martes, 7 de enero de 2025

CAPITULO V. YA ESTÁ. ES LA GUERRA.

            Es tercer día de pascua, lunes veintisiete. Ayer domingo se alzaron todos los pueblos del valle de Lecrín. Los moros se deciden creyendo que el Albaicín está levantado y que está por ellos la Alhambra y toda Granada. Algo ha mejorado el tiempo y parece que amaina el temporal, a ratos incluso el sol se asoma y derrite las pequeñas praderas de nieve, los chuzos se renuevan en la helada de cada amanecer. Maniobras y argucias en las casas de la Audiencia. Discuten el corregidor y el de Mondéjar. Están ansiosos los veinticuatros y otros caballeros principales por correr a los moros, el señor marqués no quiere desamparar la ciudad, que no llegan a doscientos entre caballos y peones los que guardan la Alhambra. En Bib-Rambla y en la plaza Nueva, en todas las calles de Granada, cuentan penas los fugitivos de la Alpujarra que acaba de llegar y que vieron con sus ojos de ver milenios el martirio de beneficiados y beatas, de traficantes, baratilleros, de un letrado de Ugíjar y algún soldado robagallinas que por casualidad esa tarde pasaba por el infierno.

           Fuegos en la Alpujarra, todavía calientes sus ascuas. Los grajos comen en lo hondo del barranco la carne insepulta y corrompida, una mora fondona se ríe con risa chillona adornada con los oros profanados de la iglesia y los monfíes exigen que se los entregue, porque son los oros de la Causa. Aún corren apretados nubarrones por el techo de este reino, como se quede raso la escarcha helará las ferocidades y los miedos que andan sueltos. El airecillo gélido llegado del norte limpia con disimulo la atmósfera y las pitas y las chumberas envidian, tiritando, a los árboles desnudos escondidos en sus troncos para que no los vea el invierno. El cura de Béznar zarandea la conciencia de los cristianos viejos sensatos y reposados, la de tanto cristiano viejo mísero y hambriento que anda tirado por esas calles. Harapientos santones, venidos de quien sabe dónde, pregonan venganza por Granada. Los plateros, los relojeros del Zacatín, los propietarios, los menestrales, la gente de azada y pico, los aguadores, los dueños, los arrieros, fregantines y pedigüeños, todos piden venganza. Ojos inflamados por la ira, también por la codicia, miran las cuestas que suben al Albaicín. Ojos temerosos, timoratos, acomodados, desde arriba miran las mismas cuestas.

           El pueblo de Dios ha perdido el instante ventajoso de la sorpresa, el señor marqués y el vecindario ya están prevenidos, pero el señor marqués se siente inseguro con sus apenas doscientos soldados. Se lo guarda para sí, pero espera que para cualquier momento caigan sobre la ciudad legiones de monfíes y de turcos. El pueblo de Dios y el pueblo fiel de S.M. se estudian con atención felina mientras trabaja en silencio la levadura del odio. Un rayo frío de la aurora lame los tejados helados del alba y algunos indigentes, congelados por dormir al raso, reciben al nuevo día abrigados bajo una manta de escarcha. No duerme el señor marqués preparando sus armas, teme que en cualquier momento se presente la muerte vestida con toquilla turca y ojos berberiscos. En una taberna con horario de veinticuatro horas los desperdicios de la cristiandad vieja, todos borrachos, algunos tullidos, discuten con grandes gritos el reparto de las ropas y los dineros, muebles y ajuares que estarían dispuestos a robarles a los albaicineros. Golpes de trancas y portones violan el silencio de los barrios altos de moros. Comerciantes y tenderos, truhanes y pícaros, muchos burgueses de existencia tranquila, muchos desheredados, preparan sus alforjas, sus armas y sus codicias mientras sueñan con el botín de la guerra. Se transforman así las almas de todos, unas por lo que esperan ganar, otras por lo que temen perder. Hay mucho miedo en el Albaicín, naufragan las esperanzas de aquellos que pensaron que todo se resolvería en unos cuantos días de alborotos, tiemblan de pánico muchos nuevamente convertidos cuando se enteran del aviso que se ha dado a S.M., al señor marqués de los Vélez, a las ciudades y villas de Andalucía.

           El tercero de los días de pascua, lunes veintisiete, una comisión de temerosos albaicineros quiere visitar al presidente Deza para implorar protección, asegurar lealtad. La encabeza Francisco Abenedem, el albañil que trabaja en la Casa Real de la Alhambra. Le acompañan el Adelet, cerero, en cuya casa se conspiraba el pasado otoño y Miguel Mozagaz, uno de los tres capitanes previstos en el plan inicial. La comisión de moros albaicineros baja las cuestas orlada de vergüenza y cobardía. Alguna vieja cierra con desprecio su ventana al paso de los indecisos que no se atrevieron, que ahora hacen de tripas corazón para salvar comercios y pescuezos. El cielo casi desnudo, un airecillo helado repta por las faldas blancas de la sierra.  Se ha tomado muy en serio S.M. la rebelión de esta provincia y no es para menos, que las viudas y los descuartizados se pueden tolerar, pero anda por medio el Turco acechando desde su orilla berberisca. La Sublime Puerta es el eterno enemigo pérfido que le ha tocado a la Patria en este siglo, por encima incluso de los herejes del norte.

           En la plaza Nueva las hordas de ganapanes ansiosos de guerra y saqueo fusilan con la mirada a los embajadores moros. Flamean las banderas en la torre de la Vela. Por el portón de la Audiencia sale una procesión de Semana Santa. Es un cristo muerto que yace dentro de urna de cristal, solemnes y enlutadas las autoridades, una familia endomingada espera el paso comiendo pipas, la barriga le cuelga por encima de la correa al padre, el niño patea a su hermana, reclutas en uniforme de gala, palas y picos relucientes, armas negras, aires marciales, una virgen dolorosa con lágrimas de falsa pedrería y puñales clavados en el corazón de latón brillante, música fúnebre, vendedores de globos y caramelos, un cantaor de saetas. Enero frío, luz despejada en la mañana, trasparente como el cristal de roca, desde un balcón de las casas del ayuntamiento un concejal tremola el Pendón Real por los ínclitos reyes de Castilla y Aragón. Granada cristiana, lujo y miseria de la provincia pobre y apartada.

           Cuando la comisión de moros entra en la plaza Nueva un visionario, un santo varón vestido de harapos y de mugre, electriza a las masas hambrientas de pan y de sangre. Si los tres no se refugian pronto en la Audiencia los trinchan con los dientes. El señor marqués de Mondéjar sube a la Alhambra por la cuesta de Gomérez y un borracho deslenguado le escarnece por ser blando con los rebeldes y partidario de las suaves maneras, la escolta le mide los belfos con tacón, espuela y estribo. Pasa el aristócrata por la puerta de las Granadas, su cabeza preparando los preparativos de esta guerra. El capitán general del reino quiere evitar los perjuicios que se seguirían de la violencia y el consiguiente despoblamiento de este reino. Nunca les perdonará a los rebaños de letrados, tan recientes vecinos de esta ciudad, su desprecio por el amable, recio y noble gobierno de los conquistadores de Granada. Mientras trota su caballo por el bosque, el señor marqués va pensando que los letrados influyeron en la corte para que se hiciera oídos sordos al memorial del señor Muley. El señor marqués prepara los preparativos de la guerra que nos ha caído encima. Su intención es una campaña corta, lo más incruenta posible, una rápida reducción deslindando con precisión el bando de los moros de paces y el de los irreductibles, aplicando clemencia sin tasa, salvaguardando la tranquilidad de este reino para que no se despueble. El cañonazo anuncia a toda la guarnición que el capitán general ha cruzado la puerta de la ciudadela.

