Es
tercer día de pascua, lunes veintisiete. Ayer domingo se alzaron todos los
pueblos del valle de Lecrín. Los moros se deciden creyendo que el Albaicín está
levantado y que está por ellos la Alhambra y toda Granada. Algo ha mejorado el
tiempo y parece que amaina el temporal, a ratos incluso el sol se asoma y
derrite las pequeñas praderas de nieve, los chuzos se renuevan en la helada de
cada amanecer. Maniobras y argucias en las casas de la Audiencia. Discuten el
corregidor y el de Mondéjar. Están ansiosos los veinticuatros y otros caballeros
principales por correr a los moros, el señor marqués no quiere desamparar la
ciudad, que no llegan a doscientos entre caballos y peones los que guardan la
Alhambra. En Bib-Rambla y en la plaza Nueva, en todas las calles de Granada,
cuentan penas los fugitivos de la Alpujarra que acaba de llegar y que vieron
con sus ojos de ver milenios el martirio de beneficiados y beatas, de
traficantes, baratilleros, de un letrado de Ugíjar y algún soldado robagallinas
que por casualidad esa tarde pasaba por el infierno.
Fuegos en la Alpujarra, todavía
calientes sus ascuas. Los grajos comen en lo hondo del barranco la carne
insepulta y corrompida, una mora fondona se ríe con risa chillona adornada con
los oros profanados de la iglesia y los monfíes exigen que se los entregue,
porque son los oros de la Causa. Aún corren apretados nubarrones por el techo
de este reino, como se quede raso la escarcha helará las ferocidades y los
miedos que andan sueltos. El airecillo gélido llegado del norte limpia con
disimulo la atmósfera y las pitas y las chumberas envidian, tiritando, a los
árboles desnudos escondidos en sus troncos para que no los vea el invierno. El
cura de Béznar zarandea la conciencia de los cristianos viejos sensatos y
reposados, la de tanto cristiano viejo mísero y hambriento que anda tirado por
esas calles. Harapientos santones, venidos de quien sabe dónde, pregonan
venganza por Granada. Los plateros, los relojeros del Zacatín, los
propietarios, los menestrales, la gente de azada y pico, los aguadores, los
dueños, los arrieros, fregantines y pedigüeños, todos piden venganza. Ojos inflamados
por la ira, también por la codicia, miran las cuestas que suben al Albaicín.
Ojos temerosos, timoratos, acomodados, desde arriba miran las mismas cuestas.
El pueblo de Dios ha perdido el
instante ventajoso de la sorpresa, el señor marqués y el vecindario ya están
prevenidos, pero el señor marqués se siente inseguro con sus apenas doscientos
soldados. Se lo guarda para sí, pero espera que para cualquier momento caigan
sobre la ciudad legiones de monfíes y de turcos. El pueblo de Dios y el pueblo
fiel de S.M. se estudian con atención felina mientras trabaja en silencio la
levadura del odio. Un rayo frío de la aurora lame los tejados helados del alba
y algunos indigentes, congelados por dormir al raso, reciben al nuevo día
abrigados bajo una manta de escarcha. No duerme el señor marqués preparando sus
armas, teme que en cualquier momento se presente la muerte vestida con toquilla
turca y ojos berberiscos. En una taberna con horario de veinticuatro horas los
desperdicios de la cristiandad vieja, todos borrachos, algunos tullidos, discuten
con grandes gritos el reparto de las ropas y los dineros, muebles y ajuares que
estarían dispuestos a robarles a los albaicineros. Golpes de trancas y portones
violan el silencio de los barrios altos de moros. Comerciantes y tenderos,
truhanes y pícaros, muchos burgueses de existencia tranquila, muchos
desheredados, preparan sus alforjas, sus armas y sus codicias mientras sueñan
con el botín de la guerra. Se transforman así las almas de todos, unas por lo
que esperan ganar, otras por lo que temen perder. Hay mucho miedo en el
Albaicín, naufragan las esperanzas de aquellos que pensaron que todo se
resolvería en unos cuantos días de alborotos, tiemblan de pánico muchos
nuevamente convertidos cuando se enteran del aviso que se ha dado a S.M., al
señor marqués de los Vélez, a las ciudades y villas de Andalucía.
El tercero de los días de pascua,
lunes veintisiete, una comisión de temerosos albaicineros quiere visitar al
presidente Deza para implorar protección, asegurar lealtad. La encabeza
Francisco Abenedem, el albañil que trabaja en la Casa Real de la Alhambra. Le
acompañan el Adelet, cerero, en cuya casa se conspiraba el pasado otoño y
Miguel Mozagaz, uno de los tres capitanes previstos en el plan inicial. La
comisión de moros albaicineros baja las cuestas orlada de vergüenza y cobardía.
Alguna vieja cierra con desprecio su ventana al paso de los indecisos que no se
atrevieron, que ahora hacen de tripas corazón para salvar comercios y
pescuezos. El cielo casi desnudo, un airecillo helado repta por las faldas
blancas de la sierra. Se ha tomado muy
en serio S.M. la rebelión de esta provincia y no es para menos, que las viudas
y los descuartizados se pueden tolerar, pero anda por medio el Turco acechando
desde su orilla berberisca. La Sublime Puerta es el eterno enemigo pérfido que
le ha tocado a la Patria en este siglo, por encima incluso de los herejes del
norte.
En la plaza Nueva las hordas de
ganapanes ansiosos de guerra y saqueo fusilan con la mirada a los embajadores
moros. Flamean las banderas en la torre de la Vela. Por el portón de la
Audiencia sale una procesión de Semana Santa. Es un cristo muerto que yace
dentro de urna de cristal, solemnes y enlutadas las autoridades, una familia
endomingada espera el paso comiendo pipas, la barriga le cuelga por encima de
la correa al padre, el niño patea a su hermana, reclutas en uniforme de gala,
palas y picos relucientes, armas negras, aires marciales, una virgen dolorosa
con lágrimas de falsa pedrería y puñales clavados en el corazón de latón brillante,
música fúnebre, vendedores de globos y caramelos, un cantaor de saetas. Enero
frío, luz despejada en la mañana, trasparente como el cristal de roca, desde un
balcón de las casas del ayuntamiento un concejal tremola el Pendón Real por los
ínclitos reyes de Castilla y Aragón. Granada cristiana, lujo y miseria de la
provincia pobre y apartada.
Cuando la comisión de moros entra en
la plaza Nueva un visionario, un santo varón vestido de harapos y de mugre,
electriza a las masas hambrientas de pan y de sangre. Si los tres no se
refugian pronto en la Audiencia los trinchan con los dientes. El señor marqués
de Mondéjar sube a la Alhambra por la cuesta de Gomérez y un borracho
deslenguado le escarnece por ser blando con los rebeldes y partidario de las
suaves maneras, la escolta le mide los belfos con tacón, espuela y estribo.
Pasa el aristócrata por la puerta de las Granadas, su cabeza preparando los
preparativos de esta guerra. El capitán general del reino quiere evitar los
perjuicios que se seguirían de la violencia y el consiguiente despoblamiento de
este reino. Nunca les perdonará a los rebaños de letrados, tan recientes
vecinos de esta ciudad, su desprecio por el amable, recio y noble gobierno de
los conquistadores de Granada. Mientras trota su caballo por el bosque, el
señor marqués va pensando que los letrados influyeron en la corte para que se hiciera
oídos sordos al memorial del señor Muley. El señor marqués prepara los
preparativos de la guerra que nos ha caído encima. Su intención es una campaña
corta, lo más incruenta posible, una rápida reducción deslindando con precisión
el bando de los moros de paces y el de los irreductibles, aplicando clemencia
sin tasa, salvaguardando la tranquilidad de este reino para que no se
despueble. El cañonazo anuncia a toda la guarnición que el capitán general ha
cruzado la puerta de la ciudadela.
