El hermano portero del convento de los frailes del Señor San Juan es piadoso y discreto y para limpiar sus pecados se ha impuesto la penitencia de no echar la siesta, pero no lo consigue, porque en el fresco del portal de su incumbencia es difícil sustraerse a la tentación.
Con unos pocos truenos y relámpagos, con chaparrones que empapan de humedad los primeros calores, se acerca el verano y es imparable su llegada. Cuando lo hace se abrasan los musgos de los tejados, se apagan las chimeneas, de nuevo los horizontes acogen calimas, los baristas sacan al jardín mesas y sillas. En la fresca umbría del portal del Señor San Juan dormita el hermano portero. La siesta silenciosa y plana se rompe con el griterío que sucede a unos aldabonazos destemplados. El hermano portero, en la expresión se le conoce que le han dislocado el reposo, se caga sesenta millones de veces en la madre que parió a los chiquillos estos que son los únicos, junto a las avispas, lo suficientemente fuertes como para enfrentarse a la flama de la tarde. Desde sus celdas los hermanos del Señor San Juan protestan el escándalo en horas tan intempestivas, les trae sin cuidado que sea culpable el portero o que lo sea el chiquillerío. El cielo es blanco y no hay una sola nube. Por las mañanas, antes del mediodía, todavía se puede respirar y los jubilados entretienen sus ratos contando historias que ya conocen todos y hablan de siete mil cosas, la mayoría antiguas, las menos, recientes.
—¿Qué será del hijo de Alonso de Mata, el tonto aquel que perdió el juicio si es que alguna vez lo tuvo?
El día dos de junio Aben Humeya partía de Ugíjar con su tío el Zaguer, Jerónimo el Maleh y otros. El rey de los andaluces quería desbaratar al señor marqués de los Vélez, que por entonces se alojaba en Órgiva. Dos mil mártires por la ley de Mahoma, que hacían cabeza de la columna, arrollaron fanática y temerariamente los puestos centinelas y a punto estuvieron de apresar al propio marqués. Pasadas las primera furias, los gritos y las algazaras moras, comenzaron a perder terreno y ya con las primeras luces del nuevo día se dieron a la fuga. El señor marqués de los Vélez reorganizó su campo en Adra, donde era más fácil el avituallamiento. El mismo día dos, de madrugada, don Antonio de Luna asaltó las Albuñuelas y mató a todos los habitantes moros. A Santamaría, alguacil del lugar, moro amarillo, agente encubierto, no lo pudieron salvar (aunque se intentó) de tan grande que fue el frenesí de la tropa. Don Juan, el de Lepanto, mandó que las mil quinientas cautivas que se hicieron se repartiesen entre los soldados.
Ideal, Diario Regional de Andalucía Oriental, prensa de curas, adicta, del bando del rey Nuestro Señor, periódico que ganó la guerra y milenio este último que hubo, más que titular grita en portada, a cuatro columnas, la llegada a la ciudad capital de esta Guerra del señor príncipe don Juan, el que se hará famoso en Lepanto. Dice Ideal que la llegada del señor príncipe supone el final de la época de las capitulaciones y que supone, además, un revés definitivo para la influencia del señor marqués de Mondéjar en esta provincia tan soliviantada. Meses después Nuño de Mata ojea el número meses atrasado y pasa las páginas con rapidez y nervio, buscando en la sección de sucesos. El fugitivo imaginario Nuño de Mata, natural de Quesada, villa del Santo Reino, arzobispado de Toledo, ojea el Ideal, Diario Regional de Andalucía Oriental, en la barbería de un barbero emigrado a Barcelona que es natural de la ciudad de Baza y de cuando en cuando recibe la prensa de su patria. El fugitivo Nuño de Mata, disimulado en su disfraz de viajante comercial, ojea el periódico buscando las páginas de sucesos y no las encuentra. Está tan alborotado el reino que la sección de sucesos ha pasado a llamarse sección de alevosos asesinatos de mártires y otros crímenes contra los fieles a S.M.
—¿Vd. es viajante? Cosa rara que venga de allí un viajante. La costumbre es que los viajantes, al menos las firmas que representan, sean de aquí y viajen por allí.
Nuño contesta con un esquivo gruñido que vale por monosílabo afirmativo y continúa a lo suyo, leyendo con angustia la relación de prófugos de la justicia que publica el pío diario.
—Lo malo de estos milenios es que se mata a tanta gente que con la abundancia se distrae la atención y los aficionados no sabemos ya a qué crimen acudir. El crimen bien dosificado es buen remedio para la monotonía, pero esto de ahora es un agobio...
El barbero habla por los codos y da conversación, el servicio está incluido en el precio. Nuño de Mata no localiza su nombre en la lista de buscados, será porque las listas son provinciales y este papel es de Granada y él es de Jaén. Si estuviera en Madrid con acercarse a cualquier barrio popular, al Pozo del Tío Raimundo, y gritar ¡Viva la Virgen de Tíscar! se vería rodeado por legión de paisanos y alguno habría que le pudiera informar de su caso. Como Nuño está en Barcelona y no conozco las costumbres, no sé si le valdría el método. No sé si los quesadeños emigrados a Barcelona acuden al grito de ¡Viva la Virgen de Tíscar! Imagino que sí. Nuño de Mata pasea sus tristes amores por los reinos de S.M. y son tantos los miedos que no le dejan razonar, que si fríamente lo pensara vería como, aunque fuese realmente un asesino no habría cuidado, porque no están los tiempos para que se entretengan las justicias en casos de amores de menor cuantía.
El día veinte de junio el concejo decidió que, como la villa necesitaba armas para defenderse de los moros fronteros, fuese el regidor Lope de Saravia a las ciudades de Úbeda y Baeza y que buscase arcabuces y que de los que encontrase en buen uso comprase hasta cien y que le acompañase Alonso Sánchez, cazador, como persona sabedora y entendida en armas de todo tipo. En la segunda mitad de junio los más sofocantes calores se vienen encima, secan los panes y abrasan las hierbas que los temporales de abril y los chaparrones de mayo criaron en las lindes y en los ribazos de los caminos. A finales de junio los campos se inundan de segadores a jornal que, aplastados por el sol del estío y cegados por las calimas de fuego, recogen los trigos y las cebadas. Lope de Saravia y Alonso Sánchez, el cazador de las Ubillas, salieron con la fresca del día veintitrés. En la segunda mitad del mes de junio de mil quinientos sesenta y nueve, S.M. transmitió a las autoridades de Granada que era su deseo sacar a todos los moros de la ciudad, especialmente del Albaicín. El día veintitrés el señor príncipe don Juan apercibió a la tropa y mandó pregonar un bando para que todos los moros mayores de diez años y menores de sesenta se juntasen en sus respectivas parroquias. El viernes veinticuatro los trasladaron al Hospital Real, donde los apuntaban en una nómina que hacían los escribanos. Por la calle Elvira iban los moros gimiendo, dejando atrás sus casas, sin saber de cierto lo que se haría con ellos. Uno de los capitanes que escoltaban a los desterrados puso sobre la pica un crucifijo vestido con un velo negro. Los moros y las moras tomaron el suceso como presagio funesto. Una mora aulló (Mármol pp. 277-8):
—¡Oh desventurados de vosotros, que os llevan al degolladero! ¿Cuánto mejor os fuera morir en las casas donde nacisteis?
En el Campo del Triunfo un morillo sin seso, o quizás valiente y lúcido, le dio un ladrillazo a un soldado y se hubiera seguido gran matanza si no se interpone para evitarlo el mismísimo señor príncipe. Desde el Hospital Real los desperdigaron por los pueblos y ciudades de Andalucía. En Granada sólo quedaron algunas mujeres, los niños, los viejos y los que ejercían oficio necesario para la ciudad y de difícil sustitución. Banderas negras de luto en la Vela. El mediodía se hace noche para no romper el duelo con su luz. Negras las torres de San Juan, de San Nicolás, de todo el santoral que sucedió a las mezquitas y heredó sus cimientos. Lloran las piedras del romance de Mariana Pineda, lloran las locas reliquias del cerro de Valparaiso, lloran los tilos de Bibarrambla, los maizales y los marjales de tabaco en la Vega, las pitas y las chumberas de San Miguel, los lienzos que quedan de las murallas, las nieves de la Sierra, los darros lloran las tristezas de este adiós. Adiós Granada. Ha muerto Granada y no quedan más que algunas paredes escondidas, viejas y sucias, que sólo ante los viajeros forasteros se dejan ver.
