martes, 7 de enero de 2025

CAPITULO I. ESCENAS DE LA MUERTE DE DIEGO LOPEZ ABEN ABOO Y FARAX ABEN FARAX. CORONACIÓN DE ABEN HUMEYA.

 Cuando trasladaron sus despojos a Granada colgaron enjaulada su cabeza en una puerta de la ciudad y le pusieron unas letras que decían:                                                           

Esta es la cabeza

del traidor de Aben Aboo.

Nadie la quite

so pena de muerte

           Nadie la pudo quitar. Mármol no pronuncia palabra de este cartel pero don Diego Hurtado de Mendoza, cuando remata su Guerra de Granada, sí dice que este fue el letrero que pusieron en la cabeza del rey de los andaluces. Venía este título y el nombre de andaluces, según Mármol, a que así llamaban en Berbería a los moros de esta orilla de aquí.

           Mármol cuenta que, a causa de su crueldad, Farax se enemistó con moros y con cristianos. Farax Aben Farax había nacido del linaje de los abencerrajes.

           Don Fernando de Córdoba y Válor era fama que descendía de los omeyas cordobeses, eso es lo que se decía. Existen criterios dispares en la interpretación del personaje. Para don Diego Hurtado fue un joven valeroso y de noble linaje. Para Mármol un mozo liviano aparejado para cualquier venganza y sobre todo pródigo. Don Diego parece que se fijó más en la cuna y en el ademán, en el aristocrático relajo de costumbres y el uso frívolo de los dineros. Es como si don Diego manifestara una suerte de solidaridad de clase.

           Muley Abdalá Aben Aboo, de converso Diego López Aben Aboo, segundo rey de los andaluces, fue asesinado por el Seniz en una cueva de los Bérchules. Fue en el mes de marzo de mil quinientos setenta y uno. Primo de Aben Humeya y sobrino del Zaguer, perdió los cojones en un triste episodio. Antes de la rebelión de los nuevamente convertidos vivía en Mecina Bombarón. Muley Abdalá Aben Aboo fue elegido rey de los andaluces para suceder al primero, Aben Humeya, al que ejecutaron en octubre de mil quinientos sesenta y nueve.

           Farax Aben Farax fue el capitán de los primeros monfíes que se tiraron al monte. Según Mármol se tenía por ofendido de las justicias. Farax era tintorero y su comercio le había facilitado tratos, conocidos y relaciones por todo el reino. Farax Aben Farax se creía con derecho a ser rey de los andaluces, pero los manejos del Zaguer y sus parientes valoríes le apartaron de la poltrona. Farax fue un incomprendido, odiado por unos y envidiado y temido por otros. Si en algo coincide Mármol, mal que le pese, con los más intrigantes de los valoríes, es en su rechazo absoluto a este mártir de la causa del pueblo de Dios. Farax era duro y fuerte de carácter, decidido y arrojado. Acosado y enloquecido por la gente propia y por la extraña, se refugió en una cueva de Güéjar, teniendo por solitaria y penosa compañía a un cristiano bandolero y renegado. Mucha traición y mucha maldad se necesitó para reducirlo a semejante estado. Farax sabía desde aquella célebre noche corriendo el Albaicín, los estandartes de la dignidad de su pueblo desplegados en el temporal, que lo estaban utilizando, que lo incitaban a él, el más entregado y esforzado de los comprometidos, para que hiciese el trabajo sucio. Vinieron entonces las muertes de aquellos días que terminaban el año sesenta y ocho, con todos aquellos cristianos quemados en las torres de las parroquias. Los caudillos esplendorosos de la rebelión sólo defendieron la Causa mientras fue su causa. A Farax le encargaron las faenas que sus cobardías les impedían realizar y luego se las escupieron a la cara, propalando infundios y atrocidades falsas. Farax no fue un psicópata criminal. Farax Aben Farax fue, o eso pensaba él, la espada justiciera y eficiente de Dios en la tierra de Granada.