           Invierno frío y triste para Granada, frailes alucinados excitan a la multitud, las beatas rezan a su dios en la iglesia del Sagrario pidiéndole la rápida extirpación de la nación nueva y falsamente convertida. Guarda antesala el trío de albaicineros bajo las arcadas del patio de la Audiencia. Los miran con sorna los soldados, una criada del señor presidente, que en el más alto corredor tiende sábanas recién lavadas, les grita ironías de humor negro. A Francisco Abenedem y al Adelet y a Miguel Mozagaz un color se les va y otro se les viene, sudan y retuercen nerviosamente las manos a la espalda ponderando las humillaciones que serán precisas sufrir para salvar vidas y haciendas, las vidas y haciendas propias.

           El presidente Deza remolonea y no recibe de inmediato a los tres suplicantes, que mucho es el poder de S.M. y él tiene el sello  real que lo gobierna en Granada y en la larga espera así deben entenderlo estos súbditos dudosos. Para cuando recibe a los cariacontecidos mensajeros ya les ha hecho comprender que ante S.M. y su Audiencia los albaicineros suplicantes, los monfíes alpujarreños, los chicos y los grandes de este reino son nada. La habitación (el aposento, que diríamos si esto fuese una novela histórica romántica), la habitación, digo, está malamente iluminada. Tiene el presidente barba de varios días, ojos perdidos en los confines del horizonte en el que muere el océano de insignificancias que son los súbditos de S.M. No es su expresión estigma propio de un gobernante diligente que, en tiempos de crisis como los que corren, ha velado noches seguidas disponiendo y despachando disposiciones, sin atender a las fatigas del cuerpo, es la majestad del poder del Rey Nuestro Señor reflejada en su rostro. Don Pedro Deza deja caer el brazo como dislocado y los moros toman el desmayo como señal de que ha comenzado la audiencia. Habla el primero Miguel Mozagaz por ser el más viejo, su voz angustiada balbucea protestas de lealtad. Deza no rompe el silencio y, tras un prudente paréntesis, Mozagaz repite las protestas sin obtener respuesta. Se miran entre ellos con desconcierto, que pruebe Abenedem a ver si le conmueve. Francisco culpa con vehemencia de todas las culpas a esos monfíes que andan sueltos por las sierras, que son gentes feroces y rudas, que son gentes fanáticas y con los sesos sorbidos por los pronósticos de falsos alfaquíes antiguos. Nada contesta el señor presidente. Le tocó el turno al Adelet que con voz llorosa, con grititos histéricos, agarrándose pringosos mechones de pelo, suplica protección, protesta lealtad, adhesiones inquebrantables al Régimen. Lloriquea que les amenazan las turbas cristianas, que la corte puede ser tentada por los malos consejeros para hacer tabla rasa, y usar del mismo rigor con los leales y con los rebeldes, que ellos son fieles súbditos de S.M., que son devotos cristianos, que les gusta el tocino. El Adelet implora al presidente que él sea el justo juez que interceda y aplaque la cólera de S.M. El señor presidente no contesta. Tímidas claridades de sol adolescente comienzan a fundir los cristales del hielo que navega por los aires de Granada. El señor presidente, voz de póliza y trámite, voz de oficio, contesta por fin a los tres atribulados que nada deben temer si permanecen leales a S.M. y prevenidos para su servicio. A la Guardia Civil solo la teme quien delinque o piensa delinquir. A empujones largan de la Audiencia a los moros por un portillo trasero. Las turbas quedan esperando en plaza Nueva su salida, los tres moros regresan pesarosos a sus casas, el señor marqués ha colocado centinelas en las entradas del barrio para prevenir alborotos.

           Grandes son los preparativos de esta guerra, veloces postas galopan por toda Andalucía dando aviso de la revuelta a ciudades, villas y señoríos. Todo el campo se ha levantado, florecen los caudillos y Portocarrero, el Zerrea de Zújar, Jerónimo el Maleh, el Gorri, el Rami, el Xoaybi, Marcos el Zamar y otros muchos recorren la tierra levantándola y prendiendo a los cristianos que encuentran. En la Corte están don Hernando el Habaquí y Juan Hernández Mofadal, que partieron junto a don Juan Enríquez para el último intento de evitar la aplicación de la pragmática persecutoria. Ilusión vana, molesta para los planes ya aprobados. El Habaquí, alguacil de Alcudia, partió a la corte como moro de paz, cuando regrese lo encarcelarán en Guadix, cuando escape huirá a la corte de Aben Humeya. Almería ha quedado prácticamente incomunicada. El alcaide es don García de Villarroel que recoge prudentemente a las gentes y a los ganados refugiándolos dentro de los muros de la ciudad. Don Alonso de Granada Venegas es caballero veinticuatro del cabildo de esta ciudad, el único moro fiel a S.M. Es un moro tan noble y leal que nadie le culpa de haber nacido moro.

           También ha terminado el temporal en la villa de Quesada. El temporal de agua y de nieve, que aún no se tienen noticias del temporal de sangre y fuego. Monfíes recelosos, sedientos de muerte y salvación, acechan por las cañadas de los confines del término, donde la villa linda con la tierra de los nuevamente convertidos. En los cortijos perdidos entre barranqueras desoladas atizan la lumbre los ganaderos mientras esperan una nueva primavera. En la villa de Quesada poco a poco las heladas y el frío seco sustituyen a las húmedas nieblas pasadas. Leonor Jiménez, natural de Valdepeñas de Jaén, cuece morcilla en un caldero y su marido el vascón recuenta los dineros que ha recaudado para el concejo. Guiomar, la santa esposa de Antón Martínez, zurce los calzoncillos de su regidor y su hija se muere de tristeza en un rincón. Su padre le pega hoy sí y mañana también, porque no sufre tener hija única y encima tan poco espabilada. Guiomar admira tanto a su regidor que no le defiende al marido la cara de su niña. La niña sueña con el hijo de Alonso de Mata y al padre de la niña le llevan todos los demonios, porque Nuño no está sobrado de luces y ninguna ventaja traerá a su casa. Son unas pascuas tranquilas y pobres como se gasta en estas tierras. Melchor de Peralta juega a las batallas en el corredor de su casa y su hija Isabel quiere casarse con el rijoso Hernando de Lorca. En la villa de Quesada se desliza la vida, aterida bajo las mantas de paño y las mantas de escasez, el mesonero reparte vinos y dineros a rédito, los labradores están contentos porque este año llueve.

           El domingo veintiséis intentaron los moros poner fuego a la torre de Órgiva en la que se habían recogidos los cristianos del lugar, los súbditos fieles a S.M. El morerío les gritó que se rindieran, que Granada y la Alhambra ya estaban por ellos. Aben Humeya capitaneaba el cerco, pero al no poder hacerse con los sitiados partió acompañado de su corte camino de Válor. El Zerrea de Zújar manda en doscientos monfíes valerosos dispuestos a morir por el bien del milenio. Entre las encinas, que hoy ya no existen, campan mujeres y viejos, moras y morillas, cabras y alguna gallina, todos dados a vivir en el monte, pesarosos y cansados, pero decididos a morir matando, a segregar su tierra de la cristiandad, a ser esclavos de un tirano nacido de su propia nación. Hoy ya es lo propio de esta provincia el vinazo malamente fermentado y la morcilla y la longaniza. Hoy Granada es simplemente Granada y nadie llora a la nación morisca, desarraigada por fuerza de armas de sus huertas y de sus eriales y de sus barrancos y de sus sierras. El Zerrea de Zújar y su partida saltean los caminos de Guadix y Baza. Se emboscan en los rincones de ramblas y barro cerca del Negratín, concilio de pirámides erosivas, polvo amarillo, ocre y pardo, casi blanco y rojizo, el Jabalcón es un peñón calizo en medio de la era llana y esteparia. El Zerrea y los suyos se funden con la maleza y las arrugas del paisaje, hay cortijos blancos al fondo, en el campo cristiano. Del norte viene el aire que raja la piel con cuchillos de hielo, del norte siempre viene el enemigo de Dios, del Santo Reino, de Córdoba, de Sevilla. En Granada quiere reinar de nuevo un sultán que se dice pariente de los antiguos omeyas cordobeses. La familia de don Alonso de Granada Venegas fue cristiana y luego mora y él sí viene de los reyes moros de Granada y él es tan fiel servidor de S.M. que nadie le puede acusar de ser moro aunque lo sea, y de los más principales, si no el que más entre todos los que quedaron en este reino.