Con todos los traficantes de Úbeda y Baeza, así públicos como privados, trataron Lope de Saravia y Alonso Sánchez el cazador. Alonso examinaba los arcabuces y unos los aprobaba y otros no, pero Lope a ningún proveedor le aceptaba el precio. De este decía que cobraba caro, de aquel que no se fiaba... Por alta que fuese la comisión que le ofrecieran, Lope no tragaba. Alonso llegó a pensar que Lope vino determinado a no comprar ningún arma. Cuando ya habían visitado a todo el gremio de Úbeda y Baeza, Lope despachó por delante a Sánchez con la excusa de que él se quedaba para negociar asuntos propios. Mientras Alonso Sánchez regresa nadie le quita de la cabeza que Lope quiso quedarse solo, para poder hacer sin testigos alguna fechoría. Finalmente volvió Lope al pueblo y en el cabildo de regidores declaró que en el camino le habían robado los dineros que custodiaba para comprar arcabuces y que, por no empleados, tenía íntegros. Cobró Lope sus dietas y los dineros perdidos se cargaron a imprevistos. Aunque, lógicamente, nadie creía la historia todos callaban. Callaban unos por no meterse en camisa de once varas, otros por el temor ancestral a los viejos linajes hoy bastante venidos a menos. Antonio de Baeza y los raspalindes en ascenso político y económico callaban porque, a su debido tiempo, cobrarían en beneficio propio los robos del rancio caballero arruinado. El meseguero de los panes secos persigue entre las mieses por segar a la viuda de Mateo Francés. Las carnes redondas de la viuda se cubren de polvo y sudan, brillan y saltan, corren entre las mieses por segar. Entre la miseria y la necesidad, erotismo rural de verano, una luz dura, abrasadora y lechosa, baña las formas algo gordas (por genética, que no por comida) de la rebuscadora. Lope de Saravia es un señorito arruinado, regidor reaccionario, religioso y feroz. Lope vive de vender lo que le queda de su prestigioso linaje, de los restos de poder que aún conserva entre las gentes simples por el recuerdo que dejaron antiguas y reales tiranías.
Jurelillos fritos come Juan Zabazaque en la puerta de su cortijo. Junio se acaba deshecho en los calores de la atmósfera. Ignoro dónde encontró Juan los jureles, dónde el aceite. Las mujeres aprovechan el fresco del atardecer para cavar y regar el huerto. Soledades de Juan Zabazaque. Unos y otros abandonan al rey de los andaluces. El reyezuelo se queda solo y abandonado por todos en su corte de Laujar de Andarax. Comiendo jurelillos, sin beber vino porque se lo robaron, sentado a la puerta de su cortijo, Zabazaque llama a la muerte y la muerte se entretiene remoloneando por los barrancos y no termina de llegar. Zabazaque está muerto, llama a la muerte para que termine con esta ya larga agonía de muerto vivo. La burra de Pedro Martel quedó viuda a mediados de enero de este año. Su marido murió en Pitres combatiendo por su señor natural y por su religión. Desde que la viuda de Pedro Martel quedó viuda la matan a trabajar y si poco respetaban a su marido los padres y hermanos, aún menos la respetan a ella ahora que está sola. Los parientes de la viuda de Pedro Martel se ríen de su viudez, se ríen viéndola arrastrar el trillo sin descanso, cargando cántaros de agua cuando los demás descansan, andando todos los caminos y vadeando todos los vados del Guadiana Menor. La viuda de Pedro Martel apenas come y sus parientes, simplemente por hacer daño, no le dejan ni ponerse luto. Con la fresca Antonio Moreno deja Quesada. En el horizonte las primeras luces trazan la silueta de la sierra que ya está despertando. En el solano caliente del verano la cara rajada de Antonio Moreno, la cabeza siempre cubierta, sudada y pálida, las piernas cortas y arqueadas, las manos deformadas a fuerza de agarrar azadas y hachuelos. La jugada del mesonero y de Lope le ha costado una enfermedad al roturador burlado. Tiene que empezar de nuevo, nuevos pedregales, chaparros, zarzas y pinos. Antonio Moreno busca su querencia de pionero roturador y es terco y bruto y sabe andar un solo camino y así le van las cosas. Los grajos, que pasaron la noche entre los pinares y en las riscas, bajan en bandada a la campiña. Antonio Moreno vuelve a empezar. Los asombrados animales acuden desde toda la sierra y lo ven acercarse por las ásperas cuestas que suben hacia el amanecer. Sería veintisiete o veintiocho de junio cuando violaron sus cuñados a la burra viuda de Pedro Martel. Fue en una chopera junto al río, al atardecer. La viuda volvía de la era a paso ligero, ansiosa por descansar en la cuadra de sus antiguos amores. Entre grandes risas, exageradas a propósito para más humillar, los hermanos de Pedro Martel violaron a su cuñada viuda. Celebraban aquella noche el final de la siega. A la viuda de Pedro Martel le segaron los últimos deseos de sobrevivir y para ella la vida acabó. La burra viuda no se suicidó porque ignoraba que existiese el suicidio. Al pie de la Cerrá de Estremera encontró Antonio Moreno un terreno aceptable que se repartía a un lado y otro del río. A un lado y otro enormes peñones y árboles, la intrincada selva, tierra misteriosa, indomada. A los pies de una encina Antonio se animaba desayunando pan y una tajada de tocino, imaginando con ilusión que las zarzas ya estaban mudadas en higueras y cerezos, la maleza y los pedregales en cereal. Bajo la encina puso Antonio su cama de huesos trabajados, su poca provisión y avío, la cuadra para la caballería. Los animales contemplaban asombrados el arranque de esta nueva historia repetida. Se apiadaron los jabalises y con los colmillos le ayudaron a derribar pinos. Una urraca ladrona le robó el vino.
La brisa preñada de humedad remonta las laderas de la Contraviesa y cuando llega arriba refresca un poco los días de plomo del verano. Juan Zabazaque termina los jurelillos fritos sentado a la puerta, frente al horizonte. Sus ojos se pierden por las calimas enrojecidas que funden el cielo y el mar. El hijo y el nieto de Zabazaque a la deriva entre esta orilla y aquella otra, la del otro lado. Navegan a la deriva porque no son berberiscos, son granadinos y Granada se está acabando. Las carreteras retorcidas de la Alpujarra se empantanan con una riada de refugiados que buscan en todas direcciones y sin rumbo el refugio que en ningún rincón de este planeta encontrarán. A Muley Mahomet Aben Humeya lo están dejando solo. Conspiran. A don Fernando de Córdoba y Válor, rey de los andaluces, caballero veinticuatro que fue de la ciudad capital de esta Guerra, lo van a matar.
El alcaide del castillo de Serón, Diego de Mirones, resolvió buscar ayuda y lo hizo rompiendo con treinta soldados, al amparo de las tinieblas, el cerco al que le tenía sometido Jerónimo el Maleh. Desbaratada la expedición por una emboscada mora, pudo escapar y no se detuvo en toda la noche pensando que se dirigía a Caniles. Con el amanecer comprendió Mirones que había vuelto sobre sus pasos y que estaba de nuevo junto al castillo sitiado. El alcaide no conocía el terreno y su caballo, al ir suelto y sin mando, buscó la querencia. En el castillo de Serón el alcaide Mirones blasfemaba y se tiraba de los pelos, pateando y escupiendo al caballo. El animal no comprendía su falta, su expresión era espejo de su desconcierto. Dice Mármol que el alcaide finalmente aceptó rendirse con las garantías que le ofreció el Maleh, pero que cuando se rindió, los moros cautivaron a las ochenta cristianas y mataron a los ciento cincuenta cristianos.
La Guerra que a muchos pareció terminada está cobrando nuevos bríos y el pulso se le acelera y le sube la fiebre. Toda la Alpujarra se ha vuelto al rey de los andaluces y los capitanes monfíes han ganado entero el valle del río Almanzora. Aunque todos le abandonan, incluso sus parciales le hacen el vacío, algunos éxitos aparentes levantan el humor de Aben Humeya. El frívolo y liviano rey de los andaluces se sigue creyendo fuerte y poderoso. Tanto se lo cree que escribe varias veces al de Lepanto exigiéndole un trato digno para su padre preso en la Chancillería y le propone su canje por ochenta cautivos fieles súbditos del Rey Nuestro Señor. El día treinta y uno de julio el señor marqués de los Vélez, con gran alboroto y desorden, aloja su campo en Ugíjar. Los términos de Quesada más vecinos de los moros están amenazados y el enemigo entra en ellos cada día robando ganados y matando a cortijeros solitarios. Está preocupada la villa y el cabildo de regidores y todos los vecinos lo están, pues quedan muchos panes por segar y son los panes secos objetivo fácil y desvalido para las cerillas moras. A finales de julio se repara la cerca y muralla de la villa, se tapian las partes más expuestas y se crean cuatro cuadrillas, de a veinte peones y seis a caballo cada una, para que por semanas vigilen y guarden los términos y vean si hay monfíes en ellos. Cada vecino de aldeas y cortijos debe dar posada y fonda a un soldado. El sueldo competente corre por cuenta del concejo. De nuevo la Guerra está próxima a esta villa.
