martes, 7 de enero de 2025

CAPITULO II. EL MILENIO SE ACERCA ANUNCIADO POR LA LUZ DE LAS HOGUERAS.

                     Milenio que arde de un extremo a otro de la tierra en las iglesias de todos los pueblos. El cielo es rojo y la ira corre por las torrenteras.

           En una alquería de lo alto del Cehel, hoy Contraviesa, el día es limpio aunque lentamente suben desde la costa jirones de niebla. Un grupo de jinetes monfíes esconden sus bestias bajo un nogal, el único que sobrevive en el barranco, y un práctico del terreno, caballero en rucio ruin, se adelanta solo avanzando por el camino. Las higueras y los almendros guardan carrera, detrás del cerro más grande se asoma la sierra de Gádor teñida de rosa en el ocaso. El práctico se acerca al cortijo y los perros acuden ladrando frenéticos. Una figura casi inmóvil, sentada en el poyo de la pared, acoge sin levantarse al viajero y da la bienvenida a la gente de paz, temerosa de Dios y fiel al pueblo dolorido. El práctico gesticula asomado al borde del precipicio y grita a sus compañeros mientras agita un trapo. Los monfíes remontan presurosos la cuesta. Los monfíes son la escolta de Aben Daud, enviado granadino a las tierras de Berbería para gestionar auxilio y socorro a la rebelión que se trama. Desde la sierra de Lújar los monfíes lo acompañan y conducen por los vericuetos clandestinos del monte, concertando ayudas, allanando obstáculos. Es mayo del año de mil quinientos sesenta y ocho y un terremoto de desesperanza sacude los campos y los pueblos del reino conquistado no hace mucho El que está sentado en el banco del cortijo es Juan Zabazaque, anciano venerable que aprovecha con avaricia senil los últimos rayos de calor. Vuela un gavilán por las espesuras del despeñadero. El anciano venerable, que sabe de la muerte cercana del mundo, sobrevuela con tristeza los tiempos del pasado. El gavilán cae, como una piedra, como atravesado por la puntería del ballestero. Juntos en el hogar, solos en el escaño, el valeroso mensajero cuenta al viejo con entusiasmo los grandes días que vendrán. Le dice del poder del Turco, de los miles de concertados que hartos de alzar la voz alzarán sus fuerzas, de las debilidades regias y de la enemiga protestante. Si hay que morir morirán luchando. Antes de la extinción, el epígono de muerte y épica. Morir matando.

           —Antes de que otros se las manchen con la mía, me llenaré las manos de su sangre. Todo está perdido, nada más podemos perder, la muerte ya la tenemos.

           Daud se enciende con los fuegos de la pasión, la cara iluminada por las llamas del hogar, una pequeña ventana de madera filtra los destellos de la luna. Tras ella un cielo sin estrellas, el perro ladra en la puerta, pero la noche no se asusta. Daud, moro granadino mensajero de la desesperanza que se niega a dejar de soñar, habla y manotea, se levanta y se vuelve a sentar agitado:

           —Los de la Vega están avisados, no pueden fallar. Les vamos a coger en sus camas y cuando invoquemos a Dios desde la Vela todo lo habremos ganado. Todo lo tenemos perdido, nada más podemos perder. Cuando vuelva de Argel traeré el mandato divino y santo de la rebelión y traeré el poder berberisco. Muertos ya lo estamos, antes de morir mataremos... El mundo ya se ha terminado...

