martes, 7 de enero de 2025

CAPITULO IV. LA VILLA DE QUESADA NAVEGA EN ESTE INVIERNO DESAPACIBLE.

                 Ya es el quinto invierno de libertad para esta villa. En mil quinientos sesenta y cuatro compró a S.M. la libertad y exención de la ciudad de Úbeda, cuya era desde que en 1331 se la diera Alfonso Onceno. La exención costó nueve millones cuatrocientos setenta y dos mil con quinientos maravedises, es decir, siete mil y quinientos por cada barba de vecino.

           Donde el país de los olivares cobra aduana al esparto granadino, donde el pino y la carrasca y la higuera y el cerezo y el conejo insaciable y el buitre carroñero y las ramblas de vegetación esquemática y las vegas y las huertas labradas con precisión de miniaturista resisten entre inviernos fríos y estíos bochornosos. Donde los fósiles viven en colonias de piedra y los caminos empedrados bordean las acequias. Donde el sol descansa cada atardecer tras las campanas de la catedral de Baeza y las tormentas de octubre arrancan quejidos a las choperas cuando están desnudándose. Donde cualquier sitio queda lejos, sembraron las casas y las murallas de Quesada. Sembraron las tierras, derrotaron a los encinares, arañaron las laderas. Fue donde las cabras comen en las lindes y los burros trabados sueñan con devorar tiernos plantones de frutal, donde la pobreza es paisaje y la escasez religión de vecinos uncidos a la fatalidad. Esta villa profesó oficio de escudo humano contra los moros. Su oficio fue salvar sus propias vidas y con este trabajo salvaguardar las de señores, guerreros y eclesiásticos, refugiados más al interior. Esta villa es frontera de la cristiandad, avanzada contra el infiel.

           En una cuadra de dimensiones regulares Gonzalo del Salto Fuertes, soltero, personero de esta villa, con los miembros aflojados por el sopor, termina de cenar y despide la jornada abstraído en ideas soñadoras. Nochebuena. En estas sierras hasta los ricos son pobres. El techo es de vigas irregulares, las paredes cualquier cosa menos uniformes, una zapata de madera con un candil de aceite y una cantarilla de vino, en el suelo cantos medianos y tierra apisonada, una repisa de ladrillo en la chimenea.

           Cuando todavía no era suya y había que ganarla, Fernando III. en su santidad, regaló la villa de Quesada al arzobispo de Toledo. La villa de Quesada es guerrera a la fuerza, labriega con hambre. Un avión plateado pinta su estela en el cielo, luz azulada de camping gas en el horizonte del atardecer. La villa de Quesada está cansada de tanta guerra como ha llevado, anda la muralla derrumbada, falta más de un portillo en Tíscar, las zarzas campan por los adarves. La villa confiada y aún no repuesta de sus heridas, vive sesteando en el ahora pacífico reino de S.M. Hace setenta años que acabó por esta parte la guerra con Granada. Están tranquilos los términos y lugares de esta villa. El barrio de las Cuestas se pobló cuando las gentes perdieron el miedo a los moros incendiarios. Ahora viven allí muchos vecinos, extramuros, apenas con una vil cerca de caña y barro, pues ya no se esperan aquellos continuos rebatos de antaño. La plaza Pública, más descampado que plaza, es también plaza de San Juan, plaza de la Villa, que todos los nombres son suyos, y está para mercar y sisar en el comercio, hacer reseña de caballeros y peones y para cualquier otra de las pocas funciones que se celebran es este pobre lugar. En una esquina principal el convento del señor San Juan, de frailes dominicos. Anejo a él otro de monjas, también dominicas, que llaman de los Remedios.

           Cuando llueve, las calles perpendiculares a la plaza y a la calle Nueva prestan su pendiente al desagüe de los alrededores. Antonio de Baeza es el mesonero que hay en esta villa. Para completar sus dineros los presta a rédito. Dice ser oriundo del lugar de su apellido, pero algunos recelosos sospechan y barruntan escondidos nacimientos en hogares poco limpios. Es el origen que las lenguas expertas en lugares comunes asignan a los usureros. En su casa blasonada de piedra de cal reza Lope de Saravia, regidor, reaccionario, don Guido que no ha podido repintar sus blasones, que no pide pero que casi todo le falta. Melchor de Peralta es propietario y alcalde ordinario, uno de los dos que hay, soñador de hazañas y novelas guerreras. En sus euforias y delirios, armado a punto de guerra, les defiende el corredor a los chuzos, estoquea gorriones en la baranda de palo. Cuando se cansa de jugar a los héroes se sienta entre cuerdas de pimientos secos y bateas de higos por secar. Melchor imagina las estrellas brillando encima de la Atalaya y se imagina él, que salta de una a otra. En estas aventuras soñadas el enemigo siempre embosca a sus milicias en un rincón del cielo. Es entonces cuando el alcalde, secundado por conejos y perdices escuderos, elegantes plumas, suaves pieles, escala las posiciones de los polifemos y los acuchilla a todos. Su hija Isabel, cuando lo ve así, se desespera y llora en la ventana porque su padre tiene la cabeza llena de imaginaciones y loquea. Jorge de Peralta es hijo de Melchor pero, herencias aparte, no quiere saber nada de él ni de sus sueño. Ha salido muy económico y se pasa el día recontando fanegas y cuerdas con avaricia. Hernando de Lorca es caballero de costumbres ligeras y ha dejado algún bastardo pelón como ya se verá. A la luz del día Hernando es el novio pretendiente, eterno y sin prisa, de Isabel de Peralta, que no encuentra consuelo por culpa del loqueo de su padre. El Señor los bendiga a todos.