           El asesino de Diego López fue el Seniz de Bérchules, antiguo héroe y compañero del desdichado Farax en la famosa entrada al Albaicín. El Seniz murió en Hornachuelos, Badajoz, en el mes de marzo de mil quinientos ochenta y uno, gatilleado por un arriero moro, fervoroso partidario del segundo rey a quien su víctima había traicionado. Diego López Aben Aboo fue un hombre sin suerte, de carácter suave y apacible. Empezó la Guerra sin convicción y se redujo sinceramente, pero el episodio de los cojones le devolvió a la realidad.

           Muley Mahomet Aben Humeya, primer rey de los andaluces, de converso Fernando de Córdoba y Válor, tuvo poco o nada que ver con las primeras conspiraciones y con los planes escritos en el aire enrarecido de los sótanos albaicineros. No fue por su trabajo que se levantaron los alpujarreños, ni por sus efectos que se apercibió a los de la Vega. Don Fernando, por su alta condición y elevada clase, no tenía mucho trato con los de su nación. Ignoraba sus padecimientos, calamidades y humillaciones. El padre, don Antonio de Válor y Córdoba, penaba en prisión cierto asesinato oscuro. Don Fernando estaba casado con una hija de Miguel de Rojas, vecino de Ugíjar, pero no vivía con ella. Su tío don Hernando el Zaguer, Aben Xahuar, conspirador astuto, estaba en el centro de todas las tramas moriscas urdidas en los últimos cincuenta años. En casa de Aben Humeya no faltaban rentas y patrimonio, pero el mucho gasto y el poco seso atrajo la ruina. Muley Mahomat Aben Humeya, primer rey de los andaluces que conoció el siglo, era caballero veinticuatro de la ciudad de Granada por herencia de su padre. Los del Albaicín tenían muy poca confianza en este mozo por ser veinticuatro y por liviano. Era joven y de buen talle, crápula, calavera, sólo se abstenía de los escándalos que pudieran despertar la cólera de las justicias de S.M. Don Fernando, por cierta historia de una daga indebidamente introducida en el cabildo, acabó como su padre sufriendo cárcel. Vendió la veinticuatría a otro morisco y fue estafado. Quedó el joven sin dinero y sin oficio. Desesperado y derrotado, escapó de su prisión tras comprender que la única salida que le quedaba era huir a la Alpujarra, entre sus parientes valoríes.

           Aben Humeya abandonó Granada la tarde del veintitrés de diciembre acompañado de una joven que le hacía de amante y de un esclavo negro. Se alojaron aquella noche en una huerta de la Vega, entre caquis maduros y pájaros que no encontraban que comer en el invierno, en el horizonte las chimeneas abandonadas de una azucarera obsoleta y los muros calados de un secadero de tabaco. El que estaba a punto de llamarse Muley Mahomet Aben Humeya sabía hacia donde caminaba pues semejantes caballeros no se lanzan al vacío sin hacer cálculos, provisiones y previsiones. Don Fernando conoce ya las fintas y hábiles quiebros que atarean últimamente a su tío el Zaguer. Aben Xahuar, su nombre de guerra, es el líder carismático del clan, pero aunque astuto es viejo y achacoso, con el cuerpo doblegado. Piensa que será más conveniente coronar al sobrino criado entre la gente bien de Granada, un poco seco de seso y manejable. Pocas opciones le quedaban a don Fernando, prófugo y arruinado, que ya no podía perder mucho más a estas alturas. Con algo de esfuerzo propio y con la colaboración del Turco, con la negrada dejándose el pellejo en el empeño, sería una suave fatiga soportar la corona de Granada, ser el áureo testaferro, solazado mascarón de su tío el Zaguer.