Invierno frío y triste para Granada,
frailes alucinados excitan a la multitud, las beatas rezan a su dios en la
iglesia del Sagrario pidiéndole la rápida extirpación de la nación nueva y
falsamente convertida. Guarda antesala el trío de albaicineros bajo las arcadas
del patio de la Audiencia. Los miran con sorna los soldados, una criada del
señor presidente, que en el más alto corredor tiende sábanas recién lavadas,
les grita ironías de humor negro. A Francisco Abenedem y al Adelet y a Miguel
Mozagaz un color se les va y otro se les viene, sudan y retuercen nerviosamente
las manos a la espalda ponderando las humillaciones que serán precisas sufrir
para salvar vidas y haciendas, las vidas y haciendas propias.
El presidente Deza remolonea y no
recibe de inmediato a los tres suplicantes, que mucho es el poder de S.M. y él
tiene el sello real que lo gobierna en
Granada y en la larga espera así deben entenderlo estos súbditos dudosos. Para cuando
recibe a los cariacontecidos mensajeros ya les ha hecho comprender que ante
S.M. y su Audiencia los albaicineros suplicantes, los monfíes alpujarreños, los
chicos y los grandes de este reino son nada. La habitación (el aposento, que
diríamos si esto fuese una novela histórica romántica), la habitación, digo,
está malamente iluminada. Tiene el presidente barba de varios días, ojos
perdidos en los confines del horizonte en el que muere el océano de insignificancias
que son los súbditos de S.M. No es su expresión estigma propio de un gobernante
diligente que, en tiempos de crisis como los que corren, ha velado noches
seguidas disponiendo y despachando disposiciones, sin atender a las fatigas del
cuerpo, es la majestad del poder del Rey Nuestro Señor reflejada en su rostro. Don
Pedro Deza deja caer el brazo como dislocado y los moros toman el desmayo como
señal de que ha comenzado la audiencia. Habla el primero Miguel Mozagaz por ser
el más viejo, su voz angustiada balbucea protestas de lealtad. Deza no rompe el
silencio y, tras un prudente paréntesis, Mozagaz repite las protestas sin
obtener respuesta. Se miran entre ellos con desconcierto, que pruebe Abenedem a
ver si le conmueve. Francisco culpa con vehemencia de todas las culpas a esos
monfíes que andan sueltos por las sierras, que son gentes feroces y rudas, que
son gentes fanáticas y con los sesos sorbidos por los pronósticos de falsos
alfaquíes antiguos. Nada contesta el señor presidente. Le tocó el turno al
Adelet que con voz llorosa, con grititos histéricos, agarrándose pringosos
mechones de pelo, suplica protección, protesta lealtad, adhesiones
inquebrantables al Régimen. Lloriquea que les amenazan las turbas cristianas,
que la corte puede ser tentada por los malos consejeros para hacer tabla rasa, y
usar del mismo rigor con los leales y con los rebeldes, que ellos son fieles
súbditos de S.M., que son devotos cristianos, que les gusta el tocino. El
Adelet implora al presidente que él sea el justo juez que interceda y aplaque
la cólera de S.M. El señor presidente no contesta. Tímidas claridades de sol
adolescente comienzan a fundir los cristales del hielo que navega por los aires
de Granada. El señor presidente, voz de póliza y trámite, voz de oficio,
contesta por fin a los tres atribulados que nada deben temer si permanecen leales
a S.M. y prevenidos para su servicio. A la Guardia Civil solo la teme quien
delinque o piensa delinquir. A empujones largan de la Audiencia a los moros por
un portillo trasero. Las turbas quedan esperando en plaza Nueva su salida, los
tres moros regresan pesarosos a sus casas, el señor marqués ha colocado
centinelas en las entradas del barrio para prevenir alborotos.
Grandes son los preparativos de esta
guerra, veloces postas galopan por toda Andalucía dando aviso de la revuelta a
ciudades, villas y señoríos. Todo el campo se ha levantado, florecen los
caudillos y Portocarrero, el Zerrea de Zújar, Jerónimo el Maleh, el Gorri, el
Rami, el Xoaybi, Marcos el Zamar y otros muchos recorren la tierra levantándola
y prendiendo a los cristianos que encuentran. En la Corte están don Hernando el
Habaquí y Juan Hernández Mofadal, que partieron junto a don Juan Enríquez para el
último intento de evitar la aplicación de la pragmática persecutoria. Ilusión vana,
molesta para los planes ya aprobados. El Habaquí, alguacil de Alcudia, partió a
la corte como moro de paz, cuando regrese lo encarcelarán en Guadix, cuando
escape huirá a la corte de Aben Humeya. Almería ha quedado prácticamente
incomunicada. El alcaide es don García de Villarroel que recoge prudentemente a
las gentes y a los ganados refugiándolos dentro de los muros de la ciudad. Don
Alonso de Granada Venegas es caballero veinticuatro del cabildo de esta ciudad,
el único moro fiel a S.M. Es un moro tan noble y leal que nadie le culpa de
haber nacido moro.
También ha terminado el temporal en la
villa de Quesada. El temporal de agua y de nieve, que aún no se tienen noticias
del temporal de sangre y fuego. Monfíes recelosos, sedientos de muerte y
salvación, acechan por las cañadas de los confines del término, donde la villa
linda con la tierra de los nuevamente convertidos. En los cortijos perdidos entre
barranqueras desoladas atizan la lumbre los ganaderos mientras esperan una
nueva primavera. En la villa de Quesada poco a poco las heladas y el frío seco
sustituyen a las húmedas nieblas pasadas. Leonor Jiménez, natural de Valdepeñas
de Jaén, cuece morcilla en un caldero y su marido el vascón recuenta los
dineros que ha recaudado para el concejo. Guiomar, la santa esposa de Antón
Martínez, zurce los calzoncillos de su regidor y su hija se muere de tristeza
en un rincón. Su padre le pega hoy sí y mañana también, porque no sufre tener
hija única y encima tan poco espabilada. Guiomar admira tanto a su regidor que
no le defiende al marido la cara de su niña. La niña sueña con el hijo de
Alonso de Mata y al padre de la niña le llevan todos los demonios, porque Nuño no
está sobrado de luces y ninguna ventaja traerá a su casa. Son unas pascuas
tranquilas y pobres como se gasta en estas tierras. Melchor de Peralta juega a
las batallas en el corredor de su casa y su hija Isabel quiere casarse con el
rijoso Hernando de Lorca. En la villa de Quesada se desliza la vida, aterida
bajo las mantas de paño y las mantas de escasez, el mesonero reparte vinos y
dineros a rédito, los labradores están contentos porque este año llueve.
El domingo veintiséis intentaron los
moros poner fuego a la torre de Órgiva en la que se habían recogidos los cristianos
del lugar, los súbditos fieles a S.M. El morerío les gritó que se rindieran,
que Granada y la Alhambra ya estaban por ellos. Aben Humeya capitaneaba el
cerco, pero al no poder hacerse con los sitiados partió acompañado de su corte
camino de Válor. El Zerrea de Zújar manda en doscientos monfíes valerosos
dispuestos a morir por el bien del milenio. Entre las encinas, que hoy ya no
existen, campan mujeres y viejos, moras y morillas, cabras y alguna gallina,
todos dados a vivir en el monte, pesarosos y cansados, pero decididos a morir
matando, a segregar su tierra de la cristiandad, a ser esclavos de un tirano
nacido de su propia nación. Hoy ya es lo propio de esta provincia el vinazo
malamente fermentado y la morcilla y la longaniza. Hoy Granada es simplemente
Granada y nadie llora a la nación morisca, desarraigada por fuerza de armas de
sus huertas y de sus eriales y de sus barrancos y de sus sierras. El Zerrea de
Zújar y su partida saltean los caminos de Guadix y Baza. Se emboscan en los rincones
de ramblas y barro cerca del Negratín, concilio de pirámides erosivas, polvo
amarillo, ocre y pardo, casi blanco y rojizo, el Jabalcón es un peñón calizo en
medio de la era llana y esteparia. El Zerrea y los suyos se funden con la
maleza y las arrugas del paisaje, hay cortijos blancos al fondo, en el campo
cristiano. Del norte viene el aire que raja la piel con cuchillos de hielo, del
norte siempre viene el enemigo de Dios, del Santo Reino, de Córdoba, de Sevilla.