           Mientras por toda Andalucía galopan las demandas de auxilio que envió el señor marqués de Mondéjar y ya se escandalizan los pueblos y las ciudades, el Zerrea ojea con codicia los más apartados términos de Quesada, los que confinan con la morisma. Anda la tierra revuelta y anda el Zerrea revolviéndola, acosando de tanto en tanto algún cura transeúnte, a un pastor o a un caminante. Las moras y las morillas y las moras viejas y las cabras y alguna gallina se visten de fugitivas en el disimulo de lo más espeso de este desierto de encinas que talaron hace mucho tiempo. En estos días de finales de diciembre todavía no ha cundido en la villa de Quesada la fiebre patriótica y no se han echado cuentas de lo caro que resulta servir a S.M. en la persecución de los rebeldes. Un chuzo cuelga del alero del convento del señor San Juan, fray Luis de Prados lee a poetas italianos pasados de moda calentándose al calor de un brasero. En las casas donde se juntan en cabildo los regidores de esta villa entran y salen los convecinos que pelean con papeleos, que piden favores a la autoridad, que gestionan gestiones referentes a las listas del paro. Un perro huesudo husmea en los rincones de la plaza Pública, los maestros cuneros comen el menú del día en el comedor de un bar. Es diciembre y el cielo es puro, cuando anochece hiela, al mediodía calienta un poco el sol, esqueletos de árboles sin hojas en cada perfil del jardín.

           El Zerrea es un monfí correoso y ágil, analfabeto y cruel, con cuatro ideas fijas en mitad de la frente. Fue en tiempos sacristán obligado y hoy vive del monte y de levantar la tierra y las gentes. Los doscientos monfíes de Zújar maltratan, roban y matan en el barranco de Gor a un relojero del Zacatín que, asustado, regresaba de Baza. En Granada el señor marqués prepara los preparativos de esta Guerra y el señor presidente, inflexible, no conoce ni la justicia ni la piedad, que se limita a imponer la ley mandada por el Rey Nuestro Señor. Es diciembre, es invierno, cuando el sol muere en las montañas de poniente las paredes de hielo del Mulhacén se colorean con el color de la sangre. El rey de los andaluces ha estado en Órgiva hostigando a los encerrados en la torre, ha estado en Válor con su intrigante parentela, el rey de los andaluces quiere alojar a su corte en Laujar de Andarax. Aben Humeya cree que el rey de los andaluces es él; don Hernando el Zaguer, que es quien manda, le envía doncellas cristianas cautivas para que las disfrute y siga pensando que es el rey. El Zaguer abrió las compuertas del milenio que se ha derramado sobre el pueblo de Dios y ahora, apartado en su refugio valorí, calcula riesgos y peligros. El Zaguer pondera con frialdad valimientos dorados en la corte triunfante de su sobrino, exilios también dorados en la Berbería y, en todo hay que ponerse, reducciones humillantes y traidoras a los pies siempre generosos del señor marqués de Mondéjar.

           Domingo veintiséis, creyendo que la Alhambra y Granada ya estaban por ellos, se alzan Tablate, Ízbor y las Albuñuelas. Los de Padul, Dúrcal y Nigüelas, los más cercanos geográficamente a la realidad, y por tanto los mejor informados, permanecen inmóviles. El señor marqués de Mondéjar prepara los preparativos para la guerra que quiere hacer corta y en lo posible amable. Cuando revisa los sótanos de su capitanía no encuentra ni pan ni vino ni escopetas ni pólvora ni soldados entendidos en las artes de las batallas, carece de todo, nada hay que le sobre, sólo están llenos los almacenes de la codicia y suficiencia, veteada de miedo, que padece la castellanía vieja. Para reducir a los rebeldes el señor marqués casi no tiene nada. Los correos acuden a todas las ciudades de Andalucía solicitando socorros. Al señor corregidor de Málaga se le pide que provea los presidios de la costa. El cabildo de Granada ha visto la escasez de gente que se presenta y se afana organizando milicias civiles. Milicias civiles de horneros y mesoneros, propietarios y frailes, pañeros, plateros, fontaneros, oficinistas, jubilados y peluqueros. Han vestido al tonto de héroe y se ríen todos mucho cuando atraviesa las cochambrosas callejuelas al grito de ¡Arriba España! ¡Viva la Legión! La legión es la guinda de esta procesión y el endomingado gentío semanasantero aplaude a rabiar. El señor marqués prepara con esmero los preparativos de la Guerra y, si no le incordian políticamente en la retaguardia, hará una campaña corta y blanda para separar a los malos de los buenos, para reducir a los irreductibles con toda la fuerza que se precise. Ya están llegando algunas compañías de infantería y de caballería. El cabildo ha creado milicias civiles y, como los milicianos aún no han visto cadáveres, juegan a valientes y fanfarrones, todos muy militarizados. Dice Mármol que hasta los relatores y los procuradores de la Audiencia entraban con armas a los estrados. Algunos ya se han percatado de mala manera de que aquí no se juega a nada.

           Güajar Fondón es un lugar de don Juan de Zapata. El tal señor a los primeros alborotos acudió con ciento cincuenta hombres a defender sus dominios. Los moros intentaron convencerle de que allí no pintaba nada, que se había acabado la colonia, que se fuera, que lo dejarían partir. Don Juan se sintió fuerte con su tropa y, como era hombre obstinado y estaba convencido de que todo terminaría en un par de días y que si se mantenía firme y sereno salvaría indemne su lugar, decidió encastillarse en la iglesia. Los moros prendieron fuego, se hundieron las vigas del techo, murieron todos. Esto fue hacia el día treinta, cuando toda la tierra estaba levantada y a la espera de la primera embestida del castigo. Muchos todavía creen que Granada y el Albaicín están por ellos, muchos recuerdan como los viejos contaban que nadie entró jamás en la Alpujarra por fuerza de armas. Aben Humeya está en Laujar y en la corte del rey de los andaluces se reparten patentes reales entre súbditos principales para que gobiernen en nombre del nuevo sultán. En Laujar se instala la corte nuevamente convertida y de todo el reino se reciben obsequios para goce del soberano. En la torre de Órgiva siguen resistiendo las feroces acometidas agarenas.

           Termina el año y está empezando la Guerra. En la villa de Quesada se propalan rumores alarmantes por las barras de los bares, a la salida de misa, en la plaza Pública. Se leen pocos periódicos en este pueblo y la historia solo se conoce por la televisión. Se indignan los vecinos y se escuchan juramentos, votos, la retahíla de procacidades que se aplica tradicionalmente a la morisma: chusmerío moro, asquerosos, perros, viles, traicioneros, cobardes, el Estrecho lo inventó la divina providencia para separarnos de esa jauría... Hace un frío de cojones. Por las tardes, cuando incluso el sol tirita con el airecillo helado, una difusa manta de humo azul se aplasta en las hondonadas, solo las más altas espesuras de la sierra sobresalen a la niebla, son las lumbres de los aceituneros en los olivares. Camiones, coches, mulas mecánicas vuelven cargados a la cooperativa y en las carreteras de Jódar los que roban aceituna regresan formando largas hileras, montados en sus ruidosas chicharras, llevando de paquete un saco donde guardan los kilos que han colectivizado. Hace un frío de cojones y estas sierras son pobres, algunos sólo pueden calentarse con ardor patriótico. También aquí se juega a la guerra y los vecinos ya están muy excitados. Se enterarán, no cabe duda, de lo que a un pueblo pobre le cuesta el servicio a S. M. Se escapa el año atardeciendo por los lejanos confines de poniente. El año que entra los monfíes que se han dado a vivir en el monte llamarán a las puertas de Quesada. Cuando los vecinos abran se encontrarán con la Guerra, que ya ha llegado. Soldados, artillerías y escoltas atravesarán el pueblo camino del frente, comiendo, bebiendo y preñando.