Gonzalo del Salto es el extraño y escondido protagonista de esta historia emotiva. Es el protagonista oculto, reservado y ausente. La vida de Gonzalo es una esfinge misteriosa, no la conoce nadie, él mismo algunas veces tampoco. Calor. La villa de Quesada pasa del hielo al fuego. A las pupilas contraídas por el contraluz acuden paisajes lechosos que sudan. Calor blanco. El frío es a veces blanco, el calor lo es siempre. Bartolomé Alviano trilla su trigo y su cebada que crecieron huérfanos, cuando su padre y dueño marchó por fuerza de ley a cielos forasteros a servir al Rey Nuestro Señor. Bartolomé ha perdido todas las guerras y no conoce año bueno. Para pagar las indemnizaciones de tanto armisticio Alviano sólo dispone de sus manos y de su necesidad. Bartolomé Alviano nació vencido. Como no tenía bastante con derrotas propias lo metieron en guerras ajenas de señores dioses bien comidos. Calor. Calor blanco en agosto. Los moros de toda Europa acuden a coger el barco en Algeciras. ¿Habrán conseguido los moros granadinos exiliados ser moros de estos y trabajar en Francia, atravesar el Estrecho en barco? El cateto quesadeño se ríe del nieto de Zabazaque que vende despertadores sin maquinaria en el bar Marisol. No diremos que este raspalindes, él, sus hijos nietos o bisnietos, no se lleguen a ver vendiendo despertadores en otro tiempo y lugar. Los seres absurdos, que somos casi todos, solemos reírnos de nuestro propio futuro. Calor. Calor blanco. El mar de Alborán se oculta tras la humedad del calor. El día tres de agosto don Hernando el Habaquí cruzó el mar para intentar que Aluch Alí socorriese a los granadinos. Dice Mármol que viendo Aluch Alí como cantidad de moros de valía querían acudir en socorro de sus hermanos de Granada, los reunió para guerrear con ellos en Túnez y facilitó a cambio que todo género de delincuentes pasase a esta orilla. Calor. Calor blanco. En verano nieva fuego, como decía Lampedusa que ocurría en Sicilia, y cubre los árboles, casas y suelos. El solano caliente del verano es una ventisca de fuego. En su cortijo Gonzalo del Salto deja pasar los calores de agosto, esperando a dejar pasar los fríos que lleguen en enero, que de nuevo le llevarán al calor de otro verano. Calor. Calor blanco. Compañías de a pie y de a caballo, de caballería y de escopetería soportan como pueden los calores abrasadores y con su paso por esta villa encarecen las subsistencias y se desmandan y provocan alborotos. Antonio Moreno rotura, como siempre hizo, las selvas bajas de la sierra. Rotura sudando al sol y rotura de noche alumbrado por un farol de petróleo. El primero de agosto los moros monfíes secuestraron a la santa esposa de Pedro de Tribaldos. En la fresca calma de su celda fray Luis de Prados lee novelas históricas locales, románticas y decimonónicas, a poetas italianos algo pasados de moda. El padre prior lee alumbrado por un candil de aceite. Calor. Aplastante calor blanco de verano.
La santa esposa de Pedro de Tribaldos camina hacia Tíscar descalza. Con su penitencia quiere ganar algún milagro laico que le favorezca el divorcio, léase la muerte de su Pedro Tribaldos. Busca una muerte sencilla y fácil para el marido, que es un hombre demasiado simple y acobardado y que poca o ninguna alegría le ha dado, junto a él se pasa la vida sin pasar. Andaba con la fresca la aspirante a viuda las curvas de la carretera, serían las siete o las ocho de la mañana. Serían las siete o las ocho de la mañana y fue todo tan rápido que ella nada pudo ver. El golpe le cayó tan fuerte que no alcanzó a oír el ruido de su propio cuerpo chocando contra el suelo. Un pastor, que fue testigo lejano y discreto, lo contó al alcalde de la sierra y este oficial dio la voz de alarma. Varios caballeros en cuadrilla salieron de batida por los montes durante todo el día sin obtener resultado alguno. Pedro de Tribaldos sufrió mucho con la noticia del secuestro de su santa por salvajes casi africanos. Soledades en gozo de Pedro de Tribaldos. Sufrió remordimientos, porque él tenía su parte de culpa, pero casi inmediatamente reparó en el gozo de su nueva soledad, en la tranquilidad ganada de improviso y sin escándalo. Pedro de Tribaldos vistió la casa de luto y se vistió él. Dejó abiertas las puertas toda la noche y recibió visitas de viejas y menos viejas, de parientes y de cumplidores. Se ofrecían los caballeros para lo que hiciese falta y en el portal empedrado deliberaban, de pie o sentados en sillas, sentados en el filo de un arcón, si sería mejor salir al campo y rastrear las sierras o si sería preferible enviar adalides a las fronteras de los moros para que buscasen a los secuestradores, para que inquiriesen en las cortijadas sobre ellos y, llegado el caso, sondeasen las posibilidades de un rescate o de un canje. Melchor de Peralta, distraído, ausente y triste, asistía al consejo de caballeros por pura solidaridad, pero no opinaba ni se enardecía con los planes y preparativos porque ya estaba curado de sus alucinaciones guerreras. Hundido en un sillón de madera sin cojín, Pedro de Tribaldos presidía el rosario que las viejas y las menos viejas ofrecían por la salvación de la santa esposa raptada. Con una ligera inclinación y sin apenas levantarse, Pedro agradecía los esquemáticos pésames que los peones, gorra en mano, y las mujeres de los peones le daban. En el gesto hermético de Pedro se refugiaba la soledad en gozo descubierta tras los iniciales sufrimientos. Pedro vistió su casa de duelo y se vistió él mismo, porque esa era la costumbre y la reacción que de él se esperaba. Su impasibilidad, disfrazada de pena, era asaltada a ratos por avalanchas de autoinculpación.
En las sierras de Gor la santa esposa no quiere comer ni beber. Su atávica educación de mujer casada y con honra la empuja a buscar la muerte. El tiempo, los días que todo lo curan, terminan por enseñarle que su rapto y desaparición equivale a un milagro laico y a su viudez. En las sierras de Gor la antigua santa esposa comprende que para ella puede empezar una historia nueva, nueva totalmente. En las sierras de Gor la antigua santa esposa come y bebe con el hijo del Zerrea de Zújar, que es quien manda a sus raptores. Comen, beben, ríen y hablan. Cuando sea la noche harán cerca de la lumbre lo que se suele. Será el síndrome ese famoso de Estocolmo, será que Pedro de Tribaldos parecía de plástico y ni hablaba ni amaba ni servía siquiera para dar compañía. Las cejas oscuras del hijo del Zerrea son la raya que señala hasta dónde llega el pasado y dónde comienza el futuro. A las pocas perdices, a los pocos conejos de los alrededores, les parece increíble que un hijo del pueblo de Dios, ya muerto, le ofrezca futuro a una santa esposa romana muerta en vida. Se despierta la que quiso ser viuda agobiada por la presión en la vejiga, que sale del vino de la cena. Mientras alivia detrás de un chaparro, acaricia con los ojos el cuerpo dormido de su esperanza. Juan de Alcalá Amurrio, hombre práctico y leal, opina en el consejo de caballeros que tal vez sería conveniente echarle el guante a algún allegado del Zerrea para forzar un intercambio de cautivos, pues sin duda ha sido él o ha sido gente suya la que hizo el efecto. Los caballeros acuerdan organizar una batida y alertar a las autoridades de Guadix, Zújar, Gor y Baza. Por la mañana temprano Pedro de Tribaldos peregrina descalzo a Tíscar. Los vecinos se apiadan de su dolor. Pedro va a Tíscar para pedirle a la Virgen que fracase la batida y que ni el azar ni las autoridades rescaten a su santa.
Soledades del acarreador Cabrera, Edipo tonto y débil. Tiene muy pocos años el pobre. El mundo no es con él mucho más duro que con otros pillos de su edad, pero como no somos todos iguales los fuertes malviven y los débiles se pierden. Soledades de Cabrera, acarreador, Edipo, hijo de la querida de un caballero, sobrino de un soldado rural que pelea con desigualdad contra el polvo y el barro, el calor y el frío, contra la necesidad. Cuando Juana Alviano recibe a Hernando de Lorca, el acarreador Cabrera duerme en la casi choza de su tío Bartolomé Alviano, revuelto con sus primos, cenando su misma hambre. La mujer de Bartolomé Alviano se queja porque es una boca más que alimentar. La abuela, demente senil, es un mueble y mejor para ella que así no siente tantas cosas como tendría que sufrir. Juana le lleva a su madre una jícara de chocolate que le ha dado Hernando y los nietos se la roban. La abuela está vieja y torpe. Soledades de Cabrera, acarreador. Las noches de agosto los vecinos se asoman en camiseta al balcón para tomar el fresco. Melchor de Peralta, en la calma de estas noches, intenta comunicarse con el alma perdida de aquel aprendiz de monfí muerto en Órgiva. La luna llena inunda de azul la oscuridad, conversación de trasnochadores en la plaza Pública, música anglosajona salida de algún antro cercano pasea los tejados de la villa. En las noches bochornosas de agosto el satélite que tenemos convierte al paisaje en un recortable azul, azul claro en el cielo, casi blanco cerca de la luz, azul brillante en los olivares, azul oscuro escalonando hasta el negro en los perfiles de la sierra. Agosto. En las tardes de este agosto las calimas son de sangre, pero no es el sol muriendo el único que las ensangrienta. Viendo don Hernando el Zaguer como el señor marqués rompía el frente, viendo que se hundían las defensas del pueblo de Dios, que no había para él posibilidad de acuerdo con los jerarcas cristianos, se retiró a Murtas y desde allí a Mecina Tedel. El tío del rey de los andaluces, la cabeza pensante de esta rebelión, murió desengañado y desesperanzado. Don Hernando el Zaguer murió en Mecina Tedel de muerte natural (otros dicen que de rabia y coraje que tenía) el cuatro de agosto de mil quinientos sesenta y nueve.