En Granada quiere reinar de nuevo un sultán que se dice pariente de los antiguos
omeyas cordobeses. La familia de don Alonso de Granada Venegas fue cristiana y
luego mora y él sí viene de los reyes moros de Granada y él es tan fiel
servidor de S.M. que nadie le puede acusar de ser moro aunque lo sea, y de los
más principales, si no el que más entre todos los que quedaron en este reino.
Mientras por toda Andalucía galopan
las demandas de auxilio que envió el señor marqués de Mondéjar y ya se
escandalizan los pueblos y las ciudades, el Zerrea ojea con codicia los más
apartados términos de Quesada, los que confinan con la morisma. Anda la tierra
revuelta y anda el Zerrea revolviéndola, acosando de tanto en tanto algún cura transeúnte,
a un pastor o a un caminante. Las moras y las morillas y las moras viejas y las
cabras y alguna gallina se visten de fugitivas en el disimulo de lo más espeso de
este desierto de encinas que talaron hace mucho tiempo. En estos días de
finales de diciembre todavía no ha cundido en la villa de Quesada la fiebre
patriótica y no se han echado cuentas de lo caro que resulta servir a S.M. en
la persecución de los rebeldes. Un chuzo cuelga del alero del convento del
señor San Juan, fray Luis de Prados lee a poetas italianos pasados de moda
calentándose al calor de un brasero. En las casas donde se juntan en cabildo
los regidores de esta villa entran y salen los convecinos que pelean con
papeleos, que piden favores a la autoridad, que gestionan gestiones referentes
a las listas del paro. Un perro huesudo husmea en los rincones de la plaza
Pública, los maestros cuneros comen el menú del día en el comedor de un bar. Es
diciembre y el cielo es puro, cuando anochece hiela, al mediodía calienta un
poco el sol, esqueletos de árboles sin hojas en cada perfil del jardín.
El Zerrea es un monfí correoso y ágil,
analfabeto y cruel, con cuatro ideas fijas en mitad de la frente. Fue en
tiempos sacristán obligado y hoy vive del monte y de levantar la tierra y las
gentes. Los doscientos monfíes de Zújar maltratan, roban y matan en el barranco
de Gor a un relojero del Zacatín que, asustado, regresaba de Baza. En Granada
el señor marqués prepara los preparativos de esta Guerra y el señor presidente,
inflexible, no conoce ni la justicia ni la piedad, que se limita a imponer la
ley mandada por el Rey Nuestro Señor. Es diciembre, es invierno, cuando el sol
muere en las montañas de poniente las paredes de hielo del Mulhacén se colorean
con el color de la sangre. El rey de los andaluces ha estado en Órgiva
hostigando a los encerrados en la torre, ha estado en Válor con su intrigante
parentela, el rey de los andaluces quiere alojar a su corte en Laujar de
Andarax. Aben Humeya cree que el rey de los andaluces es él; don Hernando el
Zaguer, que es quien manda, le envía doncellas cristianas cautivas para que las
disfrute y siga pensando que es el rey. El Zaguer abrió las compuertas del
milenio que se ha derramado sobre el pueblo de Dios y ahora, apartado en su
refugio valorí, calcula riesgos y peligros. El Zaguer pondera con frialdad
valimientos dorados en la corte triunfante de su sobrino, exilios también
dorados en la Berbería y, en todo hay que ponerse, reducciones humillantes y
traidoras a los pies siempre generosos del señor marqués de Mondéjar.
Domingo veintiséis, creyendo que la
Alhambra y Granada ya estaban por ellos, se alzan Tablate, Ízbor y las
Albuñuelas. Los de Padul, Dúrcal y Nigüelas, los más cercanos geográficamente a
la realidad, y por tanto los mejor informados, permanecen inmóviles. El señor
marqués de Mondéjar prepara los preparativos para la guerra que quiere hacer
corta y en lo posible amable. Cuando revisa los sótanos de su capitanía no
encuentra ni pan ni vino ni escopetas ni pólvora ni soldados entendidos en las
artes de las batallas, carece de todo, nada hay que le sobre, sólo están llenos
los almacenes de la codicia y suficiencia, veteada de miedo, que padece la
castellanía vieja. Para reducir a los rebeldes el señor marqués casi no tiene
nada. Los correos acuden a todas las ciudades de Andalucía solicitando socorros.
Al señor corregidor de Málaga se le pide que provea los presidios de la costa.
El cabildo de Granada ha visto la escasez de gente que se presenta y se afana organizando
milicias civiles. Milicias civiles de horneros y mesoneros, propietarios y
frailes, pañeros, plateros, fontaneros, oficinistas, jubilados y peluqueros.
Han vestido al tonto de héroe y se ríen todos mucho cuando atraviesa las
cochambrosas callejuelas al grito de ¡Arriba España! ¡Viva la Legión! La legión
es la guinda de esta procesión y el endomingado gentío semanasantero aplaude a
rabiar. El señor marqués prepara con esmero los preparativos de la Guerra y, si
no le incordian políticamente en la retaguardia, hará una campaña corta y
blanda para separar a los malos de los buenos, para reducir a los irreductibles
con toda la fuerza que se precise. Ya están llegando algunas compañías de
infantería y de caballería. El cabildo ha creado milicias civiles y, como los
milicianos aún no han visto cadáveres, juegan a valientes y fanfarrones, todos
muy militarizados. Dice Mármol que hasta los relatores y los procuradores de la
Audiencia entraban con armas a los estrados. Algunos ya se han percatado de
mala manera de que aquí no se juega a nada.
Güajar Fondón es un lugar de don Juan
de Zapata. El tal señor a los primeros alborotos acudió con ciento cincuenta
hombres a defender sus dominios. Los moros intentaron convencerle de que allí
no pintaba nada, que se había acabado la colonia, que se fuera, que lo dejarían
partir. Don Juan se sintió fuerte con su tropa y, como era hombre obstinado y
estaba convencido de que todo terminaría en un par de días y que si se mantenía
firme y sereno salvaría indemne su lugar, decidió encastillarse en la iglesia.
Los moros prendieron fuego, se hundieron las vigas del techo, murieron todos.
Esto fue hacia el día treinta, cuando toda la tierra estaba levantada y a la
espera de la primera embestida del castigo. Muchos todavía creen que Granada y
el Albaicín están por ellos, muchos recuerdan como los viejos contaban que
nadie entró jamás en la Alpujarra por fuerza de armas. Aben Humeya está en
Laujar y en la corte del rey de los andaluces se reparten patentes reales entre
súbditos principales para que gobiernen en nombre del nuevo sultán. En Laujar
se instala la corte nuevamente convertida y de todo el reino se reciben
obsequios para goce del soberano. En la torre de Órgiva siguen resistiendo las
feroces acometidas agarenas.
Termina el año y está empezando la
Guerra. En la villa de Quesada se propalan rumores alarmantes por las barras de
los bares, a la salida de misa, en la plaza Pública. Se leen pocos periódicos
en este pueblo y la historia solo se conoce por la televisión. Se indignan los
vecinos y se escuchan juramentos, votos, la retahíla de procacidades que se
aplica tradicionalmente a la morisma: chusmerío moro, asquerosos, perros,
viles, traicioneros, cobardes, el Estrecho lo inventó la divina providencia
para separarnos de esa jauría... Hace un frío de cojones. Por las tardes,
cuando incluso el sol tirita con el airecillo helado, una difusa manta de humo
azul se aplasta en las hondonadas, solo las más altas espesuras de la sierra
sobresalen a la niebla, son las lumbres de los aceituneros en los olivares.