           Los perros ladran a los fantasmas que vagan por el cielo y en las cuadras comen, ríen y beben los escoltas monfíes a la luz del candil. Desde la era se escuchan las voces y las risas, las rendijas de la puerta iluminada por la reunión dibujan en la oscuridad la idea de puerta. La noche llora por Granada e incluso el rey Mulhacén se compadece de esta especie a la que aborreció. Los barcos trazan en alta mar estelas de espuma. La brisa temerosa penetra en el cortijo, ulula un cuco en la higuera cercana. Juan Zabazaque menea la cabeza y aprieta los labios, los ojos atados al fuego del hogar. Juan Zabazaque se arquea aplastado por el peso de la memoria. La memoria es el resto de tradición que le queda al pueblo de Dios, su última institución. La memoria es débil y morirá con su pueblo. Los recuerdos serán cosa del vencedor, que al vencer impondrá los suyos, los únicos que sobrevivirán. Daud habla y gesticula, las venillas de la sien reventando, el anciano venerable ya no le escucha. El anciano venerable sufre por la carnicería que vendrá. El anciano venerable está cansado y se siente incapaz. Guardián del pasado, asistirá impotente a los inmediatos días, los últimos del mundo:

           —Realmente es un suicidio pero no se me alcanza nada que pueda oponeros a esta desgracia. Tantas veces confiados, tantas engañados, tantas traicionados... Será un holocausto, vendrán sobre nosotros con hambre de saqueo, están esperando un gesto nuestro para declarar abierto el genocidio... ¿Pero cómo me podría oponer? Si hagamos lo que hagamos vamos a desaparecer ¿Cómo voy a pediros que mantengáis la cabeza fría? ¿Cómo os voy a recomendar piedad para los que agarréis? Sabiendo lo que pasará os lanzáis a la muerte con alegría histérica y salvaje, y no os lo puedo contradecir.

           El anciano venerable musita sus lamentos y Daud escucha triste, de nuevo sentado en el escaño, el pelo negro ensortijado que brilla en la soledad de la habitación, los ojos que inyectan brío y odio en las paredes desconchadas. Una alacena entreabierta y las ascuas encendidas que gritan con el calor. Milenio rojo, la luz de la luna se descompone tras la ventana y penetra por las junturas de la madera vieja y descoyuntada. Los ojos de Zabazaque están apagados y perdidos en la noche.

           —Será una carnicería. Se añadirán penas a las penas. No sé que deciros. Con nada os puedo contestar...

           Juan Zabazaque es un anciano canoso que conoció casi desde el principio la esclavitud de su pueblo tras la conquista y derrota (de la auto esclavitud original nadie se acuerda hoy día). Si estas gentes fumasen estaría la habitación cargada de humo, las colillas ardiendo en la lumbre. Juan Zabazaque es un moro acomodado que vive en una alquería de los Ceheles. Los Ceheles, hoy más corrientemente Contraviesa, son una tierra dramática que se creó para la tragedia. En el paisaje frío y desolado corre el silencio por las laderas y los faros de un coche se pierden fantasmales en el recodo de la carretera. La luna blanquea el mar de Alborán y, velada por la niebla al otro lado de las olas, la silueta de la tierra del Moro es un perfil negro entre el agua y el cielo.

           Al amanecer, con el sol brillante en los valles, las nubes que nacieron litorales se han agarrado a las cumbres de la Contraviesa acentuando su dureza. Cuando Aben Daud y los monfíes se alejan de la alquería Juan Zabazaque los despide desde una altura del camino, enfrente de la vieja encina que, casi desde el cielo, contempla el mar. Muy pocos días después Daud se humedece la frente en las playas de Adra. Engañado por un pescador cae en las garras de los soldados de S.M. y con él cae la carta para el rey de Argel. El barquero traidor cobró sus dineros para cruzar a Daud hasta Berbería y también cobró por entregarlo a la ley cristiana. Las esperanzas de los desesperanzados fueron un poco más desesperanzadas. Cuando los soldados conducían a Daud para que el presidente Deza le torturase en la Audiencia, una fuerte tromba de agua, barro y piedras caídas desde el paraíso, desbarató la expedición y Daud, empapado en rencor y coraje, pudo escapar de las manos de sus guardianes. Era el mes de noviembre de mil y quinientos sesenta y ocho. Otoño atroz de tormentas y de presagios. Se refugió Aben Daud en una cueva de Rubite. Cuando una partida de monfíes lo encontró, apenas le pudieron reconocer con la cara medio helada, esquelético, derrumbado de cuerpo y alma. Cuando muera Aben Humeya, cuando ajusticien al primer rey de los andaluces que conoció este siglo, Aben Daud de nuevo será embajador en Argel. Pedirá y obtendrá de Aluch Alí la confirmación de Diego López Aben Aboo. Ya nunca regresará a Granada su alma valiente y apasionada. Conspirador de primera hora, no perecerá en el incendio de la sangre. Pocos se salvaron y la mayor parte de los que lo consiguieron salieron de entre los decididos y batalladores. Muy pocos de los indecisos y tibios terminaron bien parados, algunos de los que nada tenían que perder ganaron algo.