           El viernes veinticuatro de diciembre el aspirante a rey de los andaluces camina la vuelta del Padul. La mañana es fría y desapacible, de cuando en cuando algún copo de nieve, baldíos y trigales que apuntan un poco de verdor. Con él va su amante y un esclavo negro por toda servidumbre. El negro corre sudoroso entre la nieve a los pies del caballo de su amo, jirones de niebla juegan en la falda de la montaña y una nube oscura atraviesa los ojos de la cabeza que será coronada. Muley Mahomet Aben Humeya cabalga aterido, desacostumbrado a los hielos rurales, entre temeroso y decidido, entregado a su destino. Es invierno y hace frío, los pies encallecidos del esclavo negro estampan en la pradera incipiente de aguanieve las huellas de unas cadenas. Donde se cambia de vertiente aparece una silueta espectral a lomos de borrico. Es el beneficiado de Béznar que huye de la quema, terror en la mirada, el habla entrecortada es la música del espanto. Saludos y buenos deseos. El beneficiado encuentra a un caballero que parece principal, a una mujer arreglada barrocamente bajo los abrigos y a un esclavo negro de mirar bajo y resignado.

           —No pase Vd. adelante que la tierra anda alborotada y llena de monfíes y hace unos días que no he parado ni comido escapando de los criminales.

           Aben Humeya con gesto fingido y voz serena responde por responder:

           —No se preocupe Vd. que no hay cuidado.

           Mientras arrea la montura en busca de tierras más cristianas, el cura piensa que no va muy en su juicio este caballero. Cuando don Fernando llega a Béznar se aloja en la casa de unos parientes. Allá donde termina el Valle se descubre bajo el temporal una estrecha franja de mar y de cielo. A Béznar acude toda la parentela completa de los valoríes, gente prolífica repartida por todo el reino, también acuden otros muchos moros venidos de los pueblos del Valle y de la parte de Órgiva. Los peregrinos ocupan las casas del beneficiado y de los cristianos huidos o que han sido apresados. La iglesia se despeja para dejarla libre y se abriga con mantas y ramas de olivo. Dios expulsado del altar, vírgenes y santos en el exilio. La casa del dios romano será el destartalado salón del trono para el nuevo rey. Para cuando el pueblo de Dios, erigido en cuerpo electoral, se reúne en las naves del antiguo templo, las maniobras del Zaguer ya han controlado cualquier disidencia. En la asamblea, a la pobre claridad de los candiles que chorrean aceite, hay caras curtidas en la adversidad, mozos, ancianos, mujeres con los pelos y las palmas de las manos alheñadas. Presiden el concilio las figuras del abacial Zaguer y el deslumbrante Fernando de Córdoba. El Zaguer predica la necesidad de hacer un rey al que obedecer y propone candidato.

           —¿A quién mejor que a mi sobrino, que viene de linaje de reyes?

           Es elegido por aclamación, los electores casados a un lado, a otro los por casar, en un tercero y último, sin voto, las mujeres. Un alfaquí obediente y bien aleccionado lee con solemnidad pronósticos que hablan del Mesías y las señas del Mesías coinciden con las del recién elegido. El Zaguer se eleva inmediatamente a la dignidad de capitán general con residencia en Cádiar; no es mal destino, que resulta prudente apartarse un poco para verlas venir, para estudiar como se dan y como se reciben las primeras heridas, pues el señor marqués de Mondéjar no tardará en asentar su campo en el Valle. Los valoríes poderosos esperan su parcela de poder, los valoríes menesterosos no esperan nada y comen de balde en la celebración y no hacen preguntas. Muley Mahomet recibe la corona de un pueblo que sufre, de un pueblo de agonizantes desesperados. Rey de las penas y el dolor, su reino se extiende por todo el país del desconsuelo.