En las noches de agosto no se cierran las ventanas para que entre el fresco. En las noches de agosto cualquier ruido se escucha y los vecinos se enteran, aunque no quieran, de los líos y problemas de la casa de más abajo y de la de más arriba. Noches de agosto, tranquilas y cálidas. En la plaza Pública canta un cuco y en la terraza del bar los desocupados que celebran sus vacaciones trasnochan hasta el amanecer. Están cambiando los tiempos. Los que se montan en el tractor, gente que siempre fue menor, progresan. Eso endemonia a los viejos caballeros que identifican este progreso con su propia decadencia. Noches de agosto, tranquilas y cálidas. Soledades de Leonís. Leonís no puede entrar algunas veces en los bares porque le acosan las burlas y los chascarrillos del cementerio de Tablate y el muertazo de Poqueira. Soledades de Juan Zabazaque. Soledades de las gentes. Soledades y fiebres de Melchor de Peralta, caballero de cuantía y propietario en la villa de Quesada. A finales de agosto la lluvia de las tormentas se evapora apenas toca el suelo. Los remolinos levantan columnas de papeles y porquerías que el verano acumuló por los rincones. Los suelos de cemento, de alquitrán, de baldosa, de tierra, están tan soleados y tan calientes que borran de inmediato los círculos húmedos que dejan las gotas al caer. En las tormentas de finales de agosto el viento no es aire, es polvo desbocado. Soledades y fiebres de Melchor de Peralta. Raras fiebres que acuden al anochecer y le dejan baldado el cuerpo. Noches toledanas de pesadillas y delirios. La tormenta se extingue en los confines del horizonte dejando una tarde fresca que ya parece anunciar el fin del verano. Fiebres y soledades de Melchor. Pesadillas y delirios. Empapado en sudores, el caballero cree que sueña cuando ve roja la habitación, con el rojo de la sangre del aprendiz de monfí muerto en Órgiva. Delirios y pesadillas. Cien, mil veces vuelve a su memoria el cuello desnucado, la hemorragia, sus dedos de viejo loco aferrados a la piel clara y nueva. En el Cehel apenas han caído cuatro gotas, una gota por el trueno, una gota por el huracán, una gota por el relámpago, una gota por la súbita oscuridad. San Luis IX, Rey de Francia, veinticinco de agosto. Antes de que la enfermedad de su conciencia le imposibilitara toda gestión, movió Melchor los hilos y tocó las teclas precisas para que se nombrara a Leonís fiel almotacén y tuviera un oficio. Leonís fiel almotacén. Leonís gobernando pesos y medidas, olores y colores, calidades y precios. Con la mejor intención del mundo Melchor le ha hecho un mal favor a su protegido, le ha entregado un látigo y lo ha puesto frente a las fieras. Las risas y las burlas atraviesan las cortinas de chupones de plástico en las puertas de los bares, regatones de todas partes acuden maquinando tropelías, vecinos y forasteros sucumben a la morbosa tentación de burlar a la autoridad encarnada en fiel almotacén medio tonto. Leonís no sabe manejar el látigo.
El veintitrés de agosto, dos días antes de su fiesta, San Luis IX Rey de Francia, al frente de sus monfíes del Cehel, participó en el acoso a la villa del Padul. Los moros del Valle y los de las Guájaras acudieron también con ánimo de acabar con el presidio y llevar levantados a sus habitantes moriscos. Los moriscos del Padul estaban soliviantados por las molestias que les ocasionaba la guarnición, por el continuo trasiego de soldados camino del frente. San Luis IX, Rey de Francia, patrón de moros, de agabachados, de judíos, de maricones, de la antiespaña toda, acosó y saqueó la villa de El Padul un día de finales de agosto, dos antes de su fiesta. San Luis IX, Rey de Francia, es patrón de Albondón. A estas gentes aisladas y rudas del Cehel no se les ocurre cosa mejor que colocar por patrón al rey de los enemigos de la Patria.
Acabando el verano se ocuparon los señores regidores reunidos en cabildo de los perjuicios que procuraban los ganados de la ciudad de Baza. Los ganados, buscando zonas más tranquilas, se metían los puertos adentro de esta villa perjudicando a los dueños locales. A primeros de septiembre se mandó empadronar a burros, mulos y rocines de albarda. Se inscribió en la nómina a la viuda de Pedro Martel como burra viuda y en mal uso, desgastada y quebrantada por las asperezas de la viudez. A primeros de septiembre se recibió recado de los escribanos del señor príncipe don Juan para que esta villa contribuyese al mantenimiento de la Guerra enviando a Guadix mil fanegas de trigo hecho harina. En la plaza Pública el chiquillerío putea al fiel almotacén. El señor marqués de Mondéjar fue llamado a la Corte. Partió el discreto y prudente príncipe el doce de septiembre. El rey le ordenó que le acompañase a las cortes de Córdoba. Nunca jamás volvió a Granada. Fue nombrado virrey de Valencia y más tarde de Nápoles. Más o menos es lo que cuenta Mármol en la página doscientos ochenta y nueve.
Parte para Francia la viuda de Mateo Francés. Soledades de la viuda. En los septiembres exageradamente secos y calurosos, huérfanos de lluvias, el aire solano roba a los campos las últimas humedades que retenían sus entrañas. La viuda de Mateo Francés se va a la vendimia. Va enlutada, respetable, acompañada de sus hijos mayores, los menores quedan al cargo de la abuela. En el Cehel Juan Zabazaque y las mujeres que sobreviven en su casa recogen almendras. Calores tardíos de septiembre. Los almendros renacerán el año que viene y criarán flores y frutos pero Juan no los recogerá. La viuda de Mateo Francés, enlutada y respetable, es la estampa del dolor que no se doblega porque tiene bocas que alimentar. Isabel de Peralta es una mujer fuerte y está sola, su padre enfermó, su marido anda por esas calles escandalizando con sus excesos. Calores de septiembre, escenas de la Guerra de Granada, ahorcados y descuartizados, cautivados, cautivadas, incendios, los heridos agonizan perdidos y olvidados en las cunetas. Calores últimos de septiembre, los calores de este septiembre son una mezcla de polvo y sangre. En septiembre, creo que ya lo he dicho, el sol muere más rojo, mucho más que en otros meses y muere detrás de la catedral de Baeza, sólo queda de Mágina una amalgama de formas violáceas esculpidas fantasmagóricamente al atardecer.
El campo del marqués de los Vélez pasa hambre en los llanos de Lacalahorra. La intendencia militar no funciona. Mil fanegas de trigo hecho harina reclama el Rey a esta villa tan pobre y necesitada para alimentar a sus soldados. A primeros de octubre el cabildo de regidores tiene noticia de que un tal alcalde Mármol de Carvajal vendrá a esta villa contra los prófugos de la entrada que hizo en la Alpujarra el señor marqués de Mondéjar. El licenciado Carvajal, del consejo de S.M., apremia al concejo para que los cuantiosos y los peones vuelvan al frente. Para ocuparse de frenar al alcalde Mármol y para ocuparse en otros pleitos que la villa mantiene en la Chancillería, Lope de Saravia viaja a Granada. Lope se afana con los abogados andando pasillos y despachos. Lope se aloja en la casa de una sobrina suya casada con un practicante. Lope duerme y come en casa de su sobrina y así no se gasta las dietas que le paga la villa. En la misma planta que su sobrina vive una catalana vieja que, enloquecida por la lejanía de su patria, entretiene las tardes fregando una y otra vez las escaleras. Lope baja a la calle, la loca le dice que ya está bien, que toda la santa tarde pisoteándole el suelo, Lope le contesta con altanero desprecio que se friegue ella lo que necesite. Bartolomé Alviano es virtuoso por designación de la fortuna. Bebe agua porque apenas puede costearse el vino.