           Jueves, treinta de diciembre del año de Nuestro Señor Jesucristo de mil quinientos sesenta y ocho. Se han juntado en las casas del ayuntamiento los muy magníficos señores Alonso de Mata y Melchor de Peralta, alcaldes ordinarios de esta villa por Su Majestad Real y Jorge de Peralta y Pedro Ruiz Costilla y Francisco de Jorquera y Pedro de Tribaldos, regidores de esta villa. Por tener conocimiento de que en la Alpujarra del Reino de Granada se han levantado ciertos lugares de moriscos y que el señor marqués de Mondéjar, capitán general del Reino de Granada, ha dado aviso a ciertos lugares comarcanos pidiendo socorro, y porque esta villa y sus vecinos son servidores y vasallos de su Real Majestad, manda el cabildo que se escriba una posta al dicho señor marqués para que si tiene necesidad de socorro dé aviso luego de ello. Cuando este último milenio que hubo, cuando los soldados de S.M. se levantaron para reducir a la República, algunos de entre los modernos infieles, insumisos a S.M., querían llevar el papel de los libros capitulares y todo el archivo del ayuntamiento a las fábricas de papel. Juan de Mata Carriazo lo rescató y lo escribió donde yo lo leo. Si hubieran acabado los papeles del cabildo hechos periódicos no hubiera existido esta Guerra en Quesada. Si se hubieran perdido, la realidad histórica habría olvidado a la realidad real y tampoco me hubiera podido inventar esta historia emotiva, porque la historia emotiva no es del todo mentira y algunas veces necesita de la letra de los escribanos.

           Otrosí, dijeron muchas cosas los regidores, todavía cosas de la ordinaria administración del lugar, anteriores rutinas que pronto se alterarán. Con las primeras noticias y avisos Melchor de Peralta ya se soñaba en los campos, rodeado de pólvora y ballestas y los de Quesada a sus órdenes. Melchor de Peralta es un alcalde comedido pero algo lunático. Cuando no fantasea le gusta pasar las horas en el corredor de su casa, ver como se alternan las lluvias y los calores y los vientos, mirar a ese hortelano que vuelve de la huerta cargado de pepinos y calabacines, que lo saluda al otro lado de los cristales cuando Melchor se sienta en su ventana al caer el sol. Alonso de Mata, el otro alcalde ordinario de esta villa, es de vieja estirpe pero de escasa liquidez. Es un político astuto, al frente de la compañía militar quesadeña podrá medrar entre los poderosos que se junten al servicio de S.M. Jorge de Peralta calcula lo que le costará a él y lo que le costará al pueblo el abasto de tanto guerrero. Antón Martínez quedará en la villa a sus anchas, tan favorecido y tan potente con la ausencia de los alcaldes que se van a Granada. Pedro de Tribaldos no es un patriota pero, si le empujan, sin duda partirá.

           Todos creen que esta será una campaña corta, casi todos creen que sacarán algo en claro de estas novedades. Algún cortijero de Hinojares escudriña con recelo las tinieblas y se acuesta inquieto y no duerme, con un ojo cerrado y otro abierto, la mano en la escopeta, la hembra vela a su lado luchando contra una invasión de espantos. Que se acerque Juan de Aranda, vecino de esta villa, a llevar la posta al señor marqués y que se le dé una cabalgadura y que se le libren ocho ducados para su salario. Que para servir más diligentemente a S.M. se aperciba a todos los escuderos a caballo y a toda la gente de a pie, de quince años arriba y de cuarenta y cinco abajo, para que estén dispuestos con sus armas. Que los viejos provean a personas que les sustituyan. Que se pregone lo mandado desde las ventanas del ayuntamiento que caen a la plaza de esta villa. Cristóbal de Córdoba, pregonero, pregona lo acordado y en la plaza Pública se detienen a oír su pregón los labriegos que vuelven de la faena y que ya no soportan tanto frío y tan poca lumbre. La gente socarrona, parada en la Explanada, hace algún comentario ácido del que no salen muy bien librados ni la jerarquía del reino ni la de la villa ni la curia vaticana ni este mundo cruel que les abandona pobres en un pobre y destartalado rincón y que sólo repara en ellos para llamarlos a luchas y causas ajenas. Este villorrio desheredado, que navega dificultosamente en un invierno desapacible, se ofrece esforzado para esta Guerra, porque quiere quedar bien con su amo el Rey Nuestro Señor y con los alcaldes de corte y los receptores y con tanto poderoso como hay por ahí. Quiere quedar bien porque piensa que la faena no será larga ni costosa.

           Entre dos luces parte Juan de Aranda hacia Granada. Portador de un mensaje todavía generoso y desinteresado, no come ni duerme y viaja incluso de noche, ansioso por llegar a los pies del señor marqués, ansioso por conseguir un empleo para él que le salve de su aldea, donde morirá pobre y gris si Dios y la política no lo remedian. En su casa revisa Melchor de Peralta armas y montura con alegría infantil. Es un don Quijote de octava fila que nunca ha salido en los papeles ni saldrá, que no lee libros de caballería porque apenas lee nada. Mientras se afana con los correajes, su hija Isabel, desengañada del juicio de su padre, lo mira con tristeza. No quiere que se marche a la Guerra su padre y para evitarlo le dice que si parte se casará con Hernando de Lorca, le monta el número de las lágrimas y los gritos, pero Melchor ya no la escucha, ni a ella ni a nadie. De nuevo se reunirá mañana el cabildo. Pedro de Tribaldos bebe demasiado y no puede despedirse de su santa esposa. A Leonís, que es medio tonto, le dan palmadas en la espalda y, reventando de risa, le dicen que es llegada la hora de los tíos valientes y echados para delante. La cara bobalicona de Leonís se contrae nerviosa y alegre mientras asiente. Vastián Cano, el mozo, quiere hacer un pozo en el haza que le ha dejado su padre. Con solo un moro al que desplume podrá pagar la obra. Cuando despunta el alba de San Silvestre, Bartolomé Alviano y las gentes del campo acuden al tajo pisando el barro cristalizado por la escarcha. Mientras camina, Bartolomé le reza a su dios para que le dejen tranquilo en su propio negro batallar y no le llamen a batallas de otros. Leonís es mote que le pusieron porque, al disgustarse sus padres, el padre agarró el cobre y se perdió y la madre se quedó con él, que era la parte del león. Cuando amanece el día de San Silvestre más de un cortijero hay que no ha pegado ojo por estar más pendiente de su ganado y de su pellejo que del descanso. Nadie recuerda con que nombre sacaron de pila a Leonís.