           El lunes veintisiete ya nada queda del pasado temporal de agua y de nieve. El Valle de Lecrín empapado en aroma de tierra mojada, los derrumbaderos calizos que sostienen la bóveda de Sierra Nevada relucen jaspeados y sólo el humo azul de alguna fogata empaña la mañana también azul. En las cuestas, sobre el caserío de Béznar, aparece Farax Aben Farax con sus banderas y sus monfíes, tañendo instrumentos y haciendo alegrías como si hubieran alcanzado alguna gran victoria. Los preocupados valoríes avisan al Zaguer. Aún duerme el rey y es mejor así. Llegó el gran inconveniente. El anciano líder recoge el hierro de matar que le ofrece su mozo de espadas, los subalternos con sus capotes encarnados reciben al bicho en la entrada de la aldea. Le muda la color a Farax cuando le cuentan como ya hicieron rey a don Fernando, el flojo caballero. A él lo eligieron, dice Farax, las gentes del Albaicín que son cabeza de la nación, él es el autor de la libertad del pueblo, él también es de linaje noble. Los monfíes se aprestan a embestir, el abencerraje Farax mira en redondo: caras de traidores, de necios comparsas, el tontico del pueblo ausente del significado de la historia, reparte bendiciones imitando al beneficiado del que era monaguillo. Farax resopla y arroja espuma por la boca, le dejaron tirado en el Albaicín, y ahora le preparan esta encerrona, no fue un incauto Mulhacén cuando de muerto se perdió entre los hielos más altos para estar lejos de los creyentes traidores. Tercian diversos mediadores, el alfaquí bien enseñado acude al quite, se ratifica la elección real. Farax, enajenado y con la mente impedida, acepta ser alguacil mayor: que corra la Alpujarra recaudando el oro y las joyas de las iglesias, que depure a los cautivos cristianos, que imponga disciplina, que consolide la retaguardia. Vayan con Dios el abencerraje y sus monfíes. El tiro de mulillas da la vuelta al ruedo, la afición aplaude en pie, el maestro recupera su montera.

           A Farax le debieron emborrachar, no se explica de otra manera. Alguno de sus monfíes se dio cuenta pero no lo pudo impedir. Cuando aturdido por la resaca camina los bancales de Lanjarón, Farax se cisca en los muertos de esos valoríes falsos y arteros que le han engañado. En los más frescos muertos. En la sierra de Lújar batalla con la calima el repetidor de televisión, la carretera es una hilera de quitamiedos blancos, austeros almendros en el pedregal. Farax se cisca en el árbol genealógico entero de los valoríes. Farax también se cisca en sus propios muertos.

           Diego López Aben Aboo vive refugiado en una cueva de la sierra, entre Trevélez y los Bérchules. Resisten con él unos cuantos compañeros, los restos del pueblo fiel, los últimos elegidos. Bregan por esos campos, comen lo que arrebatan al enemigo, golpean cuando pueden y huyen permanentemente acosados por las cuadrillas de ambiciosos sanguinarios que les persiguen a muerte. Los turcos han faltado a sus promesas. Los cobardes y los valientes, los que querían morir matando y los que solo querían vivir ha sido humillados y vencidos, todos, arrojados de sus casas. Los montes y los valles están vacíos.

           Diego López descansa en una cueva ancha y grande, de entrada pequeña. Ajeno a la traición que le acecha, Diego López sueña con el pasado, no tiene a donde ir pero, como él es el rey, no se puede rendir. A su lado están el Seniz y Abu Amer, gente de toda su confianza. Los últimos moros, el rey no, lloran sus casas y sus familias y darían ojos y pies por rendirse a los soldados de S.M. Por rendirse y por sobrevivir. Hay un funcionario eficiente que se llama Galaso Rótulo que, con ese nombre tan extravagante, es gobernador de los presidios de Cádiar y Bérchules. En uno de estos presidios el Zatahari, que finalmente será fusilado, se acoge a la protección de Rótulo llorando, gimiendo, implorando. En su desesperación le ofrece la cabeza de Diego López. La cabeza de Galaso es una filigrana de electricidad braceando en el charco de los méritos y grandes servicios prestados, de los honores que sueña que le llegarán.