           El jueves veintitrés de diciembre de mil quinientos sesenta y ocho había llovido de día y de noche. El frío intenso resbalaba por el suelo pizarroso. Cuando, según la norma del reloj natural, debería de clarear la aurora del día de Nochebuena el aguanieve impidió cualquier cambio apreciable en la luz. Andada la mañana el tiempo cerrado siguió sin compadecerse de la festividad.

           Nochebuena en los reinos de S.M. En Granada el pueblo de los nuevamente convertidos no celebra nacimiento alguno. El señor marqués de Mondéjar, capitán general de Granada, abatido por los presagios, no pega ojo y se desvela sudando. Invierno recio y húmedo, cataratas de hielo que se degradan desde las nubes y en los suelos se deshacen en torrentes avasalladores; ya no existen los vados, el zarzal se sujeta como puede a una grieta de la orilla pero el agua, hoy más poderosa, termina con su obstinación. Los súbditos leales a S.M. celebran el parto divino. El señor inquisidor está hastiado de su rutina plana y un familiar del Santo Oficio le ha cogido afición al robar y roba con naturalidad, como el que respeta un disco rojo, como el que pide que le llenen en un bar. Día de Nochebuena con tiempo recio, angelillos culones revolotean entre los borbotones grises del temporal. San José pesca en los ríos revueltos de diciembre, la Virgen lava los pañales en un remanso del huracán, el buey y la burra hunden sus pezuñas en el barro, los pastores no asoman la gaita fuera de la cueva en la que se abrigan. Nochebuena, mil quinientos sesenta y ocho, este año los curas alpujarreños cenarán polvorones de sangre y de fuego; en la Misa del Gallo ahora oficia el pueblo de Dios, a la fuerza nuevamente convertido. Dicen que un pescador, apóstol sería, vio acercarse en la marejada la ola brutal del maremoto y, aunque corrió diligente a dar aviso, fue tarde para el remedio. La fiera ha roto la soga. Nochebuena, está naciendo un genocidio.

           Acaba el día que casi no lo ha parecido, el viento de levante barre la atmósfera y con las primeras sombras refulge la luna allá en las nieves más altas. Juan Zabazaque por la vereda de la era y su nieto de la mano. En sus madrigueras de piedra y launa el pueblo de Dios, que ya está impaciente, se lanza a las plazas armado de furia y de desconsuelo. Los almendros desnudos gotean la humedad y alguna hierba crece entre la pizarra. Zabazaque arrastra con fatiga sus años por el camino de la era y el nieto da distraídamente patadas a la tierra. Donde la pendiente alcanza su cenit se detienen en silencio. La Contraviesa es un gran angular y abarca la Alpujarra entera, desde Lújar a Gádor.