           Ya no hay arcipreste en Quesada, no es ya lugar del señor arzobispo de Toledo ni de la ciudad de Úbeda, que es villa libre y exenta. Para costear los millones que costó el privilegio de libertad, el propio don Felipe autorizó una sisa a razón de dos mrs. por azumbre de vino, un mrs. por libra de carne y otro mrs. por libra de pescado, del peso se descuentan las moscas y otros bichos. La libra de jabón también dos mrs., como el vino, aunque renta menos, porque bastante menos se gasta. Gallinas en las tapias de la iglesia de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo. Se derrumbó una parte del cementerio y el chiquillerío trastea con tibias y quijadas antiguas del Neanderthal autóctono. Juan de Alcalá Amurrio parece que nació vascón. Es el receptor municipal, fue regidor algunos años, propietario nuevo y forastero. Hace treinta años que se avecindó y hasta la fecha no ha dado motivos para la queja o la crítica. Su hijo Diego es un bala perdida, alborotador y borracho. Los otros dos, Sebastián y Hernando. Leonor Jiménez, la madre, espera a su regidor vascón esta tarde de diciembre cociendo morcillas en un caldero. Es natural de Valdepeñas de Jaén, algo fea, ya vieja, pero muy arreglada para sus cosas, de carácter aún más adusto que su marido del septentrión.

           En torno al caserío y con un espesor de un par de kilómetros se extiende el alfoz inmediato y primero, el Sitio de Viñas y Olivar, el Heredamiento, aletargado enfrente de la villa cuando descargan los temporales de poniente, surcado por caminos empedrados, caces, cortijillos blancos, ermitas de recatada espadaña, bancales de habichuelas y pepinos, árboles en los ribazos. El río es todavía infantil cuando esquiva la villa rodeándola por debajo de la baranda del Mirador, que en verano es bar con botellines El Alcázar y garbanzos tostados, sillas de tijera. En esos anocheceres el cielo está rojo de cirros encendidos, a la espalda el fulgor mate del campo oscurecido, los faros de un coche en la carretera del Chorro, flamenco barato y metálico en la radio del bar. Pero hoy es invierno, diciembre atroz de hielo y frío, un zorro vestido de escarcha husmea bajo los chaparros del monte. Hoy es la víspera de la Guerra, es Nochebuena y los vecinos traspuestos por el sueño yacen en donde pueden, los grandes en lana, en borra los medianos, en paja, tierra o piedra los menores. Pobres monfíes duermen al raso en lo más fragoso de la sierra. En la plaza Pública rebusca un perro entre las basuras. Pedro de Tribaldos vive una vida insignificante y temerosa. Para darse ánimos bebe. No usa mucho del matrimonio con su legítima. Los frailes del señor San Juan no pasan hambre, el padre prior lee en su celda alumbrado por un velón de cera pajiza. Francisco de las Navas es el otro personero de esta villa, a cambio de perder sus escrúpulos suele conseguir dineros. Antón Martínez, regidor, prosperó a principios de siglo con el negocio de los bienes de propios. Su esposa Guiomar admira en él, por encima de otros defectos, esa sutileza veneciana y a la vez cazurra en las maniobras de la economía política local. Juana Alviano está hasta el moño de las babas lascivas de su amante incansable, déspota del colchón. Su bastardo Cabrera, imberbe y tierno, acarrea bultos para ayudar a llenar la olla de la madre. Por las noches, si no le pica el deseo a su padre, don Hernando de Lorca, esconde sus pocos años en el útero de Juana, cabellos crespos aceitados de humores placentarios.