Camiones, coches, mulas mecánicas vuelven cargados a la cooperativa y en las
carreteras de Jódar los que roban aceituna regresan formando largas hileras,
montados en sus ruidosas chicharras, llevando de paquete un saco donde guardan
los kilos que han colectivizado. Hace un frío de cojones y estas sierras son
pobres, algunos sólo pueden calentarse con ardor patriótico. También aquí se
juega a la guerra y los vecinos ya están muy excitados. Se enterarán, no cabe
duda, de lo que a un pueblo pobre le cuesta el servicio a S. M. Se escapa el
año atardeciendo por los lejanos confines de poniente. El año que entra los
monfíes que se han dado a vivir en el monte llamarán a las puertas de Quesada.
Cuando los vecinos abran se encontrarán con la Guerra, que ya ha llegado.
Soldados, artillerías y escoltas atravesarán el pueblo camino del frente, comiendo,
bebiendo y preñando.
Jueves, treinta de diciembre del año
de Nuestro Señor Jesucristo de mil quinientos sesenta y ocho. Se han juntado en
las casas del ayuntamiento los muy magníficos señores Alonso de Mata y Melchor
de Peralta, alcaldes ordinarios de esta villa por Su Majestad Real y Jorge de
Peralta y Pedro Ruiz Costilla y Francisco de Jorquera y Pedro de Tribaldos,
regidores de esta villa. Por tener conocimiento de que en la Alpujarra del
Reino de Granada se han levantado ciertos lugares de moriscos y que el señor
marqués de Mondéjar, capitán general del Reino de Granada, ha dado aviso a
ciertos lugares comarcanos pidiendo socorro, y porque esta villa y sus vecinos
son servidores y vasallos de su Real Majestad, manda el cabildo que se escriba
una posta al dicho señor marqués para que si tiene necesidad de socorro dé
aviso luego de ello. Cuando este último milenio que hubo, cuando los soldados
de S.M. se levantaron para reducir a la República, algunos de entre los
modernos infieles, insumisos a S.M., querían llevar el papel de los libros
capitulares y todo el archivo del ayuntamiento a las fábricas de papel. Juan de
Mata Carriazo lo rescató y lo escribió donde yo lo leo. Si hubieran acabado los
papeles del cabildo hechos periódicos no hubiera existido esta Guerra en
Quesada. Si se hubieran perdido, la realidad histórica habría olvidado a la
realidad real y tampoco me hubiera podido inventar esta historia emotiva,
porque la historia emotiva no es del todo mentira y algunas veces necesita de
la letra de los escribanos.
Otrosí, dijeron muchas cosas los
regidores, todavía cosas de la ordinaria administración del lugar, anteriores
rutinas que pronto se alterarán. Con las primeras noticias y avisos Melchor de
Peralta ya se soñaba en los campos, rodeado de pólvora y ballestas y los de
Quesada a sus órdenes. Melchor de Peralta es un alcalde comedido pero algo
lunático. Cuando no fantasea le gusta pasar las horas en el corredor de su casa,
ver como se alternan las lluvias y los calores y los vientos, mirar a ese
hortelano que vuelve de la huerta cargado de pepinos y calabacines, que lo
saluda al otro lado de los cristales cuando Melchor se sienta en su ventana al
caer el sol. Alonso de Mata, el otro alcalde ordinario de esta villa, es de
vieja estirpe pero de escasa liquidez. Es un político astuto, al frente de la
compañía militar quesadeña podrá medrar entre los poderosos que se junten al
servicio de S.M. Jorge de Peralta calcula lo que le costará a él y lo que le
costará al pueblo el abasto de tanto guerrero. Antón Martínez quedará en la
villa a sus anchas, tan favorecido y tan potente con la ausencia de los
alcaldes que se van a Granada. Pedro de Tribaldos no es un patriota pero, si le
empujan, sin duda partirá.
Todos creen que esta será una campaña
corta, casi todos creen que sacarán algo en claro de estas novedades. Algún
cortijero de Hinojares escudriña con recelo las tinieblas y se acuesta inquieto
y no duerme, con un ojo cerrado y otro abierto, la mano en la escopeta, la
hembra vela a su lado luchando contra una invasión de espantos. Que se acerque Juan
de Aranda, vecino de esta villa, a llevar la posta al señor marqués y que se le
dé una cabalgadura y que se le libren ocho ducados para su salario. Que para servir
más diligentemente a S.M. se aperciba a todos los escuderos a caballo y a toda
la gente de a pie, de quince años arriba y de cuarenta y cinco abajo, para que
estén dispuestos con sus armas. Que los viejos provean a personas que les
sustituyan. Que se pregone lo mandado desde las ventanas del ayuntamiento que
caen a la plaza de esta villa. Cristóbal de Córdoba, pregonero, pregona lo
acordado y en la plaza Pública se detienen a oír su pregón los labriegos que
vuelven de la faena y que ya no soportan tanto frío y tan poca lumbre. La gente
socarrona, parada en la Explanada, hace algún comentario ácido del que no salen
muy bien librados ni la jerarquía del reino ni la de la villa ni la curia
vaticana ni este mundo cruel que les abandona pobres en un pobre y destartalado
rincón y que sólo repara en ellos para llamarlos a luchas y causas ajenas. Este
villorrio desheredado, que navega dificultosamente en un invierno desapacible,
se ofrece esforzado para esta Guerra, porque quiere quedar bien con su amo el
Rey Nuestro Señor y con los alcaldes de corte y los receptores y con tanto poderoso
como hay por ahí. Quiere quedar bien porque piensa que la faena no será larga
ni costosa.
Entre dos luces parte Juan de Aranda hacia
Granada. Portador de un mensaje todavía generoso y desinteresado, no come ni
duerme y viaja incluso de noche, ansioso por llegar a los pies del señor
marqués, ansioso por conseguir un empleo para él que le salve de su aldea,
donde morirá pobre y gris si Dios y la política no lo remedian. En su casa
revisa Melchor de Peralta armas y montura con alegría infantil. Es un don
Quijote de octava fila que nunca ha salido en los papeles ni saldrá, que no lee
libros de caballería porque apenas lee nada. Mientras se afana con los
correajes, su hija Isabel, desengañada del juicio de su padre, lo mira con
tristeza. No quiere que se marche a la Guerra su padre y para evitarlo le dice
que si parte se casará con Hernando de Lorca, le monta el número de las
lágrimas y los gritos, pero Melchor ya no la escucha, ni a ella ni a nadie. De
nuevo se reunirá mañana el cabildo. Pedro de Tribaldos bebe demasiado y no
puede despedirse de su santa esposa. A Leonís, que es medio tonto, le dan palmadas
en la espalda y, reventando de risa, le dicen que es llegada la hora de los
tíos valientes y echados para delante. La cara bobalicona de Leonís se contrae
nerviosa y alegre mientras asiente. Vastián Cano, el mozo, quiere hacer un pozo
en el haza que le ha dejado su padre. Con solo un moro al que desplume podrá
pagar la obra. Cuando despunta el alba de San Silvestre, Bartolomé Alviano y
las gentes del campo acuden al tajo pisando el barro cristalizado por la
escarcha. Mientras camina, Bartolomé le reza a su dios para que le dejen
tranquilo en su propio negro batallar y no le llamen a batallas de otros.
Leonís es mote que le pusieron porque, al disgustarse sus padres, el padre
agarró el cobre y se perdió y la madre se quedó con él, que era la parte del
león. Cuando amanece el día de San Silvestre más de un cortijero hay que no ha
pegado ojo por estar más pendiente de su ganado y de su pellejo que del
descanso. Nadie recuerda con que nombre sacaron de pila a Leonís.
Juan Zabazaque, en su alquería de los
Ceheles, aguarda con ansiedad noticias ciertas del presente milenio que está
arrasando el futuro. Ha visto los fuegos de todos los pueblos que viven a la
sombra del rey Mulhacén. Zabazaque ha visto pasar escuadrones presurosos de
mozos animosos que quieren morir matando, ha seguido desde la altura de su
cortijo a los fugitivos cristianos que huyen entre los chaparros y las
barranqueras, fugitivos que en la última escena de su mezquindad escapan
arrastrando los bienes, botines robados de antiguo, que han conseguido cargar.