           Con las primeras sombras, sombras alpujarreñas tanto tiempo desesperadas saludan con salvajes alaridos el final de la sumisión. El milenio se derrama como una balsa reventada, el pueblo de Dios manda de nuevo en su pueblo y de nuevo se apellida creyente. Un estremecimiento febril sacude las entrañas del mundo. Los cristianos fieles, los súbditos leales de S.M., abren con asombro los ojos y se dibuja en sus caras una mueca grotesca de sorpresa y espanto. Huyen y se encastillan en las torres macizas de las iglesias, maldicen a la humanidad descreída, racimos de mujeres rezan en un rincón, curas y beneficiados, orgullosos cofrades de la cofradía del poder de S.M., asoman sus caretos por los vanos donde cantan las campanas y en sus rostros, mudos, paran los insultos y los alaridos de un gentío informe que rodea el refugio. Ya saben lo que les espera, muy bien conocen la escasa vida que les queda. Muchos están resignados y serenos, muchos han perdido el habla.

          ¡Armas! ¡Armas! Gritará siglos más tarde un nuevo milenio. Un individuo maduro, ese al que tantas veces despreciaron, ese vecino de cuya imagen reposada y tranquila el tiempo y la costumbre hicieron paisaje, ese otro moro que fue amigo, todos, a grandes voces, les conminan. Hachones encendidos iluminando la escena, facciones anaranjadas arriba y abajo, rostros verdes y rojos, de miedo y de ira:

           —Dejad la torre, que nada os pasará. ¡Bartolomé de Salas!, baja de ahí que te podamos salvar.

           Donde no alcanzan los hachones llega la luz de la luna. Una lechuza vuela despectiva a otra cama, con bufidos sordos se distancia del conflicto. En lo profundo del barranco ruge el río, aúlla la masa en la plaza del pueblo:

           —Bajad de la torre y no moriréis...

           El beneficiado rumia pensativo sin creerles. Tiene en ellos la misma confianza que él les inspiraba.

           —¡Perro!, llama agora al arzobispo y al presidente y a Albotodo que te favorezcan.

           Mármol llora profesionales lágrimas de tinta al contarlo. Con la cabeza caída sobre la pared, el beneficiado encomienda su alma negra de sotana; los fieles cristianos contemplan la imagen patética del cura y sus miradas le imploran algún remedio. La muchedumbre continúa aullando y parece que nunca se cansará. Cadenas humanas arriman en volandas ramas, troncos, leñas sin dueño, que nada lo tiene esta noche de milenio. La pez amalgama el combustible y le da potencia, piltrafas incandescentes se elevan en el fulgor de la hoguera, el humo se confunde con las toses dentro del refugio. Racimos de mujeres suplican al dios que las ha abandonado, alguna ya muere asfixiada. Ruge la multitud y levanta puños, maldiciones, amenazas, escupitinajos todavía verbales vuelan en la noche. Es la fiesta de la redención. No quedará lugar para los malvados.

           En la ciudad es Nochebuena, el arzobispo come polvorones, el señor corregidor revuelve los rizos rubios de su hijo. Misa del Gallo. Es Nochebuena en los reinos de S.M. Está naciendo un mundo nuevo de emociones desesperadas. Mañana tendrán noticias en la ciudad capital de este milenio, mañana lo sabrán y los pecios cristianos contarán en Bib-rambla las atrocidades de las montañas a un público pobre y hambriento, de antemano sediento de venganza y saqueo. También las oirán los hermanos de los serranos, que disimularán por las esquinas con el corazón contento.

           Cuando ya no queda aire, cuando ya casi no se puede respirar, se abren las puertas y salen desmayados los perseguidos, algunos con las ropas encendidas, con llamas que nadie se ocupa de sofocar. El lobo indefenso se entrega a las feroces ovejas. Desnudos, las manos atadas a la espalda, esperan en la plaza la luz del nuevo sol, el espectáculo no casa con la oscuridad, que vean los tiempos como el pueblo de Dios rompe sus cadenas. Golpes, salivazos, pedradas, cuchilladas, los prisioneros en cueros y de rodillas, puestos en fila. Cada vecino administra su parte alícuota de venganza. Las vecinas ajustician con agujas de coser, cientos de pinchazos atormentan las pieles. Palpitan las vísceras del beneficiado mientras lo descuartizan colgado de una higuera junto a la fuente de cinco caños y el pilar blanco. Quedan las carnes arrojadas a los estercoleros. Muchos cristianos que se salvan están en una mohosa bodega, patrullas volantes de monfíes darán cuenta de ellos. Las mujeres jóvenes serán un fino obsequio para el rey de los andaluces. Almuédanos poco prácticos del oficio se improvisan en cada caserío.