           Juan Zabazaque, en su alquería de los Ceheles, aguarda con ansiedad noticias ciertas del presente milenio que está arrasando el futuro. Ha visto los fuegos de todos los pueblos que viven a la sombra del rey Mulhacén. Zabazaque ha visto pasar escuadrones presurosos de mozos animosos que quieren morir matando, ha seguido desde la altura de su cortijo a los fugitivos cristianos que huyen entre los chaparros y las barranqueras, fugitivos que en la última escena de su mezquindad escapan arrastrando los bienes, botines robados de antiguo, que han conseguido cargar. Jaurías de monfíes vengativos persiguen por la maleza a los cristianos viejos, los alcanzan y de un tajo los cortan en dos, sobre las vísceras calientes los cazadores se reparten los latrocinios del finado. Zabazaque no conoce noticia cierta de la Guerra. Dos de sus hijos han seguido al rey de los andaluces, un tercero secunda los pasos de Farax en la limpieza de la retaguardia. El cambio de año sorprende a Zabazaque acechando los caminos de Órgiva desde una eminencia del cerro más alto, donde está la alberca. El sol traza una corona en su cabeza, por la noche la luna le viste de témpano. Densas humaredas en la torre de Órgiva. Zabazaque no se retira del mirador esperando a que vuelvan sus moros, no vive por saber si regresan heridos y humillados, si vuelven amos de su tierra. El anciano venerable olfatea el aire claro del invierno. Azuzado por la impaciencia intenta identificar al dios dueño de los olores a sangre que cruzan los cielos pizarrosos de la Alpujarra.

           El banderín de enganche funciona a tope en Bib-Rambla. Hay quien se apunta por evitar que los moros y los turcos caigan de improviso sobre Granada. Hay quien se apunta por castigar la muerte de su padre, beneficiado de Pitres, un poner. Hay quien se apunta por buscar fortuna en el saqueo. Los que ayer eran sosegados hoy se ciegan contando el oro que, según dicen, la judaica morisma guarda en sus arcones. Codicia sin freno desatada por los campos de Granada. Quien nunca fue maltratado por los nuevos convertidos y que hasta ahora pasó por elemento de orden, baladronea con la espada al cinto en los corros que se forman por las arábigas callejuelas, por las amplias plazas que abrieron los soberanos de Castilla y de Aragón. Ya llegan compañías de caballeros y peones desde toda Andalucía. El señor marqués prepara los preparativos de esta Guerra. El señor marqués es un soldado antiguo, de virtudes republicanas, que menosprecia a las turbas concejiles por venir ávidas de ganancia, por ser indisciplinadas y poco prácticas en los negocios militares. De toda España acuden pillos y buscones, visionarios y milagreros que esperan rentables oleadas de piedad y desazón en la resaca de esta sangría. Los regatones apañan su mercancía de sardinas arenques y tocino para acompañar al ejército en sus fatigas y en sus botines, de todas partes acuden los que hacen leña del pueblo de Dios caído.

           San Silvestre del sesenta y ocho, mandan los capitulares que hoy, después de comer, se haga reseña y alarde en la plaza Pública, que acudan los caballeros y los peones con sus armas y sus caballerías, que los viejos aperciban personas que vayan por ellos. Que acudan todos para conocer la orden que han de tener en la partida para ir al dicho socorro del señor marqués de Mondéjar, que se haga una relación de los que salgan al servicio de S.M., que Cristóbal de Córdoba lo pregone en la plaza Pública y en los lugares donde se acostumbra. La Guerra sacude a esta villa pobre y necesitada rescatándola de su indolente y eterna agonía. El ajetreo de armas recién aceitadas, de preocupaciones y de corazonadas, la alegría novedosa del chiquillerío que ha crecido en la rutina y en la precariedad, atasca las calles de preparativos militares y un lodo sucio y patriótico rezuma de las almas de muchos vecinos. La leal y antigua villa de Quesada es la primera en acudir a la defensa del Rey Nuestro Señor, de sus dominios, de la Iglesia y de los santos. Brumas épicas en los corazones de los vecinos, como las que escribió Pedro Antonio de Alarcón hablando de las glorias patrias en la célebre jornada de los Castillejos, primero de enero del año de Nuestro Señor de mil ochocientos y sesenta.

           El General en Jefe galopa entre su tropa caballero en un blanco corcel de pura estirpe sarracena. La Victoria le inflama el rostro. Cuando alcanza la perpendicular del reducto Príncipe de Asturias el caballo se encabrita como en pose de lienzo, la mano laureada levanta el ros laureado y un grito sube al cielo marroquí: ¡Soldados! ¡Viva la Reina! ¡Viva España! ¡Viva el general O'Donnell!

           La historia de un desamor histórico se pasea por las espumas embravecidas del mar de Alborán. Desde la rada de Río Martín los vapores de la Armada trasiegan continuamente heridos y muertos a los muelles de Málaga y Algeciras. Pedro Antonio se emociona en los observatorios contemplando los combates. Ama y desprecia, admira y odia a los tristes vencidos de la Berbería. En Ceuta pululan los bichos del cólera y la Patria ignora y se ríe de los sefardíes vestidos con sedas de gala que aclaman a sus viejos verdugos a las puertas de Tetuán.

           Son las cuatro de la tarde de San Silvestre en el reloj que rige Rodrigo de Ojeda y los peones de la infantería y los caballeros de la caballería forman derechas filas en la plaza Pública de esta villa. Los gorriones aturdidos por la escasez de diciembre se asoman a los árboles admirando el alarde. Tufos de aceite y herrumbre en los hierros, con golpes de vara los municipales contienen al chiquillerío expectante. El pregonero vocea los nombres de los que socorrerán al señor marqués de Mondéjar. Melchor de Peralta revisa el aparejo de los aspirantes y, si lo aprueba, el flamante guerrero engrosa las filas de la compañía que se forma en la delantera de las casas del concejo. Bartolomé Alviano descubre con pesar que lo requieren para la guerra ajena en la que nadie le dio vela. Bastante tenía Alviano con sobrevivir, con su poco pan. Vastián ya se sabe que se quiere costear un pozo con el despojo de algún moro y ha librado del azar su designación moviendo influencias. Leonís se dice muy convencido que ha sonado la hora de los tíos valientes y decididos. La plaza Pública de esta villa es una alegoría de la retaguardia cristiana. Leonís aprueba el examen y se une a la compañía con alegría bobalicona, el jolgorio amenaza el buen orden de la reseña.

           El lunes día tres, muy de mañana, sale de Granada el señor marqués de Mondéjar para reducir a los moriscos rebeldes de la Alpujarra. La primera noche la pasó en Alhendín y el martes día cuatro alojó su campo en Padul. Los vecinos moros, que no se habían alzado, rogaron al señor marqués que no alojase soldados en sus casas por los perjuicios que se seguirían de desmandarse la tropa.

           —¿Dónde meteremos entonces al ejército? ¿Tendrá que soportar al raso esta gente tan floja y bisoña el frío tan recio que hace?

           Desde luego que no, que no se puede acceder a lo que pretenden los cristianos nuevos del Padul. El señor marqués es condescendiente y pretende irritar lo menos posible a los moros de paz, pero lo primero es triunfar en la empresa, ganar en cada jornada. Deza ha quedado por amo de Granada. El conde de Tendilla es el gobernador militar. Más trabajos y preocupaciones que las banderías enemigas le darán al conde los intrigantes cortesanos y las envidiosas autoridades municipales, que siegan la poca hierba que crece en la árida Alpujarra bajo los pies de su padre. Al conde de Tendilla le gustaría aprestar su artillería y su valor de buen caballero contra las casas de la Audiencia, pero sabe que de nada valdría, porque los castillos de papel legal son inmunes a la pólvora y saberes militares de los antiguos linajes.