           Muley Abdalá Aben Aboo, rey de andaluces, descansa sentado en unas peñas voladas sobre los barrancos que bajan del cielo. El rey de los andaluces es más bien pequeño y moreno, un poco entrado en años, tiene los ojos tristes. Por las páginas de su melancolía pasa lo que fue y lo que no pudo ser, su indecisión y miedo de los primeros momentos, el dolor de sus cojones colgando como pingajos de las ramas de una morera, su casa, sus rentas, su vida pueblerina y tranquila. Bajo sus pies están vacíos los pueblos. Impuestos sobre las conciencias se alzan los campanarios anchos, blancos y recios de muros. Algunas torres se tiznaron con el humo de los incendios, algunas fueron salpicadas de sangre. Abu Amer y el Seniz son los dos moros de confianza y por encima de toda sospecha. Los dos andan desquiciados, las riendas de la vergüenza y de la dignidad aflojadas. Disimulan, pero cuando quedan a solas se confiesan incapaces de seguir aguantando esta resistencia. Migajas de vida es lo que aspiran a salvar. Cuando el Zatahari busca al moro Abu Amer para proponerle la tropelía, el Seniz se adelanta. Al igual que los tiempos, el mar se ahoga en rojo por el horizonte lejano de la costa berberisca. La tarde que mataron a Diego López es marzo y el aire sereno y limpio de las alturas guarda la nieve del invierno. El mar de Alborán  brilla en el ocaso y los últimos rayos de sol peinan sus ondas inmensas. Aquel día que lo mataron el agua de las acequias corría estéril perdiéndose de barranco en barranco, las huertas rotas y abandonadas, no quedan ganados en los campos y solo hay alimañas de dos patas, hambrientas, acosadas, abatidas, perseguidas por otras alimañas que roban y matan y violan y acosan y abaten y dicen que hacen justicia. A Muley Abdalá Aben Aboo lo abrieron en canal vaciándole las vísceras y rellenándolo de sal para que no se corrompiese. Lo ataron a un poste de madera clavado en un carro y entró en Granada de pie, parecía vivo, repicaban las campanas y la artillería de la Alhambra disparaba salvas. En la plaza Nueva, delante de las casas de la Audiencia, el presidente Deza sonreía. En la cueva ancha y grande, de entrada pequeña, al percatarse Diego López de lo que le preparaban quiso salir para buscar ayuda y el Seniz, por detrás, le dio un golpe tan fuerte con la culata de la escopeta que lo derribó. Unos parientes del Seniz, que estaban con él, con piedras y palos lo remataron caído.

           Muley Abdalá Aben Aboo no tenía cojones porque los perdió en las ramas de una morera, pero fue un tío valiente. Hoy nadie se acuerda de aquel vecino de Mecina Bombarón que fue rey de los andaluces. Diego López fue un hombre discreto y sensible. No lo fue Muley Mahomet Aben Humeya, que murió de muerte naturalmente violenta en Laujar.

           La cueva de Güéjar Sierra en la que Farax encontró refugio junto a un cristiano renegado domina el barranco entero del Genil y la vía del antiguo tranvía. Árboles aburridos en el vacío vegetal de las laderas pedregosas. En la cueva está desesperado Farax, ya no le rige bien la cabeza. No tiene cabida en ningún bando. Para su compañero cristiano este es solo un lance más que resolverá como siempre, con alguna nueva indecencia, porque los pobres anónimos no están obligados por la épica. Acorralado y hundido en el abatimiento, con la muerte acudiendo, Farax es débil en su final. Habiéndolo perdido todo quiere salvar la vida. Son cosas de la enajenación y del sufrimiento. En la oscuridad húmeda del refugio Farax ya no es Farax, es un cadáver agonizante. El cadáver aún viviente piensa entregarse a la Inquisición para salvar la vida, y así se lo propone al bellaco que le acompaña. Las torturas y dolores previsibles serán nada comparados con los que está padeciendo. La vida la salvará, a los moros que se entregan a la Justicia de Dios no los matan, que los moros mueren masacrados en sus casas, robados y atormentados en los campos. El horror muy profesional del Santo Oficio es siempre más previsible que el de los aprendices de defensores de la Fe, venidos a esta Guerra con la intención de salir menos pobres que entraron. Cuando abandonan la cueva con la idea de entregarse en Granada, el bellaco golpea a Farax con una piedra y repite los golpes hasta que la sangre y los espumarajos de rabia manchan la luz tenue del amanecer. Cuando el que fue lugarteniente del rey de los andaluces es ya una masa roja y deforme, inmóvil y repugnante, el renegado se aleja entre las riscas sin volver nunca la mirada hacia su pasado. Aquí desapareció de la historia sin que se volviera a saber de él. Sin duda pensó que serían sus culpas más fácilmente perdonadas si se presentaba como el vencedor de este azote demoníaco que, para el gobierno y el pueblo cristiano de este reino, fue Farax Aben Farax.