           Afuera de los puertos que rodean y protegen a esta villa el Guadiana Menor, Lacra y su albercas de mimbres y ranas, Campo Cuenca, El Pozo, Hinojares, cortijadas perdidas extramuros, en el peligro, aisladas entre barranqueras que ya huelen al Moro. Han sido siempre estos los más expuestos entre los expuestos, retama y polvo en las ramblas. Una Virgen de fama todavía precaria pelea entre los muros de Tíscar para lograr un puesto en el santoral, los pinares se derrumban por los pechos abajo desapareciendo en los atochares, una pequeña acequia y algo de riego en la hondonada, por entre la vertical de los chopos se atisban los perfiles de la garganta.

           Es pobre y necesitada la villa de Quesada, apenas un sillarejo malamente tieso para los muros, adarves y algunos bajos de casonas principales, adobes y barro para el resto. Los más solemnes clericales emigraron a Cazorla, segunda y segura línea, la nobleza burguesa de Úbeda apenas se pierde por aquí. Quedó la villa pobre, habitada de pobres caballeros y humildes ganapanes A estas alturas, quinto invierno de la libertad, los vecinos ninguna batalla recuerdan, ninguno nació cuando había guerra con Granada. Descansa la villa de Quesada este diciembre, se protege como puede de la borrasca, los muros y las cercas medio derruidas, faltan puertas y portillos, no hay ronda por los barrios ni centinelas en las atalayas, duermen los vecinos y pocos, muy pocos, oyen temblar a lo lejos las entrañas de la tierra vecina. Monfíes desesperados duermen al raso en la sierra al acecho de sus esperanzas. Un perro ladra en la era del cortijo, los pastores comen pan, queso y vino, un lobo preso en los cerrojos del cepo, el perro del pastor muestra su collar de púas. Pascuas de mil quinientos sesenta y ocho en la villa de Quesada. Si no fuera por el temporal, fuerte donde los haya, una luna de creciente ambicioso teñiría de vaguedad los humos de las chimeneas. La luna fría en los tejados, tierras calizas, nocturnos claros en los olivares. Gorriones empapados picotean bajo los álamos negros del jardín, las siluetas desnudas de los árboles son como pequeños croquis de cuencas hidrográficas en la umbría absoluta de la tormenta. Íncubos, súcubos, diablos, tísicos, muy locales martinillos en la noche de fuerte temporal. El aire es vendaval y la noche aúlla, los vecinos de esta villa pobre y necesitada no alcanzan a oír como se está gritando el nombre de Dios en el Albaicín, las voces de los nuevamente convertidos que se han levantado en la Alpujarra y en otros muchos lugares del reino de Granada.

           Dentro de una cuadra de dimensiones regulares despide la jornada, abstraído en pensamientos furtivos, Gonzalo del Salto Fuertes, personero, soltero, propietario que no conoce grandes estrecheces, aunque en estas sierras hasta los ricos son pobres. Gonzalo del Salto vive solo y es un solitario, es un eficaz defensor de esta villa cuando se viste de representante legal en las covachuelas leguleyas. Dueño de panes, huertas, viñas y olivares, malezas, pinares y más panes, varias casas en el pueblo, sin padres, sin hermanos, sin parientes cercanos, un poco distraído, joven que ya casi no lo es, no tiene mala facha. Solo y solitario apenas cuenta con amistades estrechas. Gonzalo nació hacia mil quinientos treinta y tantos, vive en un caserón de la cuesta de San Juan, la casa tiene un patio emparrado que cuando septiembre cría rebaños de avispas. Le sirven y acompañan una vieja de toda la vida y una moza garrula ayudanta. En la cuadra hay un bargueño y algunos libros, una mesa. En la secante del rincón de la izquierda una pequeña alacena que esconde tras el candado papeles de los papeleos de su profesión, escrituras, recibos y alguna cuenta con gastos y peonadas. En el paredón de la calle, sobre el dintel de piedra, unas armas medio borradas por los años y un lema heroico Si tengo que caer, que me tiren. Es un lema animoso que no siempre encaja al espíritu de quien lo ha heredado. Gonzalo algunas veces llora hasta el alba con el prior de los frailes del señor San Juan. Con el fraile bebe botellines de cerveza, algunas veces ríen, embutidos locales, quesos de fuera que por aquí no hay. A Fray Luis de Prados, padre prior de los frailes del Señor San Juan, lo tragan poco muchos caballeros de esta villa, pero le temen. Y lo necesitan, porque si de tanto apretar con encabezamientos S.M. ahoga, si se precisa de una gestión discreta ante el poder, es claro que no hace el mismo papel una lengua de gravedad abacial que otra balbuciente de hidalgón provinciano. Las malas lenguas dicen que el fraile trata directamente con el Mal y que puede alterar el orden de los calendarios. Fray Luis de Prados es un hombre liberal y descreído, de los que empiezan por faltar a misa los domingos y luego terminan republicanos, intransigentes, malhablados. Disfruta el prior con el vino y la cerveza y en la fruición con la que devora tocinos se conoce su castellanía de antiguo, que no es converso, erasmista, ni esas cosas raras que eran entonces los mal vistos por S.M. Hay otro fraile aficionado a los venenos del estómago. Invierno tras invierno, fray García sangra un poco más. Fray García grita borracherías en la madrugada y cuando empapa en alcohol sus seseras viaja alucinado por esos trasmundos de Dios para luego resoplar plácidamente toda su largura en una estera, junto al hogar. Fray Luis de Prados es aficionado a leer viejos poetas italianos, modas anticuadas, finales del cuatrocientos.