           Don Pedro de Deza preside el caos de la retaguardia, es un hombre aburrido y seco de hiel, dueño del sello del poder del Rey Nuestro Señor. En realidad Deza es solo un funcionario y su vida, como diría don Julio Caro, es una vida por oficio. Pero es mejor para esta historia creer que don Pedro tiene una bestia sanguinaria encerrada en sus tripas y que, cuando no la calma con láudano, apareja sus garras y captura a un niño guapo, rubio y cristiano, lo sacrifica como dicen los castellanos viejos que sacrificaron los moriscos al Santo Niño de la Guardia, provincia de Toledo, N-IV. En un arcén de la carretera el Santo Niño pide limosna para un vaso de vino, pero nadie se apiada de él. Los de la Corte lo ignoran porque no conocen nada del reino de las emociones. Los de provincia porque circulan tiesos, aferrados al volante y la vista perdida, impresionados por la cercanía de lo que fue la capital de la República. De cuando en cuando algún camionero moro, arriero del desarrollo, recoge al Santo Niño y se lo lleva de copas a cualquier garito de la carretera. Reclamos luminosos intermitentes, cirros rojizos sobre las colinas manchegas, caravanas de luces de posición. Cuando los viajeros que fueron a la Corte regresan y cruzan la linde de Despeñaperros, mean en familia donde arranca el camino de Isabela y Fernandina, el universo de olivares en el oscurecer, suenan metálicas las emisoras de la provincia, baches, curvas, quitamiedos, unos faros se asoman momentáneamente a las revueltas de la otra ladera. En la carretera nacional cuarta la enésima reencarnación del moro Reduán, ahora emigrante, va camino de las fábricas europeas. Cada vez más lejos los aromas espesos y orientales de Marruecos, el moro conduce su coche de moros entre el ir y venir de la cristiandad recelosa. El señor presidente de la Audiencia está siempre dándole al láudano para poder soportar su propia maldad. Cuando se asoma a los balcones de la plaza Nueva y el fresco le acaricia la cara y le despierta, se reconoce y se retira horrorizado a su despacho y reúne a su consejo. Reunión de letrados, pobres muertos. El jesuita Albotodo, hijo de mora, está medio loco. El canónigo Orozco es su vecino y, mientras disfruta por las noches trajinándose a la barragana, el llanto de Albotodo se cuela por la ventana y por el hueco de la chimenea. En la casa de la Compañía, en Bibalbonud, está llorando Albotodo porque la morisma albaicinera le odia y solo su madre mora es buena con él y le quiere bien.

           Cuando el ejército abandona Granada una mañana de enero, fría limpieza invernal, se juntan los rezos de aquellos súbditos de S.M. que temen ser vencidos y los rezos de aquellos otros, más leales, que ya están comenzando a vencer. Aun no se han visto cojos, tuertos, mancos y tullidos, barrigas destripadas, olores de carne quemada, humos de incendios... Piensan los cristianos que la guerra es una batalla de artes militares, de ojos asustados en los enemigos que se reducen, del poder de S.M. manifestándose en toda su fuerza. Los imbéciles piensan en la guerra como si fuera la Patria que camina, solo los más leídos son capaces de representársela y de acojonarse. Partió el señor marqués de Mondéjar la mañana del tres de enero acompañado de caballeros veinticuatros y gentes de Granada, reforzado por compañías de infantería y caballería de las ciudades de Loja, Alhama, Alcalá la Real, Jaén y Antequera. Por los campos de toda Andalucía se acercan otras muchas villas y ciudades. Avanza el señor marqués por las sucias callejuelas y los primeros soles buscan los aceros bruñidos y levantan un oleaje de luz en las telas de seda. La muchedumbre aclama al capitán general de este reino, al guardián de la Alhambra, al benévolo y noble señor que abre la marcha con gesto hermético, los pensamientos puestos en futuras disposiciones de campaña. La muchedumbre de burgueses y pedigüeños, de frailes y marías, de aguadores y carteristas, la muchedumbre castellana vieja aplaude y se asombra ante tanta espuela de oro, tanto estribo de plata, tanta lanza en puño, tanta aljuba escarlata. Por el extremo opuesto a esa calle de Elvira, por la que partía Reduán, sale muy gran cabalgada. No es toda gente valerosa ni experta para la batalla, pero los vecinos se espantan y asombran de tanto ademán, tanta ostentación, tanto aparato. En el Albaicín se cierran puertas y ventanas. Luis del Mármol Carvajal va entre sus compañeros de armas, cargado de lápices y de papeles, tintas, plumas y cuadernos, descansa mientras bebe su caballo en la corriente de una acequia. Mármol toma cuatro notas rápidas sentado en una piedra. En su celda del convento del Señor San Juan está tirado fray García, harto de vino, bañándose en su vomitera. Hoy tiene, cosa nada rara, problemas con el estómago sublevado, inobediente a su amo.

           Mientras se instala el campo del ejército en Alhendín, los soldados desmandados roban gallinas y corren mozas en las alquerías de los moros. En Dúrcal y de noche fueron las primeras escaramuzas. Miguel de Granada Xaba acometió la vanguardia cristiana entre la gran confusión de sombras y ásperos fríos. Ni unos ni otros pudieron jurar si el enemigo iba o venía. Acudió la caballería con todo su alboroto y el Xaba se retiró pensando que el marqués ya entraba en Dúrcal. El Xaba volvió a Poqueira donde lo esperaba su rey, el de los andaluces. Aben Humeya lo quiso matar por el fracaso pero se defendió bien el monfí, con buenos argumentos, y salvó el cuello que el tiranillo ya le quería arrancar. Amanece en el campo del marqués de Mondéjar alojado en Padul. Escarcha por todas partes. En los cerros del fondo las columnas de humo que levantan las lumbres de los fugitivos. Un perro apaleado a las puertas de la iglesia, los centinelas bostezan, luz neblinosa del amanecer, los moriscos del lugar se tragan en silencio las rabias y corajes de la ocupación. El señor marqués, preocupado con las órdenes que dará en su campaña, no ha dormido en toda la noche y está fatigado.

          Juan Zabazaque aguarda ansiosamente noticias del milenio, de sus hijos, de sus amigos muertos que sin duda ya los tendrá. En la villa de Quesada mendicantes forasteros recorren el caserío pidiendo una caridad para el remedio de las almas nuevamente convertidas, que ahora se han descarriado. Los mendicantes piden un socorro por las calles de Quesada para rescatar almas moras del infierno. Los frailes pedigüeños piden limosna tocando una campanilla y extendiendo las manos cubiertas de cascarrias. Cuando se encuentran dos de ellos en alguna esquina apartada intercambian risas maliciosas y en el pueblo siguiente se gastan en mujeres y juegos de cartas el auxilio que han recaudado para los cristianos descarriados. El padre prior, que conoce el oficio y conoce a estos pedigüeños, monta en cólera y expulsa a los embaucadores de esta villa tan pobre y necesitada, los despide con iracundos vergajazos de verduguillo. Juan Zabazaque sube todos los días a la alberca que está en lo más alto de su cortijo. Mientras su nieto corretea entre las cepas, Juan atalaya los barrancos y cerros por ver si se acerca algún mensajero que le pueda contar de la Guerra y de sus hijos, que ya serán difuntos seguramente. Juan come mucho, quizás más de la cuenta, y el nervio del desasosiego lo desfoga con la cuchara. Van y vienen las moras con sartenes y lebrillos, la espetera es apenas un aposento transitorio para las carnes embutidas y los tocinos. El gato se queda ciego mirando con envidia el continuo trasiego.  Zabazaque mira al futuro que ya está perdiendo su gente, el futuro que ya no existía. Juan bebe mucho, quizás más de la cuenta, y las moricas de la alquería no hacen otra cosa que rellenar botellas y jarras, mostos turbios, mostos limpios, vinos añejos, algunos dorados, claros, finos. Los jinetes se acercan por la dramática ladera cuando las sombras envuelven al cortijo. El alguacil mayor del rey de los andaluces descabalga el primero y los perros le temen y no ladran. Un mozo avisa a su dueño y Farax Aben Farax, del linaje de los abencerrajes, se recoge junto al hogar y es su compañero el anciano venerable, dueño de estos despoblados del Cehel. Los monfíes de escolta se encierran en las cuadras y en su noche hay alcohol, azar y cuentos de espíritus atávicos. Ya he hablado de las migas. Antes de dormir convienen otras comidas compatibles con los sueños, que son enemigos de las malas digestiones. Las malas digestiones atraen a los malos sueños. No hay pesadilla que supere a este milenio, Zabazaque y Farax podrían comer migas sin temor a pesadillas peores que las de los días que ahora viven. Quedan pocas cenas en el calendario de esta nación y el alguacil mayor y el anciano venerable han dejado las migas para el perro escuálido que hociquea al amparo de las faldillas de la mesa. Para ellos el vino y el jamón y el tocino en las ascuas y los chanquetes traídos de la costa, salmonetes de la Rábita, tortilla, morcilla y longaniza, vino, otra vez vino, a Zabazaque le chorrea la pringue por su barba canosa y se limpia con la bocamanga de la chaqueta. El viento se enreda en la sombra de una acacia solitaria, en el terrado de launa se ha sentado la luna, la escarcha apunta ya en la uralita del tejado, las señales rojas de un petrolero camino del Estrecho, por la parte que da a la sierra suena un disparo lejano nacido de pasiones desbordadas.