Soledades de Juan Zabazaque. A solas, sentado en el filo de la alberca, Juan deja volar sus añoranzas y tristezas sobre el mar que brilla entre las nieblas que nos separan del país de allende. Las añoranzas y las tristezas de Zabazaque vuelan sobre el mar persiguiendo el recuerdo de su hijo exiliado, de su nieto. Vuelan sobre el mar Tarik, el del peñón, y Muza, el del jebel, vuela Abd el-Krim, vuelan los almohades, los almorávides, los benimerines de frustrado desembarco, vuelan los turcos, el rey de Argel, los piratas berberiscos de Salé, vuelan Monte Arruit y Annual. Sobre el mar de Alborán vuelan los nombres de los muertos, muertos por la Patria que dieron nombre a las calles de pueblos y de ciudades. Los heridos y los apestados de la guerra de O´Donnell no vuelan, regresan a sus pobrezas en barcos oxidados. En los muelles de Málaga les espera la guerra del hambre y el asco. Los muertos del cerco de Tetuán sobrevuelan los temporales de levante en el Estrecho. Las fiebres mantienen postrado a Melchor. Melchor no atiende a las visitas corteses que le hacen parientes y amigos. A ninguno habla Melchor. Mientras le preguntan por la salud, los ojos de Melchor vuelan tras los regueros de sangre que dejó en Órgiva el cadáver de un aprendiz de monfí. A Melchor le ha caído encima fama de loco y, aunque se recupere, jamás recobrará título de cordura. En octubre llueve, mediado el mes regresan de Francia los vendimiadores y se dejan los francos en cubalibres y en el saldo de las cuentas pendientes que dejaron en las tiendas el invierno pasado. Los dedos curtidos y nudosos de Melchor de Peralta aprietan el cuello frágil del hijo de Juan Zabazaque, el morico aprendiz de monfí. Desde que Melchor, antes de su enfermedad, consiguió que el concejo designara a Leonís almotacén, Sosiego se dedica a putear al fiel medio tonto. La ordenanza del almotacén que tiene hecha esta villa manda que no se tiren gatos o perros muertos a la barbacana de la plaza Pública, manda también que el tabernero, según es su obligación, tenga siempre vino en su establecimiento. Los vecinos de esta villa tan pobre y necesitada traen una vida tan gris y monótona en su simplicidad que cualquier cosa les entretiene. Las horas marcadas por el reloj que rige Rodrigo de Ojeda, no me acuerdo si ya murió o si morirá después, pasan como se alternan las nubes y los cielos claros, distintos y semejantes, sucediéndose en una marcha eterna.
Sosiego putea a Leonís, fiel almotacén de esta villa. Entre los cienos que las primeras humedades venidas del Atlántico dejan sobre las calles, entre las podredumbres guarecidas en las juntas de las piedras de los empedrados, Sosiego trama la burla que entretendrá al hastiado vecindario durante un par de días. Para sus torpes planes Sosiego ha escogido al regatón más sinvergüenza y borracho de los que andan por estos términos. Las gallinas picotean las suciedades públicas, en la torre de la iglesia cantan su canción grabada los altavoces de las campanas eléctricas. El frío del otoño recién llegado baña de vaho los cristales del bar. El regatón le explica a Leonís que el chorizo de zorzal es una refinada costumbre que han traído de Europa los soldados del Rey que defienden al Papa. La afición, abandonando sus dislocadas discusiones, entrega toda la atención a la escena. Sosiego, en un rincón, guiña el ojo a las gentes y alardea de risas silenciosas contenidas. El candoroso Leonís se rinde a la socarronería del caradura y, de antemano asombrado, le pregunta que cuantos zorzales habría que cazar para hacer un chorizo. La burla y el cachondeo se extienden por toda la villa. Los tontos normalizados hacen comentarios sarcásticos para disimular su condición. Leonís es alma simple y se llama Leonís porque cuando se separaron sus padres, el padre agarró la guita y la madre se quedó con él, la parte del león. En el molino de Pedro Guerrero, cura prófugo, amante que fue de una mora usurera y lasciva, desvalijador de su propia parroquia, se muelen las mil fanegas de trigo que el señor príncipe don Juan ha pedido a esta villa para sustento del ejército que S.M. tiene levantado contra los moros rebeldes. Gonzalo del Salto Fuertes, melancólico y enigmático personero del concejo, le adelanta al padre prior que tiene la intención de abandonar su cargo. Sosiego putea a Leonís. En un olivar lejano le ha escondido bajo tierra las pesas y medidas de su oficio. Leonís registra desesperadamente los rincones de su casa, los rincones del pueblo entero y no da con las artes. Leonís busca arriba y abajo mirando en todas las esquinas, en los pilares de las fuentes, en los portales entreabiertos, en el despacho del alcalde, en el lecho de los enfermos. Cuando cruza presuroso la plaza Pública los viejos, acaparadores del sol de otoño, le gritan malignamente que a donde va con esa cara tan descompuesta. Mientras busca en muladares y estercoleros Leonís llora de rabia y coraje. Sosiego putea a Leonís y las mujeres pasan sus buenos ratos recordando en las peluquerías tan sabrosas anécdotas.
Francisco de las Navas es el encargado de capitanear la escolta que conducirá a Guadix las mil fanegas de trigo hecho harina. Le acompañarán peones de la confianza del mesonero Antonio de Baeza. Sosiego putea a Leonís, le sigue en sus búsquedas desesperadas haciendo chascarrillos y burlas de la autoridad en él depositada. Los vendedores y los compradores no contienen la risa. En el bar que sirve de madriguera al mesonero compadrean el cura prófugo, el capitán de la escolta, el regidor Martínez y el titular del local. Los peones de confianza beben en un aparte. Les arrojan los amos de cuando en cuando una tajada y se revuelca la jauría por los suelos disputándose los pedazos de carne. Camino de Guadix los sacos de trigo se truecan en sacos de centeno, incluso en alguno de arena. El cambiazo se consuma en el cortijo que el regidor Martínez tiene en Lacra. Los peones trasiegan sacos de las distintas calidades y los conjurados se frotan las manos. La prosperidad ni se crea ni se destruye, es como la energía, que cambia de manos. Teóricos del capitalismo esforzado y emprendedor dirán que eso no es verdad, pero todavía esperamos a que lo demuestren. Francisco de la Navas, capitán de la escolta que conduce la harina a los almacenes de Guadix, tiene mano con la intendencia real y tiene cierta relación con oficiales sordos y ciegos, con muchos años de servicio. En una de sus veladas casi exotéricas, Gonzalo le confiesa al padre prior que piensa dejar su cargo de personero. En Guadix se juntan arrieros que traen centeno y arena de toda Andalucía, las bestias se amontonan en las calles y en las plazas alternan proveedores del ejército, arrieros, bestias, soldados, trileros y putas. Con humor negro subido de tono los dos dioses dispusieron, de común, que con Granada acabase este circo de codiciosos y corruptos.
El diecinueve de octubre de mil quinientos sesenta y nueve se publicó en la ciudad capital de esta Guerra una pragmática de S.M. declarando la guerra a fuego y sangre. En octubre Jerónimo el Maleh alzó el lugar de Galera y el señor marqués de los Vélez se instaló en la cercana y amenazada Huéscar. Planeaba don Juan organizar la fuerza en dos campos, uno dirigido por él que allanase el norte y el otro, mandado por el duque de Sesa, la Alpujarra. Se hizo alarde general y se movilizó a ciudades y villas enviando delegados a las comarcas para que agilizasen la leva y el aprovisionamiento. Mármol Carvajal fue nombrado para las ciudades de Baeza, Úbeda y su tierra, donde por costumbre sigue entrando Quesada, y el Adelantamiento de Cazorla. El día diecinueve también se publicó otra pragmática mandando sacar de Granada a los moros que quedaban en ella. Para que las gentes se alistasen voluntariamente, el Rey Nuestro Señor Natural dio campo franco a todos los que sirviesen bajo su bandera y les condonó el pago del quinto real sobre las rapiñas. Lo dice Mármol en la página doscientos noventa y dos.
Gonzalo del Salto Fuertes, soltero, propietario, criado por los frailes del señor San Juan, ha dejado su cargo de personero universal de esta villa. Fray Luis de Prados no se lo ha impedido. Nadie sabe por qué dimite. Este protagonista oscuro y silencioso que me he buscado es un enigma. Gonzalo duerme la siesta en un butacón de orejeras, el reloj que rige Rodrigo de Ojeda pregona desde las casas del ayuntamiento las cuatro de la tarde. Gonzalo duerme la siesta en el comedor de su casa, en la mesa dos tazas vacías de café y dos coñases a medio apurar. Fray Luis de Prados mira con ternura a Gonzalo y le acaricia dulcemente con la mirada. Los párvulos tienen su recreo en el jardín de la plaza Pública, porque faltan locales ad hoc y los han instalado provisionalmente en la casa que requisó Falange cuando se perdió el más reciente milenio que hemos vivido. Sin despedirse de Gonzalo, que duerme, fray Luis regresa al convento y en la Explanada se distrae mirando desde lejos a los niños que corretean en el recreo del jardín. Los caballeros desocupados, que desde el bar asisten a las contemplaciones del prior, creen presenciar la prueba irrefutable de su pederastia. Jamás se atreverán a insinuarlo, por miedo al prior y porque alguno de ellos sí lo es. El muy ilustre señor licenciado Mármol de Carvajal, del consejo de S.M., ha comunicado por escrito al concejo la orden de alistar cuarenta hombres de a pie y diez escuderos. Si no lo hiciesen en el plazo de siete días procederá criminalmente contra los regidores como inobedientes a los mandamientos de S.M. Mármol exige que los cuarenta peones sean provistos de arcabuces por cuenta de la villa. El concejo buscó los cuarenta arcabuces entre los vecinos y sólo encontró catorce. El resto de los soldados serán pertrechados con picas y ballestas, que también son armas a punto de guerra.