Jaurías de monfíes vengativos persiguen por la maleza a los cristianos viejos,
los alcanzan y de un tajo los cortan en dos, sobre las vísceras calientes los
cazadores se reparten los latrocinios del finado. Zabazaque no conoce noticia
cierta de la Guerra. Dos de sus hijos han seguido al rey de los andaluces, un
tercero secunda los pasos de Farax en la limpieza de la retaguardia. El cambio
de año sorprende a Zabazaque acechando los caminos de Órgiva desde una
eminencia del cerro más alto, donde está la alberca. El sol traza una corona en
su cabeza, por la noche la luna le viste de témpano. Densas humaredas en la torre
de Órgiva. Zabazaque no se retira del mirador esperando a que vuelvan sus
moros, no vive por saber si regresan heridos y humillados, si vuelven amos de
su tierra. El anciano venerable olfatea el aire claro del invierno. Azuzado por
la impaciencia intenta identificar al dios dueño de los olores a sangre que
cruzan los cielos pizarrosos de la Alpujarra.
El banderín de enganche funciona a
tope en Bib-Rambla. Hay quien se apunta por evitar que los moros y los turcos
caigan de improviso sobre Granada. Hay quien se apunta por castigar la muerte
de su padre, beneficiado de Pitres, un poner. Hay quien se apunta por buscar
fortuna en el saqueo. Los que ayer eran sosegados hoy se ciegan contando el oro
que, según dicen, la judaica morisma guarda en sus arcones. Codicia sin freno
desatada por los campos de Granada. Quien nunca fue maltratado por los nuevos
convertidos y que hasta ahora pasó por elemento de orden, baladronea con la
espada al cinto en los corros que se forman por las arábigas callejuelas, por
las amplias plazas que abrieron los soberanos de Castilla y de Aragón. Ya
llegan compañías de caballeros y peones desde toda Andalucía. El señor marqués
prepara los preparativos de esta Guerra. El señor marqués es un soldado
antiguo, de virtudes republicanas, que menosprecia a las turbas concejiles por
venir ávidas de ganancia, por ser indisciplinadas y poco prácticas en los
negocios militares. De toda España acuden pillos y buscones, visionarios y
milagreros que esperan rentables oleadas de piedad y desazón en la resaca de
esta sangría. Los regatones apañan su mercancía de sardinas arenques y tocino
para acompañar al ejército en sus fatigas y en sus botines, de todas partes
acuden los que hacen leña del pueblo de Dios caído.
San Silvestre del sesenta y ocho,
mandan los capitulares que hoy, después de comer, se haga reseña y alarde en la
plaza Pública, que acudan los caballeros y los peones con sus armas y sus
caballerías, que los viejos aperciban personas que vayan por ellos. Que acudan
todos para conocer la orden que han de tener en la partida para ir al dicho
socorro del señor marqués de Mondéjar, que se haga una relación de los que
salgan al servicio de S.M., que Cristóbal de Córdoba lo pregone en la plaza
Pública y en los lugares donde se acostumbra. La Guerra sacude a esta villa
pobre y necesitada rescatándola de su indolente y eterna agonía. El ajetreo de
armas recién aceitadas, de preocupaciones y de corazonadas, la alegría novedosa
del chiquillerío que ha crecido en la rutina y en la precariedad, atasca las
calles de preparativos militares y un lodo sucio y patriótico rezuma de las
almas de muchos vecinos. La leal y antigua villa de Quesada es la primera en
acudir a la defensa del Rey Nuestro Señor, de sus dominios, de la Iglesia y de
los santos. Brumas épicas en los corazones de los vecinos, como las que
escribió Pedro Antonio de Alarcón hablando de las glorias patrias en la célebre
jornada de los Castillejos, primero de enero del año de Nuestro Señor de mil
ochocientos y sesenta.
El General en Jefe galopa entre su tropa caballero
en un blanco corcel de pura estirpe sarracena. La Victoria le inflama el
rostro. Cuando alcanza la perpendicular del reducto Príncipe de Asturias el
caballo se encabrita como en pose de lienzo, la mano laureada levanta el ros
laureado y un grito sube al cielo marroquí: ¡Soldados! ¡Viva la Reina! ¡Viva
España! ¡Viva el general O'Donnell!
La historia de un desamor histórico se
pasea por las espumas embravecidas del mar de Alborán. Desde la rada de Río
Martín los vapores de la Armada trasiegan continuamente heridos y muertos a los
muelles de Málaga y Algeciras. Pedro Antonio se emociona en los observatorios
contemplando los combates. Ama y desprecia, admira y odia a los tristes
vencidos de la Berbería. En Ceuta pululan los bichos del cólera y la Patria
ignora y se ríe de los sefardíes vestidos con sedas de gala que aclaman a sus
viejos verdugos a las puertas de Tetuán.
Son las cuatro de la tarde de San
Silvestre en el reloj que rige Rodrigo de Ojeda y los peones de la infantería y
los caballeros de la caballería forman derechas filas en la plaza Pública de
esta villa. Los gorriones aturdidos por la escasez de diciembre se asoman a los
árboles admirando el alarde. Tufos de aceite y herrumbre en los hierros, con
golpes de vara los municipales contienen al chiquillerío expectante. El
pregonero vocea los nombres de los que socorrerán al señor marqués de Mondéjar.
Melchor de Peralta revisa el aparejo de los aspirantes y, si lo aprueba, el
flamante guerrero engrosa las filas de la compañía que se forma en la delantera
de las casas del concejo. Bartolomé Alviano descubre con pesar que lo requieren
para la guerra ajena en la que nadie le dio vela. Bastante tenía Alviano con sobrevivir,
con su poco pan. Vastián ya se sabe que se quiere costear un pozo con el
despojo de algún moro y ha librado del azar su designación moviendo
influencias. Leonís se dice muy convencido que ha sonado la hora de los tíos
valientes y decididos. La plaza Pública de esta villa es una alegoría de la
retaguardia cristiana. Leonís aprueba el examen y se une a la compañía con
alegría bobalicona, el jolgorio amenaza el buen orden de la reseña.
El lunes día tres, muy de mañana, sale
de Granada el señor marqués de Mondéjar para reducir a los moriscos rebeldes de
la Alpujarra. La primera noche la pasó en Alhendín y el martes día cuatro alojó
su campo en Padul. Los vecinos moros, que no se habían alzado, rogaron al señor
marqués que no alojase soldados en sus casas por los perjuicios que se
seguirían de desmandarse la tropa.
—¿Dónde meteremos entonces al ejército? ¿Tendrá que
soportar al raso esta gente tan floja y bisoña el frío tan recio que hace?
Desde luego que no, que no se puede
acceder a lo que pretenden los cristianos nuevos del Padul. El señor marqués es
condescendiente y pretende irritar lo menos posible a los moros de paz, pero lo
primero es triunfar en la empresa, ganar en cada jornada. Deza ha quedado por
amo de Granada. El conde de Tendilla es el gobernador militar. Más trabajos y
preocupaciones que las banderías enemigas le darán al conde los intrigantes
cortesanos y las envidiosas autoridades municipales, que siegan la poca hierba
que crece en la árida Alpujarra bajo los pies de su padre. Al conde de Tendilla
le gustaría aprestar su artillería y su valor de buen caballero contra las
casas de la Audiencia, pero sabe que de nada valdría, porque los castillos de
papel legal son inmunes a la pólvora y saberes militares de los antiguos
linajes.