           Farax Aben Farax, del linaje de los abencerrajes, con ojos pesarosos refiere al viejo los chismes políticos de la corte valorí. Esta corte es milagrera y en sus desmadres y en sus alevosos sinsentidos le va la vida al pueblo de Dios. El Zaguer ya tiene preparada su coartada para arrojarse a los pies del señor marqués si la causa se da por perdida, tiene un pie en la nueva corte y otro en la recuperación del mundo antiguo de hace unas semanas. Aben Humeya apenas manda y en su torpeza reparte palos de ciego. Su liviandad no ha menguado y vestido de rey moro se consuela con sus mujeres, sólo confía en el esclavo negro, corren algunos rumores, se sabe que hay ya quien lo quiere destronar. Aben Humeya se siente acosado y antes de acostarse mira debajo de la cama. No ve como le siegan los pies hasta las rodillas sus propios familiares y se distrae sospechando de gente leal como Farax, que aunque sea de los más agraviados nunca antepondrá sus rencores a la salvación de Granada.

           —El marqués entrará aplastando la poca resistencia que le haremos. Con este caos nos hemos perdido. Yo hago lo que puedo disciplinando la retaguardia, pero resulta inútil.

        En unos cerros oscuros se quejan las viñas recién podadas, expoliadas de sus sarmientos. Una estrella fugaz en el mar de Alborán. Dentro de la cuadra, al calor de las bestias, al abrigo de enero, beben y juegan hasta la madrugada los monfíes de escolta. Los pueblos de toda la sierra escondidos bajo la corona de nieve azul en la luna clara.

          Estamos inaugurando un nuevo año y pelean los dioses de los dos bandos. Los soldados de la compañía de esta villa que acude a socorrer al señor capitán general de Granada han pasado la noche en vela. Ellos, sus familias, amigos y vecinos.  Ha sido noche de puertas abiertas, luz en las casas. La despedida es una fiesta de anises y coñases, roscos fritos, alegre velatorio, las madres lloran, los viejos aconsejan. Hasta en las más humildes casas esta madrugada se hace algún gasto extraordinario para despedir al soldado de S.M. El Rey Nuestro Señor quisiera que los villanos de este lugarón de tan poco ver se dejasen el pellejo defendiendo bravamente a su señor natural. Lo despreocuparían así de esta guerra de provincia y podría dedicar todas las oraciones a sus guerras flamencas, sus guerras italianas. Cuando cantan los gallos los martinillos confunden y revuelven en la plaza los petates de la alegre y triste tropa. Cada familia despide a su guerrero, algunos van a la fuerza, algunos forzados por la necesidad, alguno por labrarse un pozo en el haza que le dejaron sus padres. El orgullo de la Cristiandad avanza solitario por las calles desiertas. Avanzan solos, sus madres y sus hermanas y sus tías solteras quedaron en la casa, algunas lloran y las vecinas les dan un caldo caliente para que se repongan, algunas ahogan su desesperación a solas en la cocina empedrada empinando el litro de vino, algunas hacen números con una calculadora solar y repiten lo de la lechera con el partido que le pueda sacar su novio a su cupo de moros muertos. Melchor de Peralta le dice a su hija Isabel que se case si quiere, que él seguramente no volverá, que él terminará en una jornada gloriosa siempre al servicio del Rey que dicen que nos gobierna por la gracia de Dios, el cristiano. Con el dios cristiano y con el dios moro manda su madre a Leonís, que es medio ciruelo y que nada se perdería si feneciese al servicio de S.M. Alviano ya sabemos que marcha cabreado porque bastante tenía con su guerra de azada. Fray García, en funciones de capellán, sale del convento con el novicio que le asignó el padre prior y con una burra cargada de vino de comulgar, para bendecir trago a trago a la esforzada soldadesca. Nadie le despide en el convento, pareciera como si los frailes quedasen aliviados. Cuarenta caballeros de cuantía y más de doscientos peones parten de la plaza Pública de esta villa para socorrer al señor marqués de Mondéjar en sus trabajos de reducción. Melchor de Peralta y Alonso de Mata son los capitanes por alcaldes ordinarios, su pendón es encarnado con un castillo, una cruz, una llave y una espada, al dorso Santiago Matamoros cabalgando las cabezas de los nuevamente descreídos. Reduán no preside este desfile, no hay espuelas de oro, ni aljuba escarlata, ni bayo borceguí y son los de cuantía caballeros en caballos más bien poco lucidos, no los encabeza ningún moro del romancero, son todos gente de alpargate, no hay príncipes ni caballeros granadinos, apenas se asoman a este adiós Mahomad Andón y sus diez moros terroristas, que encima son del otro bando. El fantasma de don Ángel Alcalá Menezo busca entre las brumas los fuegos fatuos de don Enrique Gil y Carrasco, y cuando los encuentra se van de cañas y se van de la lengua imaginando hermosas novelas históricas románticas y hermosas vírgenes desgraciadas y amores sometidos a destinos de tragedia clásica un poco de pueblo.

           Partió la compañía de esta villa al amanecer del día de Año Nuevo de mil quinientos sesenta y nueve. La luna despide a la expedición por secanales donde en primavera las plagas de conejo comen tallos frescos de almendro. El sol saluda al cortejo en un vado del Guadiana Menor. La estación de Quesada es apeadero abandonado en una línea casi olvidada. En la estación, de regustos africanos, hay una parra que sólo se riega con el orín de perros espectrales, las gallinas picotean la grava de las vías, el ventero es gordo y suda, el hijuelo del ventero se hurga el culo con un dedo. En una mesa, hule de cuadros, don Ramón escribe historias de gachupines, amoríos y revoluciones mexicanas.