Octubre de mil quinientos sesenta y nueve en Laujar de Andarax. El descontento corroe la corte del rey de los andaluces. Los enemigos de Aben Humeya manipulaban en su contra a los disgustados. Los enemigos de Aben Humeya convencieron a los voluntarios turcos de que el reyezuelo tenía planes traidores contra ellos. Los turcos, brigadistas internacionales de la Berbería, resolvieron destronar a don Fernando de Córdoba y colocar en su puesto a Diego López Aben Aboo, más de su confianza. Los conspiradores encontraron al rey de los andaluces en la alcoba, descansando con sus amancebadas. Mientras decidían que hacer con él lo entregaron a la custodia de Diego Alguacil y Diego de Arcos. Los carceleros, por su cuenta y por hacer mérito con el nuevo régimen, le ataron una soga a la garganta y lo ahogaron tirando cada uno de un extremo. Diego López Aben Aboo, como buen vasallo de la Sublime Puerta, envió como personero a Daud para que Aluch Alí ratificase su nombramiento. No se hizo esperar la contestación deseada, pero Daud se quedó en Argel y no regresó nunca a Granada. Lo cuenta Mármol en las páginas doscientos noventa y dos a la noventa y cuatro.
El concejo se opone a los requerimientos de Mármol Carvajal para que se arme una nueva compañía. Argumentan los regidores que la villa es frontera con tierra de moros levantados y que los cuarenta peones y diez escuderos son muy necesarios para la defensa de los términos, de los vecinos, de los ganados. Los propietarios están indignados porque, al igual que el invierno pasado, se saca gente de la villa cuando la aceituna y eso provoca escasez de mano de obra y el consiguiente aumento en los jornales. Como parece que S.M. no está por librar a ninguna ciudad o villa de la contribución al esfuerzo bélico, el concejo se allana a la real orden y acuerda sortear las cincuenta vacantes de la compañía nuevamente formada. Para que no se queje nadie las cosas se hacen como es debido, con notario y todo. Se convoca alarde en la plaza Pública. Están tranquilos y nada temerosos los que están en el secreto y saben que no les tocará. Los que, a pesar de todo, siguen confiando en las instituciones rezan para que no les toque. La Virgen, que es su madre, por alguna razón no les saca de su ingenuidad ni les advierte que en la frente llevan escrito su destino, mucho menos denunciará la Virgen las irregularidades. Se forma la compañía con pobres desgraciados, con tontos, con algún voluntario codicioso y hasta con algún vecino muerto hace tiempo. Bartolomé Martínez de Carmona hace las veces de capitán. Se apunta voluntario Diego Serrano, vecino de Vastián, y claramente se ve que lo hace por envidia, porque su tierra queda debajo del caz y es de riego y no necesita labrar pozo alguno. Bartolomé Alviano es uno de los pobres desgraciados y le tocado, ha sido designado, para repetir como soldado de S.M. Bartolomé, al escuchar su nombre, tira al suelo la gorra de propaganda de insecticidas que lleva puesta y la pisotea y la escupe y jura y maldice. Un municipal le llama al orden exigiéndole decoro y contención en tan solemne acto. Diego de Barea, Juan Martínez el tundidor, Pedro de Zamora, hijo de Zamora sastre, Antonio Esquinas, Alonso de Berenguel, hortelano y otros más, también figuran como pobres desgraciados en la nómina de la compañía. El acarreador Cabrera es el abanderado. Cuando su madre se entere padecerá mucho. Para hacer bulto y completar el cupo figuran en la lista algunos vecinos muertos desde antiguo. Figura Ruy Díaz, adalid que en su tiempo acompañó a don Rodrigo Manrique en la toma de Huéscar. Figura Antonio de Valencia, anteriormente Yajuc Zelahme, marroquí, que en mil cuatrocientos setenta y nueve mudó de campo y conveniencia. Si a los muertos por alguna fatalidad les llegan a preguntar los oficiales de S.M. cómo es que figuran en la recluta, están advertidos para que contesten que en cuerpo no pueden ir pero que irán en alma. Se pedían 50 nombres y se han dado.
El primero de noviembre pasado vino al mundo de parto prematuro la hija de Vastián Cano, el mozo. Vastián ha querido que se llame Provecho. Nuestra Señora del Provecho es la patrona de los que en esta Guerra han hecho fortuna con los despojos del pueblo de Dios. Vastián está cabreado porque ha sido hija y no hijo y porque encima es sietemesina.
No es que el padre prior se preocupe mucho por la conducta de sus frailes. No es el padre prior de los que andan importunando a los subordinados afeándoles procederes y costumbres. Fray Luis de Prados es más bien remiso a ejercer su responsabilidad en el gobierno de la comunidad. Le traen bastante sin cuidado las inanes politiquerías de este pobre cenobio perdido en una villa tan sobrada de nada. En el Cehel las mujeres de Juan Zabazaque están vendimiando las últimas uvas que recogerá el pueblo de Dios en los montes alomados de la Contraviesa. No quedan mulos y las mujeres suben a sus lomos las cestas desde las viñas bajas, cercanas al Guadalfeo. Sentado a la puerta de lo que fue cuadra, Juan Zabazaque recibe el fruto y lo aprueba en silencio. Desde hace meses en los términos de esta villa se suceden secuestros y robos. Cada día los monfíes entran en ellos y cautivan cristianos y cautivan ganados. Estando tan cerca como están, pocos vecinos saben la pinta que tienen los monfíes. La gran mayoría no los ha visto nunca, pero todos les temen porque son los enemigos bíblicos que Dios asignó a las gentes de esta villa tan pobre y necesitada, de memoria en memoria se transmitieron la prevención, el odio y el miedo. Para la imaginación de las más jóvenes generaciones son jinetes fantásticos, enemigos tenebrosos que vienen de la parte oscura de la humanidad que pena por los terrenos resecos de la parte baja del mapa. Entre las más viejas generaciones hay quien dice haberlos visto alguna vez, desde lejos, y por eso cuentan (se repiten senilmente) de su brillo negro, sus armas de fuego y hielo, sus vuelos diabólicos por la sierra. Con tantos miedos por la noche se atrancan puertas y ventanas, para que los mantequeros moros no puedan entrar a chupar los jugos de los cristianos. Los pámpanos ocres, amarillos y rojos, mueren en los confines del paisaje perdidos entre las brumas que ocultan el mar. A mano de los soldados forajidos que defienden a S.M. murieron muchas cepas de los Ceheles, que ahora se descomponen por barrancos y laderas. Las viejas llevan la uva a las prensas. Juan, sentado en una silla, recibe las cargas trabajosamente subidas hasta la alquería, las avispas zumban entre los racimos pringosos de azúcar. Zabazaque y sus mujeres se obstinan por recobrar el pulso de la vida antigua, la vida de apenas un año atrás. Es un afán inútil y Juan y sus mujeres lo saben. El pueblo de Dios está pariendo con resignado fatalismo el que será su último vino en Granada. En manos de la filoxera romana la Contraviesa no se salvará ni con portainjertos acorazados traídos de California.
Cada día los moros entran en los términos de esta villa y cautivan cristianos y roban ganados. Para que S.M. no le exija demasiada contribución, el concejo hace unas relaciones espeluznantes de pérdidas y desastres y las manda a Granada para conmover a las autoridades. El concejo exagera sus penas y por cada muerto apunta tres y por cada diez ovejas cien. Tanto exageran las calamidades los señores del cabildo que el príncipe y su séquito pensarán que esta villa no es pobre y necesitada sino muy rica y poblada, que si tanto daño recibe es porque mucho tiene.
Animado por algunos triunfos en el Valle y en la tierra de Salobreña, el nuevo rey de los andaluces resolvió cercar Órgiva. En el cerco se distinguieron los voluntarios turcos que peleaban como yihadistas experimentados y valerosos. Diego López preparó diversas tretas, pero al cabo comprendió que el asalto fracasaría y que sólo podría ganar el lugar reduciéndolo por hambre y sed. Por eso Aben Aboo mantuvo el cerco hasta que conoció como el duque de Sesa acudía a forzarlo. Para recibirlo, Aben Aboo apostó sus hombres en una ventajosa posición cerca de Lanjarón y aguardó allí al señor duque, instigando mientras una campaña de rumores y falsas noticias para espantar a los cristianos. La campaña psicológica de Diego López consiguió que el duque de Sesa no se atreviese a pasar de Acequia. La guarnición de Órgiva, viendo que no acudía el socorro, evacuó discretamente el lugar encabezando la marcha con un crucifijo y logró alcanzar Motril en una sola noche. Jerónimo el Maleh alzó la villa de Galera, que era de don Enrique Enríquez, vecino de Baza, y pudo rechazar a la columna que los cristianos de Huéscar organizaron en su contra. En respuesta, la plebe de Huéscar intentó atacar a los moriscos paisanos suyos, pero el comendador los protegió encerrándolos en las casas de la Tercia. La plebe, imaginando que ya le había tocado su hora en esta Guerra y frustrada por no poder acabar con los granadinos que más a mano tenían, se dirigió a Galera con gran desorden y desmedida codicia. Jerónimo el Maleh escarmentó a esta gente y la descalabró gravemente. Los indemnes y los heridos que pudieron regresar saquearon las casas de los moriscos de su pueblo. El comendador, para mayor seguridad de sus moros, los encerró en el castillo hasta que fueron desterrados la tierra adentro como los demás del reino. Estas son las cosas que les pasan a los moros indecisos que no se levantan, como sucedió a los albaicineros, a los de la Vega, a los de Huéscar, que todos corren la misma suerte. Ya lo gritó aquella mora de la calle Elvira, que más les valdría morir en sus casas que ser conducidos con mansedumbre al degolladero. El señor marqués de los Vélez abandonó el campo de Lacalahorra dirigiéndose a Baza, donde estaban concentrándose las fuerzas contra Galera. Entre las fuerzas acantonadas la artillería del marqués de Camarasa que, como se verá, había hecho noche en Quesada.