Don Pedro de Deza preside el caos de
la retaguardia, es un hombre aburrido y seco de hiel, dueño del sello del poder
del Rey Nuestro Señor. En realidad Deza es solo un funcionario y su vida, como
diría don Julio Caro, es una vida por oficio. Pero es mejor para esta historia
creer que don Pedro tiene una bestia sanguinaria encerrada en sus tripas y que,
cuando no la calma con láudano, apareja sus garras y captura a un niño guapo,
rubio y cristiano, lo sacrifica como dicen los castellanos viejos que sacrificaron
los moriscos al Santo Niño de la Guardia, provincia de Toledo, N-IV. En un
arcén de la carretera el Santo Niño pide limosna para un vaso de vino, pero
nadie se apiada de él. Los de la Corte lo ignoran porque no conocen nada del
reino de las emociones. Los de provincia porque circulan tiesos, aferrados al
volante y la vista perdida, impresionados por la cercanía de lo que fue la
capital de la República. De cuando en cuando algún camionero moro, arriero del
desarrollo, recoge al Santo Niño y se lo lleva de copas a cualquier garito de
la carretera. Reclamos luminosos intermitentes, cirros rojizos sobre las
colinas manchegas, caravanas de luces de posición. Cuando los viajeros que fueron
a la Corte regresan y cruzan la linde de Despeñaperros, mean en familia donde
arranca el camino de Isabela y Fernandina, el universo de olivares en el
oscurecer, suenan metálicas las emisoras de la provincia, baches, curvas,
quitamiedos, unos faros se asoman momentáneamente a las revueltas de la otra
ladera. En la carretera nacional cuarta la enésima reencarnación del moro
Reduán, ahora emigrante, va camino de las fábricas europeas. Cada vez más lejos
los aromas espesos y orientales de Marruecos, el moro conduce su coche de moros
entre el ir y venir de la cristiandad recelosa. El señor presidente de la
Audiencia está siempre dándole al láudano para poder soportar su propia maldad.
Cuando se asoma a los balcones de la plaza Nueva y el fresco le acaricia la
cara y le despierta, se reconoce y se retira horrorizado a su despacho y reúne
a su consejo. Reunión de letrados, pobres muertos. El jesuita Albotodo, hijo de
mora, está medio loco. El canónigo Orozco es su vecino y, mientras disfruta por
las noches trajinándose a la barragana, el llanto de Albotodo se cuela por la
ventana y por el hueco de la chimenea. En la casa de la Compañía, en
Bibalbonud, está llorando Albotodo porque la morisma albaicinera le odia y solo
su madre mora es buena con él y le quiere bien.
Cuando el ejército abandona Granada
una mañana de enero, fría limpieza invernal, se juntan los rezos de aquellos
súbditos de S.M. que temen ser vencidos y los rezos de aquellos otros, más
leales, que ya están comenzando a vencer. Aun no se han visto cojos, tuertos,
mancos y tullidos, barrigas destripadas, olores de carne quemada, humos de
incendios... Piensan los cristianos que la guerra es una batalla de artes
militares, de ojos asustados en los enemigos que se reducen, del poder de S.M. manifestándose
en toda su fuerza. Los imbéciles piensan en la guerra como si fuera la Patria
que camina, solo los más leídos son capaces de representársela y de acojonarse.
Partió el señor marqués de Mondéjar la mañana del tres de enero acompañado de
caballeros veinticuatros y gentes de Granada, reforzado por compañías de
infantería y caballería de las ciudades de Loja, Alhama, Alcalá la Real, Jaén y
Antequera. Por los campos de toda Andalucía se acercan otras muchas villas y
ciudades. Avanza el señor marqués por las sucias callejuelas y los primeros
soles buscan los aceros bruñidos y levantan un oleaje de luz en las telas de
seda. La muchedumbre aclama al capitán general de este reino, al guardián de la
Alhambra, al benévolo y noble señor que abre la marcha con gesto hermético, los
pensamientos puestos en futuras disposiciones de campaña. La muchedumbre de
burgueses y pedigüeños, de frailes y marías, de aguadores y carteristas, la
muchedumbre castellana vieja aplaude y se asombra ante tanta espuela de oro,
tanto estribo de plata, tanta lanza en puño, tanta aljuba escarlata. Por el
extremo opuesto a esa calle de Elvira, por la que partía Reduán, sale muy gran
cabalgada. No es toda gente valerosa ni experta para la batalla, pero los
vecinos se espantan y asombran de tanto ademán, tanta ostentación, tanto
aparato. En el Albaicín se cierran puertas y ventanas. Luis del Mármol Carvajal
va entre sus compañeros de armas, cargado de lápices y de papeles, tintas,
plumas y cuadernos, descansa mientras bebe su caballo en la corriente de una
acequia. Mármol toma cuatro notas rápidas sentado en una piedra. En su celda del
convento del Señor San Juan está tirado fray García, harto de vino, bañándose
en su vomitera. Hoy tiene, cosa nada rara, problemas con el estómago sublevado,
inobediente a su amo.
Mientras se instala el campo del
ejército en Alhendín, los soldados desmandados roban gallinas y corren mozas en
las alquerías de los moros. En Dúrcal y de noche fueron las primeras
escaramuzas. Miguel de Granada Xaba acometió la vanguardia cristiana entre la
gran confusión de sombras y ásperos fríos. Ni unos ni otros pudieron jurar si
el enemigo iba o venía. Acudió la caballería con todo su alboroto y el Xaba se
retiró pensando que el marqués ya entraba en Dúrcal. El Xaba volvió a Poqueira
donde lo esperaba su rey, el de los andaluces. Aben Humeya lo quiso matar por el
fracaso pero se defendió bien el monfí, con buenos argumentos, y salvó el
cuello que el tiranillo ya le quería arrancar. Amanece en el campo del marqués
de Mondéjar alojado en Padul. Escarcha por todas partes. En los cerros del
fondo las columnas de humo que levantan las lumbres de los fugitivos. Un perro apaleado
a las puertas de la iglesia, los centinelas bostezan, luz neblinosa del
amanecer, los moriscos del lugar se tragan en silencio las rabias y corajes de
la ocupación. El señor marqués, preocupado con las órdenes que dará en su
campaña, no ha dormido en toda la noche y está fatigado.
Juan Zabazaque aguarda ansiosamente
noticias del milenio, de sus hijos, de sus amigos muertos que sin duda ya los
tendrá. En la villa de Quesada mendicantes forasteros recorren el caserío
pidiendo una caridad para el remedio de las almas nuevamente convertidas, que ahora
se han descarriado. Los mendicantes piden un socorro por las calles de Quesada
para rescatar almas moras del infierno. Los frailes pedigüeños piden limosna
tocando una campanilla y extendiendo las manos cubiertas de cascarrias. Cuando
se encuentran dos de ellos en alguna esquina apartada intercambian risas
maliciosas y en el pueblo siguiente se gastan en mujeres y juegos de cartas el
auxilio que han recaudado para los cristianos descarriados. El padre prior, que
conoce el oficio y conoce a estos pedigüeños, monta en cólera y expulsa a los
embaucadores de esta villa tan pobre y necesitada, los despide con iracundos
vergajazos de verduguillo. Juan Zabazaque sube todos los días a la alberca que
está en lo más alto de su cortijo. Mientras su nieto corretea entre las cepas,
Juan atalaya los barrancos y cerros por ver si se acerca algún mensajero que le
pueda contar de la Guerra y de sus hijos, que ya serán difuntos seguramente.
