que ríe solo, bebe solo, ojea
el periódico con nerviosismo, aunque ya nada le interesa. Nuño finge gritar en
alemán y en árabe, mira fijamente a los vecinos, los mira por encima de las
gafas, los vecinos se inquietan, ignorantes de que es una mirada sin
destinatario, una mirada al infinito. El musgo en las umbrías de los tejados
rezuma humedad. Un pájaro en el alambre del teléfono, prosperan los negocios de
la harina. El vascón era un tío serio y formal. Nuño mide con sus paseos de
loco la acera opuesta al bar. Un lanrover embarrado, una moto escandalosa, los
caballeros y los peones toman café. Nuño se frota las manos, se las acerca a la
boca para calentarlas con el vaho. Los párvulos con su algarabía, los viejos
aun acaparando el sol en el jardín, es otoño después del temporal. Nuño ríe a
carcajadas y las buenas mujeres que van a la plaza de abastos rodean recelosas su
rincón para mantenerlo a distancia. Nuño sube y baja la acera. Siete disparos rompen
la mañana. Pedro de Tribaldos se asusta y derrama en la pechera el café
hirviendo. Cafeses y coñases se casan y consuman su unión sobre el metal de la
barra. Un borracho alaba a Dios y se admira de la grandiosidad de la tormenta,
de la espectacularidad del trueno. Los restos del que no quiso ser suegro de
Nuño olvidados y perdidos en el suelo. Los ojos abiertos del cadáver no llegaron
a descubrir al autor de su muerte. Es otoño después del temporal. Los negocios
de la harina prosperan y se funda, con subvenciones de la Junta, una sociedad
anónima de comercialización de productos agrarios.
Por carta de veintiocho de octubre el
Rey Nuestro Señor comunicó al señor príncipe don Juan su deseo de sacar a todos
los moros fuera del reino. El uno de noviembre se concentró al pueblo de Dios
en iglesias y parroquias y se le arrojó la tierra adentro. Según Mármol, muchos
pasaron a la Berbería con nombre de andaluces y ganaron al rey don Sebastián de
Portugal la famosa batalla de Alcazarquivir (Mármol pp. 360-2). El día treinta
de octubre se reconsideraron las licencias a los madereros que talan en las sierras
de esta villa. El cinco del mismo mes hubo un crimen con dos víctimas en la
casa del Aljibe y se limitó a un real el precio de la unidad de perdiz y
conejo. La historia del pobre pueblo de Quesada es inacabable, monótona y
menuda. Lo mismo pensaban los granadinos hasta que les llegó su hora. Tras
licenciar a las milicias concejiles, don Juan abandonó Granada el cinco de
noviembre. Quedaba bien asegurada y organizada la represión de los pertinaces.
Dice Mármol que se les sometió con hierro, hambre y desventura.
Los perros flacos y tristes, los
perros hambrientos y huesudos, de ojos grandes y oscuros, repetidamente
ahorcados y apaleados, son los únicos moriscos que sobreviven en el Cehel. Los
perros de la Contraviesa no comen tocino ni beben vino. Seres despreciados,
pasean por este olvidado rincón el escondido recuerdo de las desgracias de su pueblo.
Se les conoce que son moros porque son los únicos en el Cehel que no comen
tocino ni beben vino. Comer no comen nada, beber apenas beben la humedad de las
nieblas que se levantan del mar. Salobre y milagrosa es su historia. Sólo hay
Dios.