Los negocios de la harina progresan conforme progresa la Guerra y del progreso en los conocimientos profesionales nacen más amplios márgenes. Los negocios de la harina prosperan. Antes daban el cambiazo a los sacos de trigo y en Guadix recibían centeno. Para reducir costes los señores comerciantes producen, ya desde el mismo molino, sacos de arena que es mucho más barata que el centeno. Se ahorran de paso los jornales precisos en el trasiego. Lope de Saravia y Alonso de Mata certifican por parte del concejo la calidad de los envíos. Antón Martínez y Cristóbal de Segura firman que se han retirado de sus trojes las fanegas ordenadas y Francisco de las Navas se entiende con los receptores reales de Guadix. El mesonero Antonio de Baeza es coordinador y gerente, en su bar están las oficinas de la compañía. Soledades del vascón. Juan de Alcalá Amurrio no duerme pensando en su hijo Gonzalo, que le ha salido rana y le está amargado la vida. El vascón quiere buscarle alguna colocación y le suplica auxilio a fray Luis de Prados para que el prior gaste alguna de sus influencias y le encuentre hueco en el ayuntamiento o en alguna caja de ahorros. El vascón le razona al prior que él ha sido toda la vida una persona trabajadora y cabal y que lo son sus otros hijos y que por Dios que le alivie de este castigo que de ninguna manera merece. Los señores negociantes del negocio de la harina hacen las cuentas de su comercio en el bar de Antonio de Baeza. Antonio de Baeza y Francisco de las Navas dirigen el cotarro y emborronan los números para que nadie se entienda, más de la mitad del beneficio no lo reparten con los socios y se lo quedan para ellos. Los socios se miran unos a otros sospechando alguna bellaquería. El cura Guerrero nada precisa sospechar porque todo lo sabe en silencio, pero su situación es precaria y se conforma con la parte que quieran pagarle los directivos de la banda. Antonio de Baeza saca un papel del bolsillo y al ponerlo en la mesa estornuda y se caen al suelo todas las cuentas y a ver ahora quién se aclara y ordena los números. El mesonero saca más papeles del bolsillo y se guarda algún otro, se le cae el tintero y rectifica cifras alegando que son errores y que los tenía apuntados en la cabeza para arreglarlos a la primera ocasión. Lope de Saravia está rojo y la ira le hace sudar, no se contiene y se lía a dar voces diciendo que está harto, que el mesonero les toma por tontos, que él no se calla porque no le da la gana y que no admite ni un momento más estos trapicheos. El mesonero, con palabras roncas y frías, sin levantar los ojos del tapete, le contesta que más le vale cerrar la boca, que todo el pueblo conoce el cuento de los arcabuces y que a él le debe el módico interés de no se sabe cuántos años. Antón Martínez es un pillo hábil y cazurro, mientras sonríe solicita serenidad. Se dice para él que en cuanto pueda le sisará a los sisadores, que quien roba a un ladrón tiene cien años de perdón. El mesonero sigue endiablando las cuentas. Un borracho entra en el local alborotando y Francisco de las Navas lo tirotea con las pupilas. El borracho se queda helado, gorra en mano se arrepiente de sus faltas y asegura, mientras sale del bar andando de espaldas, que él no se había percatado, que no tenía intención de chismorrear, que perdonasen.
Por el puente Primero se acerca la artillería del señor marqués de Camarasa. El marqués de Camarasa envía su artillería para luchar contra Jerónimo el Maleh que tiene levantado el lugar de Galera. Las ruedas de los cañones atruenan las calles, vibran los cristales, los artilleros del señor marqués de Camarasa vienen cansados pero juegan a personajes de importancia y van tiesos como si se hubieran tragado un sable. Sosiego putea a Leonís y le hace sus días imposibles de soportar. Sosiego se aprovecha de las fiebres de Melchor de Peralta que es el único valedor activo que el almotacén tiene en la villa. Sosiego se desenvuelve entre paisanos que le jalean y vitorean y más parece un héroe cualquiera de la mitología patriótica que azuzador de crueldades. La artillería del señor marqués de Camarasa va a reducir el lugar de Galera, alzado contra el Rey Nuestro Señor por Jerónimo el Maleh y sus capitanes monfíes. Por Quesada pasan compañías de soldados y pasan escoltas que protegen las provisiones. Los soldados llegan cansados y sedientos y aunque esta villa es pobre y necesitada, matan su sed y sus hambres con el escaso y humilde género del país. Los soldados que van a la Guerra para probar suerte en los saqueos van contentos. Los soldados que van a la fuerza beben solitarios y melancólicos en un rincón del bar.
Hace meses que los satélites artificiales no pueden sacar una fotografía aérea en condiciones de esta parte de los reinos de S.M. El reino de Granada está oculto por del humo de incendios y combates, por el polvo de los caminos por los que se mueve la artillería del señor marqués de Camarasa, por el que levantan los moros que huyen en todas direcciones, sin percatarse de que se cruzan con los moros que escapan del lugar al que ellos van. Soledades de Isabel de Peralta, hija de Melchor, mujer de Hernando de Lorca. Cada tarde Isabel le da una vuelta a la casa de su padre. En las calles vuelve a desaparecer prematuramente el sol y en el barrillo perpetuo de las umbrías se rompen los reflejos de los faroles y de los escaparates y de los faros de los coches. Melchor de Peralta se recupera de sus fiebres, está muy mejorado. Isabel está casada con un vividor que es un caradura y un imbécil. Isabel no cree que su cruz sea más dura de llevar que otras que pudieran haberle caído, bien visto su cruz es más bien liviana.
Jerónimo el Maleh está fortificando Galera. El señor príncipe don Juan se quejaba del poco empeño que se ponía en la Guerra. Para terminar cuanto antes con la rebelión, el príncipe ideó plantear dos campos, ya se ha dicho, el uno al norte dirigido por él, el otro para que el duque de Sesa entrase en la Alpujarra. Antes de iniciar la campaña de Galera, el señor príncipe don Juan tomó Güejar Sierra a fines de diciembre. En diciembre los aceituneros cogen la aceituna en el hielo de las mañanas. El río Guadiana Menor no es el mar de Alborán, porque en este río son todos más o menos fieles hijos de Roma, no se ven en el Guadiana los barcos que van y vienen del Estrecho, pero se ven al tiempo cuatro, cinco o seis aviones, ellos sabrán adónde van y de dónde vienen. En el silencio del campo el golpeteo de las varas en las ramas de los olivares. Se conoce donde está el tajo por la música de sus casetes de pilas. El niño berrea, el perro ladra, coches, aviones, la madre llama a su hijo, un tractor. A la entrada de todos los pueblos inmensas moles de aceituna se amontonan en el patio de las cooperativas. Contra el sol el humo de una lumbre, una paloma que vuela en la mañana.
En Galera se levantan barreras en las calles y se tapian los huecos de la cerca. Los moros que defienden Galera son gente prevenida y ocupan su tiempo fortificando el reducto a la espera de las acometidas que sin duda vendrán. Galera es el estandarte de la nación nuevamente convertida. En Galera el pueblo de Dios se hace fuerte para poder morir matando. A pocos kilómetros de Galera dice el mapa que yacen las ruinas de Tutugi. No conozco Galera. Me explican que es un llano desnudo y sin agua y que el suelo es de yeso martirizado por el viento y por las fugaces escorrentías. El hijo del Zerrea de Zújar y la mujer que fue de Pedro de Tribaldos trabajan juntos en las tapias de Galera. La secuestrada prepara la mezcla, el feroz secuestrador levanta el muro. El feroz secuestrador no trabajaría con otro ayudante, la secuestrada no quiere otro maestro. El secuestrador y la secuestrada duermen en un pajar y comen juntos y al llegar la noche entran juntos en el bar y beben, pero no se mezclan con los corros de moros que lamentan las noticias de los ejércitos que se acercan. Beben juntos ellos solos, ellos solos se bastan, parece un sueño. Cuando el secuestrador se levanta para mear la secuestrada se estira en la silla y no aparta los ojos de la puerta de los servicios, ansiando sin paciencia el retorno de su dulce monfí que estará ausente apenas un momento. En Huéscar la plebe vaticanista busca en el horizonte la llegada de los ejércitos de S.M. Cuando la artillería, la caballería y la infantería acaben con la agonía del pueblo de Dios, la plebe podrá acudir para robarle a los difuntos sus dientes de oro, sus cadenas y medallas también doradas, algunas de plata, sus relojes, sus botas en buen uso. Los más desaprensivos de la plebe victoriosa serán capaces hasta de fumar los paquetes de tabaco que encuentren en las ropas del naufragio de la nación nuevamente convertida, ahora cruelmente exterminada. Castilléjar, Orce y Benamaurel están evacuados y sus moros y sus moras y sus moricos y sus moricas trabajan tapiando las entradas de Galera. A los moros de estos pueblos no les parece correcto que la secuestrada le saque bastantes años a su feroz secuestrador, sería lo propio al contrario. En Quesada los parientes pagan misas por la salvación de la santa esposa de Pedro de Tribaldos. En Semana Santa o en verano iré a Galera. La carretera es mala. Seguramente ya no quedará nada, tal y como ordenó el señor príncipe don Juan.