Juan come mucho, quizás más de la cuenta, y el nervio del desasosiego lo
desfoga con la cuchara. Van y vienen las moras con sartenes y lebrillos, la
espetera es apenas un aposento transitorio para las carnes embutidas y los
tocinos. El gato se queda ciego mirando con envidia el continuo trasiego. Zabazaque mira al futuro que ya está perdiendo
su gente, el futuro que ya no existía. Juan bebe mucho, quizás más de la
cuenta, y las moricas de la alquería no hacen otra cosa que rellenar botellas y
jarras, mostos turbios, mostos limpios, vinos añejos, algunos dorados, claros,
finos. Los jinetes se acercan por la dramática ladera cuando las sombras
envuelven al cortijo. El alguacil mayor del rey de los andaluces descabalga el
primero y los perros le temen y no ladran. Un mozo avisa a su dueño y Farax
Aben Farax, del linaje de los abencerrajes, se recoge junto al hogar y es su
compañero el anciano venerable, dueño de estos despoblados del Cehel. Los
monfíes de escolta se encierran en las cuadras y en su noche hay alcohol, azar
y cuentos de espíritus atávicos. Ya he hablado de las migas. Antes de dormir
convienen otras comidas compatibles con los sueños, que son enemigos de las
malas digestiones. Las malas digestiones atraen a los malos sueños. No hay
pesadilla que supere a este milenio, Zabazaque y Farax podrían comer migas sin
temor a pesadillas peores que las de los días que ahora viven. Quedan pocas
cenas en el calendario de esta nación y el alguacil mayor y el anciano
venerable han dejado las migas para el perro escuálido que hociquea al amparo
de las faldillas de la mesa. Para ellos el vino y el jamón y el tocino en las
ascuas y los chanquetes traídos de la costa, salmonetes de la Rábita, tortilla,
morcilla y longaniza, vino, otra vez vino, a Zabazaque le chorrea la pringue
por su barba canosa y se limpia con la bocamanga de la chaqueta. El viento se
enreda en la sombra de una acacia solitaria, en el terrado de launa se ha
sentado la luna, la escarcha apunta ya en la uralita del tejado, las señales
rojas de un petrolero camino del Estrecho, por la parte que da a la sierra
suena un disparo lejano nacido de pasiones desbordadas.
Farax Aben Farax, del linaje de los
abencerrajes, con ojos pesarosos refiere al viejo los chismes políticos de la
corte valorí. Esta corte es milagrera y en sus desmadres y en sus alevosos
sinsentidos le va la vida al pueblo de Dios. El Zaguer ya tiene preparada su
coartada para arrojarse a los pies del señor marqués si la causa se da por
perdida, tiene un pie en la nueva corte y otro en la recuperación del mundo
antiguo de hace unas semanas. Aben Humeya apenas manda y en su torpeza reparte
palos de ciego. Su liviandad no ha menguado y vestido de rey moro se consuela
con sus mujeres, sólo confía en el esclavo negro, corren algunos rumores, se
sabe que hay ya quien lo quiere destronar. Aben Humeya se siente acosado y
antes de acostarse mira debajo de la cama. No ve como le siegan los pies hasta
las rodillas sus propios familiares y se distrae sospechando de gente leal como
Farax, que aunque sea de los más agraviados nunca antepondrá sus rencores a la
salvación de Granada.
—El marqués entrará aplastando la poca resistencia
que le haremos. Con este caos nos hemos perdido. Yo hago lo que puedo
disciplinando la retaguardia, pero resulta inútil.
En unos cerros oscuros se quejan las
viñas recién podadas, expoliadas de sus sarmientos. Una estrella fugaz en el
mar de Alborán. Dentro de la cuadra, al calor de las bestias, al abrigo de
enero, beben y juegan hasta la madrugada los monfíes de escolta. Los pueblos de
toda la sierra escondidos bajo la corona de nieve azul en la luna clara.
Estamos inaugurando un nuevo año y
pelean los dioses de los dos bandos. Los soldados de la compañía de esta villa
que acude a socorrer al señor capitán general de Granada han pasado la noche en
vela. Ellos, sus familias, amigos y vecinos. Ha sido noche de puertas abiertas, luz en las
casas. La despedida es una fiesta de anises y coñases, roscos fritos, alegre
velatorio, las madres lloran, los viejos aconsejan. Hasta en las más humildes
casas esta madrugada se hace algún gasto extraordinario para despedir al
soldado de S.M. El Rey Nuestro Señor quisiera que los villanos de este lugarón de
tan poco ver se dejasen el pellejo defendiendo bravamente a su señor natural.
Lo despreocuparían así de esta guerra de provincia y podría dedicar todas las oraciones
a sus guerras flamencas, sus guerras italianas. Cuando cantan los gallos los
martinillos confunden y revuelven en la plaza los petates de la alegre y triste
tropa. Cada familia despide a su guerrero, algunos van a la fuerza, algunos
forzados por la necesidad, alguno por labrarse un pozo en el haza que le
dejaron sus padres. El orgullo de la Cristiandad avanza solitario por las
calles desiertas. Avanzan solos, sus madres y sus hermanas y sus tías solteras
quedaron en la casa, algunas lloran y las vecinas les dan un caldo caliente
para que se repongan, algunas ahogan su desesperación a solas en la cocina
empedrada empinando el litro de vino, algunas hacen números con una calculadora
solar y repiten lo de la lechera con el partido que le pueda sacar su novio a
su cupo de moros muertos. Melchor de Peralta le dice a su hija Isabel que se
case si quiere, que él seguramente no volverá, que él terminará en una jornada
gloriosa siempre al servicio del Rey que dicen que nos gobierna por la gracia
de Dios, el cristiano. Con el dios cristiano y con el dios moro manda su madre
a Leonís, que es medio ciruelo y que nada se perdería si feneciese al servicio
de S.M. Alviano ya sabemos que marcha cabreado porque bastante tenía con su
guerra de azada. Fray García, en funciones de capellán, sale del convento con el
novicio que le asignó el padre prior y con una burra cargada de vino de
comulgar, para bendecir trago a trago a la esforzada soldadesca. Nadie le
despide en el convento, pareciera como si los frailes quedasen aliviados.
Cuarenta caballeros de cuantía y más de doscientos peones parten de la plaza
Pública de esta villa para socorrer al señor marqués de Mondéjar en sus
trabajos de reducción. Melchor de Peralta y Alonso de Mata son los capitanes
por alcaldes ordinarios, su pendón es encarnado con un castillo, una cruz, una
llave y una espada, al dorso Santiago Matamoros cabalgando las cabezas de los
nuevamente descreídos. Reduán no preside este desfile, no hay espuelas de oro,
ni aljuba escarlata, ni bayo borceguí y son los de cuantía caballeros en
caballos más bien poco lucidos, no los encabeza ningún moro del romancero, son
todos gente de alpargate, no hay príncipes ni caballeros granadinos, apenas se
asoman a este adiós Mahomad Andón y sus diez moros terroristas, que encima son
del otro bando. El fantasma de don Ángel Alcalá Menezo busca entre las brumas
los fuegos fatuos de don Enrique Gil y Carrasco, y cuando los encuentra se van
de cañas y se van de la lengua imaginando hermosas novelas históricas
románticas y hermosas vírgenes desgraciadas y amores sometidos a destinos de
tragedia clásica un poco de pueblo.
Partió la compañía de esta villa al
amanecer del día de Año Nuevo de mil quinientos sesenta y nueve. La luna
despide a la expedición por secanales donde en primavera las plagas de conejo
comen tallos frescos de almendro. El sol saluda al cortejo en un vado del
Guadiana Menor. La estación de Quesada es apeadero abandonado en una línea casi
olvidada. En la estación, de regustos africanos, hay una parra que sólo se riega
con el orín de perros espectrales, las gallinas picotean la grava de las vías,
el ventero es gordo y suda, el hijuelo del ventero se hurga el culo con un
dedo. En una mesa, hule de cuadros, don Ramón escribe historias de gachupines, amoríos
y revoluciones mexicanas.