Esta Guerra que se está
acabando ha dislocado el mundo. Se comieron los soldados el pan, el mercado
está desabastecido. Para remediar las hambres y las carestías no se venderá la
libra de pan cocido a más de ocho mrs. La escasez es el signo de las vidas de
estas pobres gentes. Fray García, abstemio por encadenado, suspira sus
prisiones en una celda fría del convento del Señor San Juan. Nuevo prior de
pulso firme gobierna el rebaño de fray Luis de Prados. Son las rutinas de esta
villa tan pobre y necesitada, rutinas viradas en sepia, con un sabor rancio y
antiguo que se adivina en el barniz del presente. Son tan rutinarias las horas
de esta villa que se confunden pasado y futuro. También eran confusas y
rutinarias las horas en la alquería del Cehel. Acude diciembre abrazado al
invierno. En la cuneta de las carreteras cuatro nostálgicos recuerdan los antiguos
caminos empedrados y recuerdan lo anchos y largos que eran los viajes de
herradura, recuerdan a sus padres, a sus hermanos, a sus difuntos. En realidad
esta vida consiste en acompañar a los muertos en sus entierros mientras van
naciendo y creciendo los que nos acompañarán en el nuestro. Hace semanas se
instalaron en el pueblo varias familias de moriscos deportados. A los moriscos
desterrados en este pueblo los engañó y estafó un tal Jerónimo de Bustamante,
alférez llegado de Flandes, que ante ellos fingió ser un Venegas y descendiente
de los sultanes de Granada. Lo dice Julio Caro Baroja citando a un tal fray
Marcos de Guadalajara, que escribió un papel titulado Prodición y
destierro de los moriscos de Castilla hasta el valle de Ricote. A estos moriscos de Quesada los trajeron
andando desde sus casas del Zenete y venían sangrados y ocultos en horribles
llagas. Sus ojos se arrugaban y les caían lágrimas por las mejillas. El sudor, a
pesar del invierno, deshidrataba sus cuerpos famélicos y anestesiaba sus penas.
A los moros desterrados los juntaron en la plaza Pública, los sentaron en el
cieno maloliente del empedrado, las gallinas picoteaban porquerías en los
sumideros de las alcantarillas y cuatro municipales les apuntaban con arcabuces,
vigilándolos como a terribles y peligrosos enemigos. Cientos y miles de vecinos
curiosos rodeaban a los moros. Se asombraban al descubrir tan infelices a los
demonios que desde tantos siglos atrás temieron. Los más fantásticos chiquillos
inventaban cuentos alucinantes sobre alguno de ellos y se los susurraban a los
compinches, señalando al monstruo vencido con el dedo. El moro monstruoso casi
ni se daba por aludido. Levantando levemente los ojos hundía la cabeza entre
las piernas maltrechas, absolutamente derrotado, completamente consumido. Fray
García, desde una ventana del convento, acecha a los prisioneros. El espíritu
del fraile salta por el aire gritando borracherías patrióticas. El espíritu de
fray García, desbocado, vuela para ultrajar a viejas moras protestantes, pero en
el tránsito encuentra un bar y se detiene y entra en él y pide lastimeramente
por caridad un chato de vino para quien todo lo perdió defendiendo a su señor
natural y a la religión verdadera. Un samaritano de los buenos invita a este
espíritu fugado de su celda y fray García habla y no para, su verborrea inunda
el local. Hasta en sueños se emborracha fray García, mañana se arrepentirá. En
la Contraviesa el arado desenterró en una viña los huesos limpios de Juan
Zabazaque. Alguien los confundió con restos de cepas muertas y así los huesos
arden hoy en la chimenea y dan muy buenas ascuas para tostar almendras y asar tocinos,
aroma de vino joven, esencias de lagar y suelos esquistosos. Anochece, dramáticas
higueras desnudas en invierno, los almendros plagados de yemas que quieren
empezar a brotar, un mulo en las cuestas de la vereda, la carretera serpentea
por la cresta de la Contraviesa, una señal enmarcada en rojo anuncia curvas
peligrosas sobre el mar, bajo la nieve. El concejo quiere construir una barca
para cruzar el Guadiana Menor, quiere también contratar un maestro de gramática
para que amanse al chiquillerío.
Esta historia emotiva y casi verdadera de la Guerra de
Granada se acabó. Se acabó Granada, extinguieron al pueblo de Dios. Adiós. Me
despide en este final el Mulhacén, la tumba que fue del rey sultán Abul Hasán
Alí, la más alta sierra que veo desde todas las partes en las que paro. Sólo
hay Dios. En el cerro de San Miguel banderas tendidas y hachones de alquitrán,
grandes voces.
El veintitrés de febrero de mil quinientos setenta y uno el
señor Lope de Saravia, regidor, requirió a los señores alcaldes ordinarios para
que expulsasen de esta villa y su término a los moriscos que en ella viven
desterrados. Los señores alcaldes dijeron que por horas aguardan mensajero de Corte
sobre el negocio y que venido proveerán en justicia. No los pueden devolver a
Granada porque Granada ya no existe, que con ella acabaron ambos dioses en sus
querellas.
FIN
DE ESTA GUERRA
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