           La vía que sirve la estación de Quesada está en pésimas condiciones. La valerosa compañía ha esperado muchas horas para que algún ferrobús militar vacante le hiciese la caridad de recoger sus huesos, que ya están molidos por el largo camino que hay desde la villa. Cuando por fin montan y arranca el tren, los caballos corren atados a la popa del último vagón. Es tan viejo y lento este trasto que las bestias no se cansan, los soldados suben y bajan en marcha para gastar bromas, para coger algo, para orinar al fresco del aire libre en la tierra firme. Estación de Larva, ya es noche cerrada. Ocultos en las tinieblas, la casucha de la estación y los depósitos antiguos de agua y carbón. La locomotora traza con parsimonia la curva final, al enfilar la entrada del andén se encienden las farolas. Hay un continuo trasiego que va y viene del frente, cañones y soldados, pólvora y harinas, heridos y muertos que regresan a sus cementerios, las viudas y los huérfanos evacuados a la retaguardia. Un mercancías cargado de arenques y envuelto en olores podridos, otro que regresa buscando más carne para la guerra. El ferrobús que conduce a los quesadeños no tiene prioridad alguna y a todo el mundo cede el paso. Es la de Quesada compañía de pueblo pobre y necesitado y ni el jefe de estación que preside el desfile de la maquinaria militar, firme en la puerta de su garita, ni las autoridades que en Granada han quedado para el gobierno de la ciudad y al cuidado de la intendencia, creen que estos aldeanos puedan aportar algo de valor al pronto castigo de los rebeldes y los ignoran. Los capitanes alcaldes y los caballeros de Quesada están muy serios y circunspectos en sus asientos, disimulando su orgullo herido con tanto desprecio. La tropa, tan acostumbrada como está a las malas maneras del mundo y de sus dueños, no tiene orgullo ni honor ni cosa que se le parezca y no paran de hablar, reír y gritar las novedades de esta excursión. Bartolomé Alviano, con la cabeza en el cristal de la ventanilla, intenta dormir pero se lo impide la melancolía y la contrariedad. Si no lo hubieran llamado a guerras ajenas este verano hubiera comido bien, porque parece que está lloviendo bastante y está haciendo frío cuando tiene que hacerlo. Piensa que para que cada uno regrese pronto a sus propias miserias habrá que matar a muchos moros y matarlos rápidamente. A Leonís lo emborracharon en la cantina y son muchas las risas de sus compañeros de armas con el suceso. Leonís, subido al mostrador, vitorea al Rey Nuestro Señor y a la Patria. El cantinero le agarra por los tobillos cuando intenta saltar. Leonís se deja los hocicos en las baldosas del suelo, sus compañeros de armas se han cansado de reír y se olvidan de él, lo dejan allí caído, sangrando por la nariz y la boca, vomitándose encima su propia borrachera. Alguno se acordará a última hora de subirlo al tren, si es que alguna vez arranca este ferrobús antediluviano que la burocracia intendente dejó olvidado en la estación de Larva. Sin duda que Sosiego lo recogerá a última hora, porque esta compañía no tiene por mascota borrego, marrano, gato, loro, cabra o perro, que lleva tonto y no es cuestión de perderlo por el camino. Sosiego es un caradura que ha cumplido los cuarenta y vive del aire y del desparpajo. Si alguno quiere cachondeo pregunta por Sosiego y lo invita a unos vinos, que ya Sosiego se encargará de montar algún entretenido suceso. Sosiego tiene más chistes que Quevedo,  le ve el culo a las niñas cuando mean detrás del zarzal y, por mover risas, también se lo ve a las que ya no lo son tanto. Es perito en cuernos y burlas, en acoso de ingenuos. Sosiego vive de reírse de los demás y de que los demás se rían con él. Es un marginal a sueldo que se da una mísera gran vida sin trabajar. Las mozas, las viejas y las casadas, los mozos y los viejos, el tabernero, los capitulares y hasta los frailes ya esperan ansiosos la vuelta de la expedición, porque Sosiego es un demonio y seguro que le ocurren mil cosas chuscas resueltas con ingenio rural y picardía. Habrá carcajadas y conversación para muchos meses, para las tardes aburridas de mal tiempo y para las primeras suaves y tibias en el jardín o en la terraza del bar. Se conocerán anécdotas para recordar en nochebuenas y fiestas de guardar, para contar a los parientes que vengan en agosto desde Barcelona y a los pocos forasteros que por aquí se pierden tristes en los tristes inviernos. Mateo Francés y Pedro Martel cabecean tendidos en los asientos del último vagón, duros como peñones. Mateo Francés y Pedro Martel son los dos muertos que morirán y es quizás por presentirlo por lo que no participan tanto de las risas y diversiones de la milicia y los dos descansan para entrar bien despejados en el otro mundo, en el cielo del dios de los suyos. Mateo Francés es hijo de cura, tiene una huertecilla, hace alguna chapuza a domicilio y a veces se trabaja un jornal en fincas ajenas. Pedro Martel sólo tiene de mítico el apellido. Es el mayor de doce hermanos y vive en un cortijo del Guadiana Menor. Entre crecida y crecida siembra en los otoños a las órdenes de su patriarca. En la primavera limpia y arregla los caces que regarán los campos cuando los calores secos. En el Guadiana Menor hay mosquitos, barbos y calores húmedos que evocan trópicos coloniales. Pedro Martel quiere mucho a su burra. Una vez que enfermó de fiebres la cuidó como a una esposa, le daba de comer, velaba sus sueños, no encontró paz hasta que la burra caminó nuevamente a su lado camino de la cuadra, tálamo bestial, camino de la faena, camino de las ironías y desprecios de los semejantes a él, más rudos, de mente trabada, amarrados a las cosas que son tal y como deben ser.

           El tren, anciano y oxidado, silba cuando por fin lo dejan partir y los soldados corren presurosos a ocupar su plaza. Sosiego recoge a Leonís en la cantina y arrastrándolo por el andén lo arroja al vagón. El ferrobús se mueve buscando los pinares repoblados de la Dehesa de Guadiana, los alcaldes capitanes y caballeros no han descompuesto la figura erecta y seria en toda la noche, para ignorar el desprecio grande que les están haciendo. Puentes desvencijados, curvas endiabladas en las que rechinan los ejes, algún olivar perdido entre las ramblas, espartos, pinos antiguos, pinos modernos, los gazapos se asustan con los rugidos del monstruo. Dejan atrás el desierto nuestro, alcanzan el altiplano granadino, meseta de girasoles, Castilla exótica en la Andalucía ignorada. De madrugada nadie con más prioridad circula y el convoy ya no para hasta la estación de la ciudad capital de esta Guerra. Docenas de mozos descargan el rancho y la pólvora del ejército, desmadrada intendencia militar, fardos y panes para el frente, columnas de evacuados que se tumban en los bancos a la espera de la partida, policía militar en cada esquina. Granada pobre y bulliciosa, sucia y antigua, caótica y destartalada. Granada en una madrugada gélida y plateada de enero evocando, magnífica, su propio mito. Los capitanes de la patriótica expedición de Quesada forman a la compañía en la explanada frontera a las casas del ferrocarril, delante los cuarenta caballeros, detrás los doscientos peones. Por la Gran Vía y la calle Reyes, entre el tráfico infernal (sobran y faltan señales, calles, peatones, coches...) cruzan la cristianísima y castellana capital del siempre oculto y presente fantasma musulmán, muchedumbres bulliciosas, rutina desorganizada. El único semáforo que existe en Quesada lo pondrán dentro de cuatro siglos, los guerreros quesadeños no entienden de que van esas luces de color. Por Puerta Real ya han organizado gran atasco y colapsado la circulación, han bloqueado la ciudad que no funciona, que sobrevive de milagro. Melchor de Peralta, cabalgando impasible al frente de su compañía, aguanta impertérrito los insultos de un taxista. Perfecto orden de marcha coronando el marasmo urbano. Los paseantes se detienen asombrados mirando desde las aceras, un guardia municipal por el radioteléfono pregunta al puesto de mando el significado de esta mascarada, pregunta si es una película, si es fiesta de moros y cristianos improvisada para los turistas, si es la Casa de los Locos que ha soltado a los inquilinos... El concejal de tráfico es quesadeño, aunque lo sea circunstancialmente, y hace la vista gorda porque no quiere avergonzar en público a sus paisanos.

           La compañía alcanza el alojamiento del señor marqués en Dúrcal, acompañando a los de Úbeda y Baeza, con los que se juntó en Alhendín. Por la parte de Almería el señor marqués de los Vélez, avisado desde Granada, ha entrado con toda su gente en Olula. El día de Reyes duerme el de los Vélez en Tabernas y ese mismo día Jerónimo el Maleh pone cerco al castillo de Lacalahorra.

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