           Cuando siendo niño perdió Gonzalo toda familia, los frailes se hicieron cargo del huérfano y fray Luis fue su tutor. Algunas tardes calurosas de agosto se refrescaban en el río, Gonzalo chapotea desnudo,  el fraile sentado a la sombra, estudiando la figurilla infantil en los reflejos del agua. Bienes de un menor administrados por los frailes, recelos anticlericales del señorío que teme por los dineros del huérfano, avidez conventual. Resulta intolerable que el gremio de la caballería no pueda desplumar a su igual y que lo haga el sindicato de las sotanas. Murmuraciones y quejas, protestas, críticas al prior. Fray Luis de Prados bebe aguardiente en una copita de cristal y cuando su pupilo pregunta por Dios, ensombrece el gesto y le contesta que Dios es el dios de los otros. El convento es pobre, de oscuros corredores, ventanas desvencijadas, paredes desconchadas, muchedumbre de goteras. En estas sierras hasta los frailes soportan la escasez. Fray Luis duerme la mona en el huerto del convento, Gonzalo juega con el barro, macizos de boj, lúbricas habladurías se esparcen por las celdas, refectorios y porterías, sisean los asombrados, un hermano lego hunde las manos en la orza de la miel y se relame los dedos, dos guardias civiles curdas vigilan la tranquilidad de esta plaza Pública.

           Francisco de las Navas es compañero de Gonzalo en la representación de la villa. Francisco de las Navas es un figura de antigua familia, algo arruinado y con pocos escrúpulos. Para salvar el bache de faltriquera busca al más desaprensivo del pueblo, que aunque mesonero y menestral maneja billetes, y requiere de amores a su hija. Antonio de Baeza es el mesonero. Dios los cría y ellos se juntan. El mesonero buscaba desde tiempo atrás un aliado linajudo que diera lustre a sus dineros nuevamente conseguidos y comprendió a la primera insinuación que este trato le convenía. Francisco es noble, arruinado, ambicioso... Como se ha criado señorita y no limpia el servicio del bar, Luisa la hija del mesonero, tiene unas manos muy cuidadas y no las pierde en el fregadero. Francisco de las Navas nació ya arruinado y chulo en los días de la reina doña Juana, se casó a los veintisiete años con Luisa por la conveniencia de juntarse dos pillos que se necesitaban. Ya antes de esta Guerra, Francisco de las Navas alternaba el cargo de personero con el de mayordomo de la iglesia de Santa Catalina. Una vez le pidió al cabildo autorización para talar en los montes de propios doce pinos con los que labrar la cubierta de la nave, pero los pinos no hicieron techo a los rezos de la iglesia, que según dicen algunos lo hicieron a la casa de Luisa y Francisco. Francisco es mayor que Gonzalo del Salto y lo desprecia y maltrata cuando puede, los dos son compañeros pero casi nunca hablan. En las madrugadas de agosto, fray Luis relee en su celda a viejos poetas italianos pasados de moda. Rodrigo de Ojeda trastea y aceita la maquinaria del reloj, el aire fresco le seca el sudor de la rutina. Rodrigo se afana con la tornillería tan moderna, pero al amanecer siempre le ganan de mano los vetustos gallos. Rodrigo rige el reloj que anuncia las horas desde las casas del ayuntamiento y lo hará hasta que muera. La muerte ennegrece las tinieblas en las que vive el pueblo de Dios, monfíes hiriendo y heridos caen a las aguas por el Negratín, los barbos del Guadiana se asustan cuando respiran agua roja, un camión se afana en las cuestas de Tíscar, cuando levanten las nieblas aparecerá el campo con el vestido pardo de la humedad fría. Pedro Poyatos, ganadero, en la cuadra de su cortijo en Campo Cuenca, se extraña de lo nervioso que está el ganado.

           Si esto fuese una novela histórica sobraría mucho guardia civil vigilando la plaza y otras cosas que han salido, pero como es una historia emotiva estamos en diciembre y el sol se acaba en la intensidad del crepúsculo. La silueta de la catedral de Baeza, recortada en el horizonte con cartulina negra, destaca lejana entre los últimos destellos, entre los primeros candiles. Espectros azules de monfíes caballeros a la jineta en lo profundo de una rambla.


 

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