           Es gélida la mañana y el aliento de la sierra cae blanco y brillante sobre los montes de Güéjar cuando días después unos pastores moros descubren el cuerpo a la entrada de la cueva. Los pastores se acercan con cautela dando vueltas a su alrededor para tratar de identificarlo como amigo o enemigo. El cuerpo tiene las quijadas, la nariz y toda la cara destrozadas, no tiene dientes y el pelo casi no existe. El cuerpo parece que pertenece al pueblo de Dios y aún conserva un poco de vida. Trasladado a Güéjar consigue sanar, pero queda reducido a la imagen de un monstruo deforme. Tan maltrecho está que no puede comer como se suele y se ayuda de un canuto de caña. Nadie le reconoce, es una anónima deformidad.

           Farax escapó de Güéjar cuando el príncipe aquel de Lepanto ganó el lugar. Vivió en la Alpujarra de la caridad de monfíes y moros de paces. En la reducción general del Valle de Lecrín se entregó junto a los miles de desgraciados que los fieles a S.M. metieron la tierra adentro. Mármol intentó seguirle el rastro pero no consiguió dar con notica alguna. El capitán de los monfíes, azote de la cristiandad, látigo de moros codiciosos, castigo de pusilánimes, aguantó durante unos cuantos años en Castilla rodando por los pueblos, exhibiendo sus horribles mutilaciones en la puertas de las iglesias. Las gentes retiraban espantadas la vista y los chiquillos le apedreaban por las calles. Farax ya no era nada. Su cuerpo era como el de un animal abierto en canal. Dicen que ni él mismo recordaba que alguna vez se llamó Farax y que tremoló estandartes de libertad una noche en el Albaicín.

           El año setenta y cuatro, empujado por los recuerdos olvidados, caminó hacia el sur. No hay peor ceguera que la de quien no puede ver su pasado. Caminó descalzo y vestido con algún trapo de naturaleza irreconocible. En Granada el sol desangrándose lame los marjales baldíos de la Vega, los frutales están talados, por darros y acequias ya no corre el agua, gorriones famélicos que no saben emigrar, una nube negra ruge sobre Sierra Elvira. Granada agoniza herida de muerte. En las calles las gentes llegadas de aluvión, mareadas por el vértigo de tanto crimen, buscan luz en cualquier iluminado y así Farax acumula fama de santidad y milagro. Las repugnantes deformaciones curan cuerpos y almas. Descalzo, mudo, vestido de mugre y casi ciego, se arrastra por las iglesias y ante él, con respeto y veneración, los fieles súbditos del dios vencedor abren pasillo de devoción. Los huesos del capitán monfí están hoy en las catacumbas de la abadía que construyeron en el antiguo monte de Valparaiso, luego llamado Sacromonte. Farax Aben Farax, vecino del Albaicín y tintorero, monfí, lugarteniente del rey de los andaluces, mendigo, santo, despertó una noche fría de diciembre y con dos banderas carmesíes se perdió la sierra arriba gritando:

           —No hay más que Dios.


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