Melchor de Peralta, caballero, propietario, alcalde que fue de esta villa, ha salido muy debilitado de las fiebres que le atenazaron estos meses. Melchor ha despertado de sus enfermedades del alma completamente aturdido, es un autómata sin voluntad, ni sufre ni goza y sólo siente el cosquilleo, sopor ebrio, de la conciencia. Para animarlo, para devolverlo suavemente a la rutina de los locos normales, sus amigos y sus parientes lo mandan a capitanear una escolta de provisiones hasta Guadalentín, que es frontera con el reino de los moros. Isabel viste a su padre el equipo de guerra y los buenos amigos, que nunca faltan en las ocasiones, lo montan en el caballo. Para cuidar de él, para ser su sostén y muleta, el fiel almotacén acompaña a su protector. En diciembre las mañanas son frías y puras, los horizontes claros, al saltar el puerto Ausín brilla la nieve en Sierra Nevada, brilla el Caballo y el Veleta y el Alcazaba y el Picón de Jeres y brilla el Mulhacén que parece desde esta parte del mapa parejo e incluso menor a sus súbditos. Desde Quesada se ve Sierra Nevada con gran nitidez. Para ver Quesada desde Sierra Nevada hay que buscar hurgando en la atmósfera, nunca lo suficientemente limpia, para ver a tan gran distancia un lugarón tan perdido. A causa de sus complejos los pueblos pequeños viven pendientes de los pueblos grandes. Para que las ciudades no los relacionen con los inferiores, los pueblos grandes ignoran y menosprecian a los chicos. Melchor de Peralta es el capitán vegetal de una escolta que conduce hasta Guadalentín sacos de arena. La banda del estraperlo se frota las manos porque Melchor está gagá y Leonís medio tonto y no hay con ellos peligro de que levanten la liebre y, con el solo aval involuntario de su presencia, el prestigioso caballero puede acallar habladurías. Los fieles perros de presa, a las órdenes de los malvados, se cachondean de la cabeza de esta escolta, de la cabeza que merodea por las Batuecas, y silban imitando el vuelo de los cohetes y rematan con un pum estruendoso y se carcajean. Leonís vuelve la cabeza mosqueado. En la necrópolis ibera de Ceal, que es lugar significado, la escolta almuerza y no le da asco almorzar en un cementerio porque en este siglo las gentes son muy ignorantes y poco sensibles a los recuerdos del pasado y no tienen puta idea de lo que significa necrópolis. Si fueran leídos y entendidos en las sutilezas etnológicas podrían hacer chistes malos y racistas de humor negro, decir que necrópolis es un cementerio de negros. Las gentes de esta villa tan pobre y necesitada son muy rudas y desinformadas. Las gentes de esta villa sufren tanto frío y tantas calamidades que en sus conversaciones apenas si se trata de otra cosa que no sea de alimentación y reproducción. En los Castellones de Ceal, sobre el camino de Hércules, Leonís intenta animar a su protector y sacarle del mutismo en que se encierra. En algún sitio he leído que el camino de Hércules pasaba por Ceal, por Lacra y Toya hasta Cástulo, pero creo que este es otro camino y que el del héroe pasaba más al norte. Leonís le señala a Melchor un almendro que ya comienza a florecer abrigado en la hondonada del río. Leonís reflexiona sentenciosamente sobre la sequedad de estos laberintos de barrancos estériles que adelantan más de un mes los síntomas del final del invierno. Leonís le cuenta lo que va bien y lo que va mal en la villa y Melchor ni se inmuta, parece un santo de palo. Por mucho que se les rece, los santos de palo no dicen ni buenos días ni buenas noches. Antes de rendirse prueba Leonís con las odiosas comparaciones y, haciéndose el agraviado, le exhorta a no quejarse tanto, porque no tiene de qué, que con las desgracias y penas que hay en el mundo él es un privilegiado a la vista de las vidas tan azarosas que sobrellevan las gentes. Sin ir más lejos Leonís, él mismo por ejemplo, vive martirizado por las burlas de Sosiego, que del tonto caído todos los aburridos hacen chascarrillos. Mal día fue aquel en el que se le ocurrió a Melchor colocarlo de fiel almotacén, para él queda el calvario que está pasando. Melchor de Peralta, caballero, propietario, alcalde que fue de esta villa, sale de su ensimismamiento vegetativo, clava la mirada en los ojos del dolorido pupilo, sus manos le acarician el pelo y le secan las lágrimas, el aire frío alborota los espartos de los cerros, el día es claro y puro, debajo el Guadiana Menor, encajado en tajos profundos, que no conoce el viento ni los hielos, un pájaro grande vuela sobre el erial rajado por la caótica sucesión de ramblas. Melchor de Peralta no dice esta boca es mía y queda en su vivir ausente. Leonís, derrotado, se refugia en el propio silencio. Partió de Granada don Juan en la mañana del veintinueve de diciembre según el plan que había trazado. El día treinta se alojó en Guadix, celebró la Nochevieja en el castillo de los duques de Gor y el primero de año comenzó a organizar, en Baza, el asalto a Galera. Desde esta ciudad pasó a Huéscar en una marcha muy penosa, porque los moros habían soltado las acequias y empantanado las vegas. El señor marqués de los Vélez, molesto con la llegada del príncipe que se le antojaba acusación indirecta a su manera de llevar la represión, se retiró muy disgustado a su lugar de Vélez Blanco. Mármol pp. 309-10.
En estas dos primeras semanas de diciembre no se ha manifestado en la cabeza de Melchor ningún síntoma de mejoría. Pero hoy, diecisiete de diciembre, Melchor se ha lavado y afeitado y sale a caballo después de desayunar, armado con su equipo de guerra. Los viejos que acaparan el sol de invierno en el jardín y los aburridos que deambulan por la plaza se sorprenden mucho viendo la estampa del caballero en su montura. Melchor busca entre los corros desocupados al cruel Sosiego y al encontrarlo, desde la altura de su posición, le da una patada en la cara. Sosiego, caído en tierra, recibe golpes y se protege la cabeza como puede con los brazos y las manos. Melchor le agarra los pelos y le machaca la cara contra el suelo hasta que el desvergonzado sangra. Melchor parece frío y sereno, no hay cólera en su mirada ni tiene descompuesta la expresión. Melchor desnuda a Sosiego y le ata las manos a la cola del caballo y así lo arrastra por todas las calles del pueblo. Melchor cabalga frío y sereno, su aire es el mismo aire ausente de los últimos meses. Los vecinos asisten espantados desde las aceras, desde las puertas, desde los balcones y ventanas, al desfile del caballero arrastrando a Sosiego por los suelos. Aquellos que le reían la gracia a Sosiego ahora le vuelven la espalda. Sosiego, desnudo y atado a la cola del caballo, arrastra sus heridas sangrantes por el barro y la podredumbre de las calles. Nieva cuando muere el año. El nieto de Zabazaque vende sus míseras mercancías de moro en el bar Marisol. El nieto de Juan Zabazaque es emigrante clandestino y vende consoladores con estuche en forma de pimiento y bombas de aire que dice que sirven para inflar ruedas de coche. Si puede, si ahorra, intentará pasarse a Francia porque no es ni andaluz ni berberisco, es granadino y de Granada nadie se acuerda ya. El nieto de Juan Zabazaque es un emigrante renegrido y estoico que duerme al raso debajo de una oliva. Los padres y los hijos del milagro de los sesenta que tanta gente despidió a las alemanias, panzas soeces, cerebros pringosos, se burlan del emigrante hambriento. Al final, entre risas y chirigotas, terminan comprando y el moro, valiéndose de su talento, engaña a los castellanos. La Virgen de Tíscar Matamoros, con su medialuna derrotada y caída a los pies, preside desde una estampa enmarcada en azul este Occidente nuestro que nos hemos inventado. La Virgen, desde su estampa enmarcada en azul, sonríe maternalmente y transige con estas necedades racistas de los vecinos porque, al fin y al cabo, son sus hijos. Nieva. Un gracioso arranca el ventilador del bar y alborota calvas y peluquines, alborota los pocos tupés que nos van quedando. Nieva. Antes nevaba más. El coche se atraviesa en la carretera atascado por la nieve y no anda ni para delante ni para atrás. Nieva y los vecinos se asilan en los bares y en las mesas camilla. Los vecinos beben cerveza y vino, algunos anís, los vecinos comen polvorones y mantecados, hojaldrinas y figurillas de mazapán. Un viejo se saca la dentadura del bolsillo, cuando lo miran con asco y asombro dice que la necesita para comer turrón del duro. Nieva. Antes nevaba más, siempre se ha dicho.
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