           —Solo hay Dios.

           Hay fuegos. La Alpujarra arde. El nieto ya no juega con las piedras, su mano se aferra a la del viejo, ambos miran encandilados como empieza el capítulo agónico y final de la historia del pueblo de Dios.

           —Hay fuegos, abuelo. Hay fuegos...

           Juan Zabazaque en su tristeza. Ensimismado en la melancolía, oye clarines y timbales, dulzainas que le avisan del fin del mundo. En la noche clara de luna arden a un tiempo las torres blancas, macizas y encastilladas, de todos los pueblos que se asoman al horizonte: Lanjarón, Órgiva, Soportújar, la taha de Poqueira entera, la de Ferreira, los Bérchules, Juviles... El resplandor anaranjado mancha de brillo caliente la corona de nieve, azul de luna, escuadrones de viñas en formación irregular descienden las laderas de los Ceheles buscando el Guadalfeo, y siempre a la espalda el mar, el mar rizado, atravesado por enormes petroleros, barcos y más barcos que vienen y que van, escenario mudo, sin ruido, inmensas distancias de la visión nocturna, luna llena, la encina y la higuera solas en el páramo. Aquella franja más oscura en el horizonte es el Moro, parece que aquello que brilla es una luz de Berbería; el Estrecho estrangula y regula los flujos del océano vecino, los faros de un coche se pierden en un recodo de la carretera, un almendro desnudo mortificado por la escarcha.

           Juan Zabazaque aferra la mano de su nieto. Él es el pasado sin futuro, el nieto es el futuro que ya no vendrá. Ráfagas de viento cortan la piel del joven, la del viejo es una coraza arrugada, caparazón que aísla del sol y de los hombres. Por las mejillas coriáceas podría rodar una lágrima. Los clarines y las trompetas anuncian el fin de un pueblo que muere matando. Nada será igual, se acabaron las penas, se acabó todo, pequeñas historias individuales arrastradas por la riada se pierden en el mar. Ya no habrá que preocuparse por el granizo, por la enfermedad del mulo, por el hielo traicionero de abril que quema la flor del almendro. Todo se está acabando y nada será igual, todo se ha perdido, no hay día ni sol, ni agua, cielo, invierno, noche, luna, verano, amor...

           —Perro, di agora la misa, que lo mesmo hemos de hacer del arzobispo y del presidente.

           Es lo que cuenta Mármol que le escupieron al beneficiado Juan Lorenzo, de Laujar, después de pegarle en la boca con la suela de un alpargate como símbolo de menosprecio, los pies desnudos en un brasero encendido. Juan Zabazaque abraza a su nieto, los dos inmóviles con la vista en la gran hoguera. Las entrañas despanzurradas de las minas del Conjuro son rojas, el barranco de la Sangre, el río Bermejo... Solo hay Dios. El mundo ha comido pólvora encendida. El pueblo de Dios se perderá, se acabará Granada.