La vía que sirve la estación de
Quesada está en pésimas condiciones. La valerosa compañía ha esperado muchas
horas para que algún ferrobús militar vacante le hiciese la caridad de recoger
sus huesos, que ya están molidos por el largo camino que hay desde la villa. Cuando
por fin montan y arranca el tren, los caballos corren atados a la popa del
último vagón. Es tan viejo y lento este trasto que las bestias no se cansan,
los soldados suben y bajan en marcha para gastar bromas, para coger algo, para
orinar al fresco del aire libre en la tierra firme. Estación de Larva, ya es
noche cerrada. Ocultos en las tinieblas, la casucha de la estación y los
depósitos antiguos de agua y carbón. La locomotora traza con parsimonia la
curva final, al enfilar la entrada del andén se encienden las farolas. Hay un
continuo trasiego que va y viene del frente, cañones y soldados, pólvora y
harinas, heridos y muertos que regresan a sus cementerios, las viudas y los
huérfanos evacuados a la retaguardia. Un mercancías cargado de arenques y
envuelto en olores podridos, otro que regresa buscando más carne para la
guerra. El ferrobús que conduce a los quesadeños no tiene prioridad alguna y a
todo el mundo cede el paso. Es la de Quesada compañía de pueblo pobre y
necesitado y ni el jefe de estación que preside el desfile de la maquinaria
militar, firme en la puerta de su garita, ni las autoridades que en Granada han
quedado para el gobierno de la ciudad y al cuidado de la intendencia, creen que
estos aldeanos puedan aportar algo de valor al pronto castigo de los rebeldes y
los ignoran. Los capitanes alcaldes y los caballeros de Quesada están muy
serios y circunspectos en sus asientos, disimulando su orgullo herido con tanto
desprecio. La tropa, tan acostumbrada como está a las malas maneras del mundo y
de sus dueños, no tiene orgullo ni honor ni cosa que se le parezca y no paran
de hablar, reír y gritar las novedades de esta excursión. Bartolomé Alviano,
con la cabeza en el cristal de la ventanilla, intenta dormir pero se lo impide
la melancolía y la contrariedad. Si no lo hubieran llamado a guerras ajenas
este verano hubiera comido bien, porque parece que está lloviendo bastante y
está haciendo frío cuando tiene que hacerlo. Piensa que para que cada uno
regrese pronto a sus propias miserias habrá que matar a muchos moros y matarlos
rápidamente. A Leonís lo emborracharon en la cantina y son muchas las risas de
sus compañeros de armas con el suceso. Leonís, subido al mostrador, vitorea al
Rey Nuestro Señor y a la Patria. El cantinero le agarra por los tobillos cuando
intenta saltar. Leonís se deja los hocicos en las baldosas del suelo, sus
compañeros de armas se han cansado de reír y se olvidan de él, lo dejan allí
caído, sangrando por la nariz y la boca, vomitándose encima su propia
borrachera. Alguno se acordará a última hora de subirlo al tren, si es que alguna
vez arranca este ferrobús antediluviano que la burocracia intendente dejó
olvidado en la estación de Larva. Sin duda que Sosiego lo recogerá a última
hora, porque esta compañía no tiene por mascota borrego, marrano, gato, loro,
cabra o perro, que lleva tonto y no es cuestión de perderlo por el camino.
Sosiego es un caradura que ha cumplido los cuarenta y vive del aire y del
desparpajo. Si alguno quiere cachondeo pregunta por Sosiego y lo invita a unos
vinos, que ya Sosiego se encargará de montar algún entretenido suceso. Sosiego
tiene más chistes que Quevedo, le ve el
culo a las niñas cuando mean detrás del zarzal y, por mover risas, también se
lo ve a las que ya no lo son tanto. Es perito en cuernos y burlas, en acoso de
ingenuos. Sosiego vive de reírse de los demás y de que los demás se rían con
él. Es un marginal a sueldo que se da una mísera gran vida sin trabajar. Las
mozas, las viejas y las casadas, los mozos y los viejos, el tabernero, los
capitulares y hasta los frailes ya esperan ansiosos la vuelta de la expedición,
porque Sosiego es un demonio y seguro que le ocurren mil cosas chuscas resueltas
con ingenio rural y picardía. Habrá carcajadas y conversación para muchos
meses, para las tardes aburridas de mal tiempo y para las primeras suaves y
tibias en el jardín o en la terraza del bar. Se conocerán anécdotas para
recordar en nochebuenas y fiestas de guardar, para contar a los parientes que
vengan en agosto desde Barcelona y a los pocos forasteros que por aquí se
pierden tristes en los tristes inviernos. Mateo Francés y Pedro Martel cabecean
tendidos en los asientos del último vagón, duros como peñones. Mateo Francés y
Pedro Martel son los dos muertos que morirán y es quizás por presentirlo por lo
que no participan tanto de las risas y diversiones de la milicia y los dos
descansan para entrar bien despejados en el otro mundo, en el cielo del dios de
los suyos. Mateo Francés es hijo de cura, tiene una huertecilla, hace alguna
chapuza a domicilio y a veces se trabaja un jornal en fincas ajenas. Pedro
Martel sólo tiene de mítico el apellido. Es el mayor de doce hermanos y vive en
un cortijo del Guadiana Menor. Entre crecida y crecida siembra en los otoños a
las órdenes de su patriarca. En la primavera limpia y arregla los caces que regarán
los campos cuando los calores secos. En el Guadiana Menor hay mosquitos, barbos
y calores húmedos que evocan trópicos coloniales. Pedro Martel quiere mucho a
su burra. Una vez que enfermó de fiebres la cuidó como a una esposa, le daba de
comer, velaba sus sueños, no encontró paz hasta que la burra caminó nuevamente
a su lado camino de la cuadra, tálamo bestial, camino de la faena, camino de
las ironías y desprecios de los semejantes a él, más rudos, de mente trabada,
amarrados a las cosas que son tal y como deben ser.
El tren, anciano y oxidado, silba
cuando por fin lo dejan partir y los soldados corren presurosos a ocupar su
plaza. Sosiego recoge a Leonís en la cantina y arrastrándolo por el andén lo
arroja al vagón. El ferrobús se mueve buscando los pinares repoblados de la
Dehesa de Guadiana, los alcaldes capitanes y caballeros no han descompuesto la
figura erecta y seria en toda la noche, para ignorar el desprecio grande que
les están haciendo. Puentes desvencijados, curvas endiabladas en las que
rechinan los ejes, algún olivar perdido entre las ramblas, espartos, pinos
antiguos, pinos modernos, los gazapos se asustan con los rugidos del monstruo.
Dejan atrás el desierto nuestro, alcanzan el altiplano granadino, meseta de
girasoles, Castilla exótica en la Andalucía ignorada. De madrugada nadie con
más prioridad circula y el convoy ya no para hasta la estación de la ciudad capital
de esta Guerra. Docenas de mozos descargan el rancho y la pólvora del ejército,
desmadrada intendencia militar, fardos y panes para el frente, columnas de
evacuados que se tumban en los bancos a la espera de la partida, policía
militar en cada esquina. Granada pobre y bulliciosa, sucia y antigua, caótica y
destartalada. Granada en una madrugada gélida y plateada de enero evocando,
magnífica, su propio mito. Los capitanes de la patriótica expedición de Quesada
forman a la compañía en la explanada frontera a las casas del ferrocarril,
delante los cuarenta caballeros, detrás los doscientos peones. Por la Gran Vía
y la calle Reyes, entre el tráfico infernal (sobran y faltan señales, calles,
peatones, coches...) cruzan la cristianísima y castellana capital del siempre
oculto y presente fantasma musulmán, muchedumbres bulliciosas, rutina
desorganizada. El único semáforo que existe en Quesada lo pondrán dentro de
cuatro siglos, los guerreros quesadeños no entienden de que van esas luces de
color. Por Puerta Real ya han organizado gran atasco y colapsado la
circulación, han bloqueado la ciudad que no funciona, que sobrevive de milagro.
Melchor de Peralta, cabalgando impasible al frente de su compañía, aguanta
impertérrito los insultos de un taxista. Perfecto orden de marcha coronando el
marasmo urbano. Los paseantes se detienen asombrados mirando desde las aceras,
un guardia municipal por el radioteléfono pregunta al puesto de mando el
significado de esta mascarada, pregunta si es una película, si es fiesta de
moros y cristianos improvisada para los turistas, si es la Casa de los Locos
que ha soltado a los inquilinos... El concejal de tráfico es quesadeño, aunque
lo sea circunstancialmente, y hace la vista gorda porque no quiere avergonzar
en público a sus paisanos.
La compañía alcanza el alojamiento del
señor marqués en Dúrcal, acompañando a los de Úbeda y Baeza, con los que se
juntó en Alhendín. Por la parte de Almería el señor marqués de los Vélez,
avisado desde Granada, ha entrado con toda su gente en Olula. El día de Reyes
duerme el de los Vélez en Tabernas y ese mismo día Jerónimo el Maleh pone cerco
al castillo de Lacalahorra.
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