           Toda la Alpujarra apellidó el nombre y secta de Mahoma la tarde del viernes veinticuatro de diciembre de mil quinientos sesenta y ocho. En Lanjarón los cristianos se encerraron en la iglesia. Según Mármol, Farax incendió el edificio, que se hundió sobre las cabezas de los refugiados. En Órgiva los moros flamearon un pendón rojo con lunas de plata y los fieles a S.M. se metieron todos en una torre fuerte, donde pudieron resistir hasta que los auxilió el señor marqués de Mondéjar. En Soportújar mataron al beneficiado del lugar acuchillándolo y lo mismo hicieron a su criado imberbe. En Poqueira y Ferreira habían oído decir a los viejos que jamás fue tomada esta tierra por fuerza de armas. Por eso Bubión madrugó más que nadie y se levantó por la mañana. Con zarzas y leña quemaron la iglesia. En Pórtugos reservaron a unos cuantos cristianos para que con cuerdas amarradas al cuello arrastraran los cadáveres de los suyos hasta el muladar, después los sacrificaron de cuatro en cuatro, sentados y desnudos en medio de la plaza, cada vecino los hería a su modo. A dos mozos los ahorcaron en las afueras del pueblo. En Mecina y en Fondales perecieron dieciséis cristianos. En Pitres ataron una cuerda a los pies del beneficiado y lo colgaron de una garrucha en lo alto del campanario de la iglesia. Hasta tres veces lo alzaron y dejaron caer. Murieron en el lugar veintitrés cristianos. En Juviles el Zaguer, enemigo de salvajadas, salvó a unos cuantos pero se cuidó muy mucho de oponerse a las otras muertes que se hicieron necesarias. En Murtas los pasearon hasta las tapias del cementerio.

           El sábado veinticinco, Navidad, se conocen tristes noticias en Granada. El dios que protege a S.M. ha comenzado el exterminio por los exterminadores. Espíritus emboscados aguardan la señal oportuna en los sótanos del Albaicín. Hay fuegos, Juan Zabazaque desanda la vereda y regresa al calor del cortijo. La cabeza del mulo asoma sus ojos de infinita paciencia por la portezuela de la cuadra. En las cámaras revolotea una paloma que ha despertado de alguna pesadilla. En el cerro un conejo roe el tronco de un almendro joven. Juan Zabazaque empuja la cancela y entra en la explanada de la casa. Su nieto, tiritando de frío, está a punto de llorar asustado por los tétricos fuegos de la noche. El rostro desencajado del abuelo parece tallado a cincel con la luz de la luna. Arde la lumbre en la chimenea y las llamas juegan a las sombras con las paredes de cal. Las sombras se agitan y bailan.

           Juan Zabazaque no ha comido en todo el día. Cerca de la lumbre el cuerpo amojamado entra un poco en calor. Las fuerzas que sostienen sus pies son pocas, las ganas de continuar nulas. No necesitará morir de su mano para liberarse del dolor. Presagios que son certezas enlutadas cabalgan caballeras en negras monturas y el eco de las sierras amplifica el galopar de los cascos por el camino. Una sartén repleta de migas, botellas de vino y vasos chatos de cristal, acosando la mesa sillas de culo de anea, platos de torreznos, pimientos, alguna fruta, boquerones y sardinas, chorizo y una morcilla, el tocino va y viene de las ascuas. Migas de harina, digestión de buitres. Los paquetes de tabaco en la tarima de la chimenea, en las paredes cacharros y platos de Fajalauza y Níjar, el aguanieve que golpea otra vez los cristales de la ventana, la reja poderosa hunde sus raíces en el subsuelo, telarañas de cerdo cuelgan en las vigas de madera y en el fuego se inmolan sarmientos de vid y podas de almendros. Juan Zabazaque come compulsivamente. Tristes serían aquellas migas del moro sin tocino, sin vino. Triste es la fiesta de la despedida. Por la parte de la era un resplandor vago que el viento aviva en la sierra. Juan Zabazaque come como si fuera la última vez que lo hace, tampoco le quedan muchas ocasiones. El pueblo de Dios se ha perdido. Se acabó Granada. Milenio que arde en las iglesias de todas las aldeas de un extremo al otro de la Alpujarra. El cielo es rojo y la furia corre por el lecho de los torrentes. Solo hay Dios... Se acabó Granada. La estela de un barco que, cerca del Estrecho, brilla acariciado por la luna.


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